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jueves, 15 de septiembre de 2022

"Camino de la escuela", de Maryse Condé


Maryse Condé, en una imagen de juventud. (onechapteraday.fr)

Camino de la escuela

Tendría yo trece años. Otra dichosa temporada en la "metrópolis". La tercera o cuarta desde el final de la guerra. Cada vez me creía menos el cuento de que París  es la capital del universo. Muy a pesar de la existencia cuadriculada que allí llevaba, echaba de menos La Pointe, abierta al azul del estrecho y el cielo. Echaba de menos a Yvelise, a mis compañeros del instituto y deambular bajo los jabillos por la Place de la Victoire, única distracción que se nos permitía hasta las seis de la tarde. Porque a esa hora cae la noche y, según mis padres, podía pasarnos cualquier cosa. Venidos del otro lado del canal Vatable, negros de sexo voraz perseguían a las vírgenes de buena familia y les faltaban al respeto con palabras y gestos obscenos. En París, también echaba de menos las cartas de amor que, sorteando las barreras que me protegían, algunos chicos conseguían hacerme llegar.

París para mí era una ciudad sin sol, una celda de áridas piedras, un ir y venir en metros y autobuses donde los desconocidos comentaban sin disimulo:

—¡Pues no es fea la negrita!

No era la palabra negrita lo que me hacía daño. En aquel tiempo, era normal. Era el tono. Sorpresa. Yo constituía una sorpresa. La excepción a una raza que los Blancos se empecinaban en considerar repulsiva y bárbara.

Aquel año, como mis hermanos y mis hermanas ya habían ingresado en la universidad, me tocó ejercer de hija única, papel que me asfixiaba, pues implicaba un incremento de atenciones maternales. Iba al instituto Fénelon, a dos pasos de la Rue Dauphine, donde mis padres habían alquilado un apartamento. En aquel prestigioso aunque austero centro, los profesores, como de costumbre, me cogieron manía por mis insolencias. En contrapartida, y por idénticas razones, me gané el estatus de líder e hice no pocas amigas. Vagábamos en grupo sin alejarnos del cuadrilátero que delimitaban el Boulevard Saint-Germaine, el Boulevard Saint-Michel, las aguas muertas del Sena y las galerías de arte de la Rue Bonaparte. Nos parábamos frente al club de jazz Le Tabou, donde todavía flotaba el recuerdo de Juliette Gréco. Hojeábamos libros en la librería Hune. Espiábamos a Richard Wright, macizo como una estatua de bronce en la terraza del café Tournon. No habíamos leído nada suyo. Pero Sandrino me había hablado de su compromiso político y de sus novelas, Black Boy, Native Son y Fishbelly. El curso por fin tocó a su fin y la fecha del regreso a Guadalupe se acercaba. Mi madre había comprado de todo y más. También mi padre llenaba metódicamente enormes arcones de hierro pintados de verde. En el instituto Fénelon, el jolgorio y la pereza no se estilaban. Sin embargo, una vez terminados los programas, podía notarse en las aulas cierto perfume de ligereza, alegría incluso. Un día, la profesora de Francés tuvo una idea:

—Maryse, nos vas a hacer una exposición sobre un libro de tu tierra.

Mademoiselle Lemarchand era la única profesora con la que me llevaba más o menos bien. En más de una ocasión, me había insinuado que las clases sobre los filósofos del siglo XVIII se dirigían a mí en especial. Era una comunista cuya foto en portada de L'Humanité había circulado de mano en mano. No sabíamos exactamente lo que abarcaba la ideología comunista, tan a la moda. Pero la intuíamos totalmente en desacuerdo con los valores burgueses que encarnaba a nuestro modo de ver el instituto Fénelon. Para nosotros, el comunismo y el periódico comunista L'Humanité eran tabúes. Creo que mademoiselle Lemarchand se pensaba que entendía las razones de mi mala conducta y me invitaba a reflexionar al respecto. Al animarme a hablar de mi tierra, no quería tan solo distraernos. Me ofrecía la oportunidad de liberarme de lo que, en su opinión, me oprimía el corazón. Tan bienintencionada propuesta, paradójicamente, me sumió en un abismo de confusión. Estábamos, no lo olvidemos, muy a principios de los años cincuenta. La literatura de las Antillas aún no había florecido. Patrick Chamoiseau dormía en el limbo del vientre de su madre y ni yo misma había escuchado nunca mentar el nombre de Aimé Césaire. ¿De qué autor  de mi tierra podía hablarles? Acudí corriendo a mi confidente habitual: Sandrino.

Había cambiado mucho, Sandrino. Sin que nadie lo supiera, el tumor que acabaría con su vida lo carcomía malignamente. Todas sus amantes lo habían abandonado. Vivía en una soledad extrema en un triste estudio en un noveno piso sin ascensor en la Rue de l'Ancienne-Comédie. Con la esperanza de hacerle entrar por el aro de los estudios de Derecho, mi padre había dejado de mantenerlo. Subsistía a duras penas con el dinero que mi madre le mandaba a escondidas, flaco, débil, sin fuerzas, tecleando con tres dedos en una polvorienta máquina de escribir manuscritos que los editores invariablemente le devolvían con estereotipadas fórmulas de cortesía.

—No me dicen la verdad —se enfurecía—. Mis ideas les dan miedo.

Cómo no, también él era comunista. Una foto del bigotazo de Iósif Stalin decoraba su cuarto. Asistió incluso a un Festival Mundial de las Juventudes Comunistas en Moscú y volvió loco de admiración por las cúpulas del Kremlin, la Plaza Roja y el mausoleo de Lenin. Igual que de niños, no me dejaba leer sus novelas y yo me esforzaba sin éxito por descifrar algún título al dorso de las carpetillas arrugadas donde las guardaba. En mi honor, él intentaba a pesar de todo volver a esbozar aquella luminosa sonrisa suya y adoptaba de nuevo una tranquilizadora actitud de hermano mayor. Rebuscamos entre las pilas de libros que se repartían en desorden por los muebles y entre el polvo del suelo. Gobernadores del rocío, de Jacques Roumain. Aquel iba de Haití. Tendría que investigar sobre el vudú y hablar de un montón de cosas que no conocía. Dios se ríe, de Edris Saint-Amant, uno de sus nuevos amigos, otro haitiano. Estábamos al borde de la desesperación cuando Sandrino se topó con un tesoro. Calle cabañas negras, de Joseph Zobel. Trataba de Martinica. Pero la isla de Martinica es hermana de Guadalupe. Me llevé Calle cabañas negras y me encerré con José Hassan.

Aquellos que no han leído Calle cabañas negras tal vez hayan visto la adaptación al cine  de Euzhan Palcy. Cuenta la historia de uno de esos "negritos" a los que mis padres tanto temían, que crecen en las plantaciones de caña de azúcar atormentados por el hambre y las privaciones. Como su madre sirve en casa de unos señores blancos en la ciudad, lo cría a fuerza de sacrificios su abuela, la yaya Tine, esclava de la caña de azúcar, vestida con remiendos. Su única vía de escape es la educación. Por suerte, José sale inteligente. Saca buenas notas en la escuela y, justo cuando está a punto de transformarse en un auténtico burgués, se le muere la abuela. Lloré desconsolada al leer las últimas páginas de la novela, las más hermosas que en mi opinión haya escrito  Zobel.

"Le miraba las manos sobre la blancura de las sábanas. Las manos negras, hinchadas, endurecidas, curtidas de arrugas, curtidas de pliegues donde se secaba un barro imborrable. Dedos recubiertos de corteza, sarmientos retorcidos; con las yemas desgastadas y reforzadas por aquellas uñas espesas, más duras e informes que cascos de caballo..."

En realidad, toda aquella historia me resultaba perfectamente exótica, surrealista. De golpe me cayeron encima los fardos de la esclavitud, la Trata, la opresión colonial, la explotación del hombre a manos del hombre, los prejuicios racistas de los que nadie, menos Sandrino en contadas ocasiones, me hablaba jamás. Sabía, por supuesto, que los Blancos no se juntaban con los Negros. No obstante, lo atribuía, al igual que mis padres, a su imbecilidad y ceguera inconmensurables. De ahí que los parientes blancos de Élodie, mi abuela materna, se sentaran en la iglesia dos bancos más allá del nuestro sin girar jamás la cabeza en nuestra dirección. ¡Peor para ellos! Se perdían el privilegio de codearse con alguien como mi madre, lo mejorcito de su generación. De ninguna manera podía yo saber nada del funesto universo de las plantaciones. Mis únicos contactos con el mundo rural se limitaban a las vacaciones escolares que pasábamos en Sarcelles. Mis padres poseían en aquel rincón tranquilo de Basse-Terre una segunda residencia y una finca bastante bonita atravesada por el río que daba nombre al lugar. Allí, durante un par de semanas, todos jugábamos a ser campesinos, excepto mi madre, siempre a lo suyo, con el pelo cuidadosamente alisado bajo una redecilla y un collar de perlas al cuello. Como no había agua corriente, nos frotábamos con hojas, desnudos junto a la cisterna. Hacíamos nuestras necesidades en un orinal de barro. Por las noches, nos iluminábamos con lámparas de queroseno. Mi padre se plantaba una camisa y un pantalón de lino color caqui, se protegía la cabeza con un sombrero de paja y se armaba con un machete que no cortaba ni el viento. Nosotros, los niños, locos de contento por poder airearnos los pinreles y ensuciarnos o romper la ropa vieja, correteábamos por la sabana en busca de ciruelas negras y guayabas rosas. Los verdes campos de caña parecían estar llamándonos. A veces, intimidado por nuestra pinta de niños de ciudad y nuestro acento francés, algún agricultor nos ofrecía respetuosamente una jugosa caña cuya cáscara violácea arrancábamos a dentelladas.

Sin embargo, tuve miedo de confesarlo. Tuve miedo de revelar el abismo que me separaba de José. A ojos de mi profesora comunista, a ojos de toda la clase, las auténticas Antillas eran aquellas que yo, pecado imperdonable, desconocía. Primero me dio por pensar, indignada, que la identidad es como un vestido que tienes que ponerte, lo quieras o no lo quieras, te quede bien o no. Después, sucumbí ante la presión y probé a ver si el hábito hacía al monje.

Un par de semanas más tarde, mi brillante exposición dejó sin aliento a la clase entera. Hacía días que la tripa, que me rugía de hambre, se me venía hinchando. Las piernas se me fueron arqueando. La nariz se me llenó poco a poco de mocos. El pelo se me volvió una greña rojiza bajo el efecto del sol. Me convertí en Josélita, hermana o prima de mi héroe. Fue la primera vez que un personaje me devoró. La primera de muchas.

Hoy, me da por pensar que lo que más tarde llamaría, un poco pomposamente, "mi compromiso político" nació en aquel momento, de mi identificación forzada con el pobre José. La lectura de Joseph Zobel, más que los discursos teóricos, me abrió los ojos. Me di cuenta entonces de que la clase a la que pertenecía no tenía nada que ofrecer y empecé a cogerle tirria. Por su culpa era yo una sosainas, una mala copia de los francesitos que me rodeaban.

Tenía "piel negra, máscara blanca", como escribiría Frantz Fanon pensando en mí.

(De Corazón que ríe, corazón que llora. Cuentos verdaderos de mi infancia. Traducción del francés y prólogo a cargo de Martha Asunción Alonso. Impedimenta, 2019)

La escritora Maryse Condé. (laopiniondemalaga.es)

Maryse Condé, nacida Boucolon,  es una de las grandes figuras de la literatura antillana, una escritora guadalupeña de fama internacional. Nació en 1937 en Pointe-à-Pitre, capital del archipiélago antillano de Guadalupe, que forma parte del Estado francés. Fue la octava  hija de un matrimonio negro perteneciente a la floreciente burguesía antillana de Grande-Terre. Su padres eran funcionarios franceses, lo que les permitía viajar  con frecuencia a la metrópoli. Estudió en París, donde se doctoró en Literatura comparada por la Sorbona. En 1959 contrajo matrimonio con Mamadou Condé, actor guineano con quien tuvo cuatro hijos, y del que se divorció en 1982.  Ha vivido en varios países de África Occidental, como Guinea, Ghana y Mali. En África impartió clases. Trabajó como periodista. Vivió en Londres y París. Conoció a Richard Philcox, profesor de inglés británico que se convirtió en su traductor y en su segundo esposo. Ha enseñado durante décadas literaturas francófonas en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Presidió el Comité por la Memoria de la Esclavitud en Francia (2001), cuyo trabajo se materializó en la ley que reconoce la esclavitud como un crimen contra la humanidad. Le debemos asimismo la creación del Premio de las Américas Insulares y la Guyana, que recompensa anualmente el mejor libro de la literatura antillana. La enfermedad degenerativa que padece desde hace años la ha obligado a llevar una vida sedentaria y apartada en una localidad de la Provenza francesa,  donde dicta sus obras a Richard Philcox.

Es autora de más de treinta títulos, entre los que se cuentan novelas y obras de teatro, así como varios volúmenes de memorias. Su obra literaria abarca temas fundamentales para las comunidades negras, como la esclavitud, el colonialismo o la búsqueda identitaria. Sus novelas están pobladas de mujeres-junco (término acuñado por el poeta guadalupeño Daniel Maximin), que "resisten estoicamente los envites de la existencia doblándose como tallos al viento". No publicó su primera novela, Hérémakhonon. Esperando la felicidad, hasta 1976. Desde entonces no ha dejado de escribir. Más tarde vendrán obras como La migration des coeurs (1995), La deseada (1997, publicada en España en 2021), Célanire cou-coupé (2000) o Victoire, le saveurs et les mots (2006), homenaje a su abuela materna.

Ha recibido numerosos premios. Su novela Yo, Tituba, la bruja negra de Salem fue galardonada en 1986 con el Premio Nacional de Literatura sobre la mujer, y La vie scélérate (1988), con el Premio Anaïs-Segalas de la Academia Francesa. En 1993 fue la primera mujer en recibir el Premio Putterbaugh, otorgado en los Estados Unidos a escritores francófonos. En 2018, a los 81 años,  se le concedió el Premio New Academy, el llamado Nobel alternativo, por el conjunto de su obra.

Sobre Corazón que ríe, corazón que llora  observa su traductora, Martha Asunción Alonso, que nos ofrece claves autobiográficas fundamentales para entender su obra:

Estas memorias infantiles perfilan el retrato en tensión de una sociedad, la guadalupeña, con las cicatrices del pasado colonial aún tiernas y en perpetua búsqueda de cura e identidad. Así, la niña Maryse, bajo el choque cultural que suponen las temporadas en París con sus padres funcionarios, comienza enseguida a rebelarse ante la imposición de la cultura hegemónica [...]

Por añadidura, estimulada por el descubrimiento de las literaturas de la "Negritud" [...], la niña Maryse empieza pronto a interrogarse sobre las raíces primigenias africanas, silenciadas en una educación recibida a imagen y semejanza de los cánones blancos europeístas.

Se entiende, de esta forma, que en el idioma condeano guerrillee el criollo de Guadalupe, en poética pugna con la lengua francesa. Se trata de una lengua cargada de oralidad, híbrida, vibrante de ritmos populares y destellos de los coloridos mercados antillanos.

[Imagen inicial: esferacomunicacional.ar]

1 comentario:

  1. Ahí se ve que la explotación no es consecuencia de la imposición de una cultura sobre otra: los funcionarios negros agasajados por los azorados campesinos negros. Y si no, es un funcionario es un chamán, o una tribu sobre otra a la que esclavizada...
    Una cosa que me preocupa mucho es la imparable expansión del Islam por el África negra frente a lo que quede del natural animismo: ¿Acaso no es otra imposición cultural?
    Carlos San Miguel

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