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jueves, 13 de octubre de 2022

"Presagio", un cuento de Olga Merino




Presagio

A la memoria de Cécile

Cuando entró en el cobertizo, pegado al galpón de enfermería, y reparó en la sombra azul que el carburo pintaba en la sotabarba del agente, Cécile Kogan se estremeció, como si el filo de un hacha en la sombra se aproximara a su carne. No fue el tufo a encierro y sudor. Tampoco los ojos hinchados del oficial, que tenían el mismo color que la herrumbre. El fogonazo del mal agüero lo prendió el brillo grasiento en el hocico del comisario político. Aleksándr Morózov estaba esperándola sentado a su mesa de trabajo, sobre la que había extendido un ejemplar atrasado de Pravda a modo de mantel. El comisario desayunaba sin plato tres rebanadas de pan negro, un arenque y una espuela de vodka en la taza desportillada. A ninguna secretaria le incomodaba  ya que los informes semanales que debían enviar desde la obra hasta Moscú viajasen con alguna dedada mantecosa.

Cécile Kogan advirtió de su presencia con una voz tan quebradiza como la vertical que la sostenía sobre el piso de tierra. La mañana aún no se había desperezado en el campamento.

—Aleksándr Vasílievich, aquí me tiene —dijo con un hilo de voz.

—Tome asiento, camarada Kogan, tome asiento. He mandado llamarla.

El comisario Morózov tardó unos segundos en reanudar la exposición; le costaba ensalivar el mazacote de pan de centeno que trituraba entre las muelas.

—Usted me será más útil aquí, en la base de operaciones. Y he decidido que la camarada Vera Arkádievna será quien se desplace al sector norte con la avanzadilla —dijo mientras se refregaba la boca con el envés de la mano—. Vera Arkádievna maneja los suficientes conocimientos de inglés como para defenderse con el ingeniero.

El comisario hizo una pausa breve que pareció demasiado estudiada. Y, mientras Cécile trataba de ocultar su incomodidad, soltó a quemarropa:

—Además, camarada Kogan, tengo entendido que su amigo, el ingeniero Harbert, ha adquirido nociones rudimentarias de ruso en las últimas semanas, ¿no es cierto?

La palabra "amigo" emergió sucia de entre sus labios y envuelta en efluvios de pescado en salazón.


Debían de sospechar, claro. La maledicencia debía de hervir en el campamento, y tampoco Cécile se había molestado en disimular. La habían visto pasear con él entre los barracones y encadenar tardes de conversación y vino de Crimea frente a la cabina del ingeniero Harbert a la hora en que la luz tendía paños de algodón violeta sobre la vastedad del páramo. Tal vez el mismo comisario, a pesar de la pereza que arrastraba  y de su mirada blanda, se atrevió a fisgar a través del ventanuco trasero, velado por un visillo que el ingeniero inglés había improvisado con la tela de un saco de harina. Quizá alguno de los capataces la había visto cortar el cabello de James bajo la marquesina de la cabaña. ¿Pero quién? ¿Quién habría sido la lengua delatora? ¿Acaso Vera Arkádievna? Aunque no se distinguía por la discreción, se le hacía extraño que su compañera hubiese bajado la guardia ante los mandos, y Cécile habría jurado que Vera la apreciaba. Dormían juntas en la misma litera, compartían confidencias e incluso Vera le regalaba las manzanas del postre, cuando las había, para que Cécile perfumara el baúl de mimbre donde guardaba sus ropas, un gesto noble en aquel mundo estrecho de hombres, empeño y sudor. "Solo a una señoritinga judía como tú se le ocurriría presumir en este desierto", le decía entre risas. Oh, Vera; a la matrona con hechuras de segadora le traía sin cuidado el mundo. Vera hablaba un inglés raquítico y, sin embargo, sería ella quien se trasladara al extremo norte de la vía férrea, sería ella quien transformara las palabras del ingeniero en órdenes para las cuadrillas de obreros. ¿Por qué los separaban?, ¿por qué en ese momento? Cécile era la intérprete oficial y así constaba en la contrata. Por más vueltas que le daba, no comprendía la decisión de apartarla de James. ¿Cuándo se reencontrarían? Transcurrirían semanas, meses tal vez. Quizá nunca volvería a verlo.


La vida nunca rueda por sí misma, ni entonces ni ahora; hay que empujarla eternamente arrimando el hombro.


La expedición había llegado a la estepa kazaja a mediados de marzo de 1926, cuando el fango de la primavera aún entorpecía el trasiego de los camiones en mitad de la nada. Brigadas de obreros, maquinaria, rieles, traviesas de madera y cargamentos de balasto se relevaban en el campamento para construir la línea de ferrocarril entre el lago Baljash y la cuenca minera de Karagandá. Cuatrocientos kilómetros de vía férrea que habrían de transportar el cobre y el carbón, arrancados de las entrañas de la tierra, hacia el norte y luego más allá, hacia las llanuras de Siberia y el corazón de la nueva Rusia. Una patria de siervos campesinos tan joven y tan nueva que precisaba de ingenieros occidentales para encaminarse hacia el progreso.

Ni siquiera con el transcurso de los años Cécile supo responderse si el entusiasmo con que aceptó la propuesta de viajar tan lejos de la capital, de abandonar su círculo de intelectuales ensimismados, se debió al ardor de la juventud, ese estanque cristalino donde la ilusión chapotea, o bien a la íntima satisfacción de sumarse a la fragua de la historia. Ambos sentimientos se mezclaban entonces.

Los días en el asentamiento se le solapaban con el temblor de observar cómo un enjambre de criaturas rudas, de sangre aldeana, luchaban por doblegar el alma de la naturaleza inhóspita. El desquite de los siglos, pensaba. Hombres toscos, casi analfabetos, muchos de los cuales apenas podían deletrear los carteles pegados en las paredes desnudas de los barracones donde dormían: "LOS SÓVIETS, LA ELECTRIFICACIÓN Y EL FERROCARRIL SON  LOS CIMIENTOS DEL NUEVO MUNDO". "¡ADELANTE, SIN PAUSA, ADELANTE!". "¡EL TREN LLEVARÁ MÁS CARBÓN DE KARAGANDÁ PARA LA PATRIA!".  Aunque se sentía diminuta y a veces superflua, se entregó con ahínco a la tarea diciéndose que, al menos, su cabeza y los conocimientos atesorados mediante el estudio de las lenguas compensaban la fragilidad del cuerpo, y que las consignas del ingeniero, que ella se esforzaba por traducir con precisión, sujetaban firmes las riendas del caos en aquella obra descomunal. Cécile, la pequeña judía, participaba en la alquimia de transmutar simples palabras en músculo, carne y hierro.


El azar y el paso del tiempo se conjuraron a espaldas de su voluntad. Una mañana temprano, cuando apenas estrenaba la jornada, Cécile percibió que, por vez primera y sin saber por qué, una corriente de ternura le subía desde el estómago hasta la garganta al contemplar las manos del ingeniero Harbert, que trazaba anotaciones a lápiz sobre unos planos. James Harbert tenía manos de adolescente. Manos de niño que contrastaban con su porte varonil, el aplomo de su voz, la seguridad con que se dirigía a los capataces. Cécile había observado sus manos docenas de veces, pero no con tanta delectación e intensidad. Fue justo en ese instante cuando las deseó sobre su piel, buscándole la humedad de la boca, y se dijo que tal vez fueran ciertas sus figuraciones. Tal vez James la estaba llamando desde el fondo de sus ojos verdes.

El ingeniero y la intérprete  trabajaban codo a codo hasta la puesta de sol, algunas veces hasta bien entrada la noche, sin resuello ni descanso, porque el mayor desafío del proyecto no radicaba tanto en las dificultades técnicas como en la premura: la vía debía estar tendida antes de que la dureza del invierno se cerniera sobre la estepa. Ocho meses de sobreesfuerzo, desde el deshielo y hasta que las nieves de noviembre cuajaran sobre la planicie inabarcable.  Un camino en línea recta, trazado con escuadra y cartabón, hacia la lejanía  cárdena del horizonte. Una flecha de hierro que atravesaría la belleza primigenia, la infinitud del espacio, el vacío. Ni un árbol, ni la suave ondulación de una colina, ni un triste campo de trigo requemado. Tan solo el páramo, que se multiplicaba a sí mismo en vetas parduscas, ocres y lilas. Y los caballos. Y las yurtas de los pastores nómadas.

Algunas tardes, cuando el sol aflojaba el puño en el yermo, Cécile y James Harbert se subían a una camioneta destartalada y se escapaban del asentamiento con la excusa de inspeccionar algún tramo de la vía. Los dos lejos de todo, perdidos en la inmensidad, bajo la cúpula de aire estancado, solos en el tiempo que parecía detenido. En ocasiones, Cécile pensaba que tal vez habría sido mejor que los hubiera engullido el silencio de la estepa. O el viento atroz.

Los dos sabían de la imposibilidad. Él, extranjero; ella, ciudadana soviética. Fronteras, recelos, pasaportes, sospechas. Y una esposa y dos hijos que aguardaban a James en Londres. Ambos sabían que la pasión estaba abocada a extinguirse en cuanto los raíles alcanzaran Karagandá.


La noche previa al traslado del ingeniero hacia el sector norte, los amantes contravinieron las normas del acantonamiento y durmieron juntos en la cabaña de James. En verdad, dejaron que la espera se desovillara lenta sobre sus cuerpos desnudos, tendidos en el catre, abrazados e inmóviles, temerosos de acariciarse; no se atrevieron siquiera a hablar. Afuera, el resplandor de la luna batallaba con las tinieblas y bañaba el páramo con una pátina de irrealidad. Parecía imposible que fuera a amanecer.

—No, no salgas a despedirme, Cécile, te lo ruego. Te haré llegar noticias mías. Ya me las ingeniaré.

La avanzadilla salió antes de que el sol despuntara.


La textura de la realidad cambió tras la partida del ingeniero. Si hasta entonces la visión de la estepa se le había antojado el privilegio de regresar al instante exacto de la creación del mundo, a la naturaleza incólume, la ausencia de James transformó la inmensidad de la llanura en asfixia y tedio. La luz violeta que perfilaba el horizonte, tantas veces contemplada con esperanza, con el éxtasis de la entrega al puro presente, se convirtió en un sudario de plomo que la envolvía en la contradicción de saberse encerrada en una cárcel sin límites. No podía huir.

La planicie la estaba devorando. A ella y a los hombres del asentamiento, que parecían hundirse en un pantano de letargo y desidia a medida que el otoño se acercaba presagiando los vientos de hielo. Cécile comenzó a advertir también que la miraban de forma distinta, desafiantes, sobre todo los peones. Apenas salía de la barraca habilitada como oficina, donde las jornadas se le perpetuaban idénticas entre el repiqueteo de la máquina de escribir, la contabilidad y las planillas de inventario, y cuando lo hacía, si se cruzaba con alguna cuadrilla, con algún obrero que empujaba una carretilla entre los montículos de grava, percibía que los ojos la taladraban. Incluso, creía escuchar a su paso cuchicheos, reproches, reniegos en voz baja. "Mírala, qué se habrá creído esa ramera judía". "La llaman Cécile, ¿dónde se ha visto un nombre así?". Cécile se esforzaba por mantener el equilibrio diciéndose que no habría oído bien, que tal vez la inquina contra quienes no se ensuciaban las manos con el trabajo borboteaba desde el principio, solo que la protección del ingeniero Harbert la había mantenido a resguardo. Corría el rumor, además, de que se habían detectado dos casos de tifus en el barracón A-8. Los dos herreros infectados fueron rápidamente evacuados del asentamiento, pero aun así algunos obreros amenazaban con alentar un motín en protesta por las raciones de bazofia con que los alimentaban. La extenuación y el rancho sucio los estaban matando. Claro, debía de ser eso; la rabia, la impotencia, el resentimiento les opacaban la mirada; los peones sabían que los cuadros comían carne, queso y a veces fruta fresca. A los señoritos no les echaban en la escudilla sopa de col con hebras de tasajo.


La existencia de la intérprete se concentró en torno a la llegada del tren de carga. Tres veces por semana, la lanzadera hacía el camino inverso desde el sector norte, con bateas y varios vagones enganchados, con el fin de trasladar de nuevo a la cabecera de la vía cuantos materiales se precisaran para que la senda de hierro se abriera camino hacia el horizonte. En la atardecida  de los días convenidos, cuando la luz ya declinaba, Cécile se dirigía con paso apresurado hacia el apartadero y aguardaba impaciente el silbido de la locomotora y las primeras hilachas de vapor en la lejanía. La máquina arrastraba lo único que todavía le importaba. En la carpeta de documentos que el maquinista le entregaba solía aparecer, con la complicidad de Vera Arkádievna —o así lo creía Cécile entonces—, algún mensaje  del ingeniero oculto entre los papeles oficiales, y Cécile corría, corría, corría, el corazón en la boca, para saborearla en la cabaña que compartía con las escasas mujeres del campamento. Allí, tendida en el jergón, leía la carta de James una y otra vez hasta aprendérsela de memoria, buscando tacto y aroma en cada palabra.

"Querida: vivo por volver a verte. Apenas duermo porque el deseo me desvela y porque trabajo hasta la extenuación. Trabajo, trabajo y trabajo, como el mulo atado a la noria. Por no pensarte. Por acabar cuanto antes. Por regresar. Ya no puedo escuchar las sonatas de Schubert en la vieja gramola, sin que tu ausencia me duela. Ten paciencia. Tuyo, James".

Una tarde, cuando entró en la cabaña de las mujeres con una nota de James escondida entre los senos, Cécile se estremeció: un pájaro aturdido revoloteaba en la penumbra del barracón intentando encontrar la salida; se golpeaba contra las paredes, contra el cristal mugriento del tragaluz, se desconcertaba tras el impacto y de nuevo emprendía el vuelo en círculos concéntricos, cada vez más exhausto, cada vez más desesperado, cada vez más solo. Parecía una alondra, y debía de ser joven. Pobre pájaro, infeliz, habría perdido a su bandada en la migración hacia el sur. El ave intuía la llegada del viento de hielo y peleaba contra el tiempo. Cécile dejó la puerta de la choza abierta de par en par con la esperanza de que la escasa claridad atrajera la atención del pajarillo y con el punzante convencimiento de que, aunque lograra escapar, jamás sobreviviría a la estepa. Moriría en la travesía. De sed o de agotamiento.


Ni siquiera con la serenidad de la vejez, Cécile podía evitar el pensamiento recurrente de que la alondra atrapada fue una proyección de sí misma, una premonición del tiempo que estaba por venir, de los años del terror y la delación, de la paranoia estalinista, del miedo que mantuvo los zaguanes en vela, de los huesos tronchados, la guerra y la sangre derramada de los inocentes. En los años sucesivos, la misma estepa donde conoció la ilusión y el deseo con el ingeniero albergaría campos de trabajos forzados y desolación para los enemigos del pueblo. La patria de hierro devoró a sus mejores hijos. Cuánto cansancio acumulado en las alas, cuánto dolor silenciado le pesaba en los párpados. Oh, James, amor mío, estés donde estés, cuánta razón se escondía en tu despedida. ¿Lo intuías, acaso?


Sucedió tan rápido, con tal vértigo, que no estaba segura de que la memoria hubiese reconstruido la escena con exactitud. Amanecía cuando alguien aporreó la puerta del galpón de las mujeres. Cécile acudió a abrir descalza, sin tiempo apenas de echarse el chal por encima del camisón. Era James. Su James, que regresaba del sector norte, pálido, fugaz, en el límite de sí mismo. Tres camiones y un coche negro lo aguardaban con los motores en marcha, y uno de los chóferes hizo sonar el claxon con insistencia para apresurarlo. James solo tuvo tiempo de rozarle los labios con los suyos y susurrarle al oído:

—Ten cuidado, Cécile, ten cuidado.

Las últimas palabras del ingeniero y sus manos de niño se quedaron revoloteando en el aire, entre la tolvanera de la caravana que se alejaba en la infinitud del páramo.

Olga Merino. (librujula.publico.es)

Olga Merino (Barcelona, 1965) es licenciada en Ciencias de la Información y máster en Historia y Literatura hispanoamericanas en el Reino Unido. Trabajó en la década de los noventa en Moscú como corresponsal para El Periódico. De aquella experiencia surgió su primera novela, Cenizas rojas (1999), así como los diarios recogidos en Cinco inviernos (2022), en donde el diario íntimo de aquella joven que, "inmersa en la cultura rusa, persigue el sueño de ser escritora, el prestigio profesional como periodista y el amor pleno y sublime queda anotado en el momento presente, poniendo en contraste de forma magistral la voz de hoy con la de aquella muchacha idealista". 

A su primera novela siguieron Espuelas de papel (2004) y Perros que ladran en el sótano (2012). En 2006 obtuvo el Premio Vargas Llosa NH por el relato Las normas son las normas. Con su novela La forastera (2020), situada entre los mejores libros de 2020, ha sido ganadora del Premio RAE de Creación Literaria, de los premios Pata Negra y Cubelles Noir, finalista del Premio Bienal de novela Mario Vargas Llosa y del VII Premio Ciudad de Santa Cruz de Novela Criminal.  Actualmente es columnista de El Periódico y profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Sus novelas han sido traducidas al italiano, neerlandés, francés, inglés y chino. 

"Presagio", relato incluido en Cinco inviernos, fue ganador de un accésit en los Premios del Tren 2013, de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles. Se inspira en las vivencias de Cécile, una octogenaria rusa a la que la autora conoció durante  su estancia en Moscú. Cécile nació en París, donde se exiliaron sus padres, perseguidos por las autoridades zaristas, y en los años treinta estuvo trabajando durante cinco años en Siberia como intérprete de los ingenieros británicos que dirigían la construcción de una gran infraestructura. 

[Imagen inicial: natword.info]

1 comentario:

  1. Lo que me asombra es cómo Occidente colaboraba con la URSS; tan temida, tan odiada y, sin embargo, si había pasta por medio no había problema en ello. Bueno, siempre sucede así en todas partes; si no, Europa no habría contribuido al crecimiento de quienes hoy la tienen contra las cuerdas desde África o Asia.
    Carlos San Miguel

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