Acrópolis de Atenas
Alegato contra la
codicia
[fragmento]
En el espejo
deformante
todos somos
codiciosos o cómplices de la codicia,
pues, por cobardía o
miedo,
renunciamos al deber
de explicar que el hombre
era el único animal
que se había preguntado
por lo que había tras
la línea del horizonte,
y nos rendimos a lo
más cruel y sangriento,
el único animal que
atesora con avaricia
mucho más de lo que
pueda necesitar en una vida,
y a costa de
destruir la vida de los otros.
Todos somos
codiciosos o cómplices de la codicia,
porque hemos
permitido que un ser implacable,
nacido en la cloaca
de la peor pasión,
se apoderara de la
entera condición humana
y dictara sus
brutales leyes al universo.
De modo que el
codicioso,
bárbaro adorador del
ídolo de oro,
avanza a cara
descubierta, libre de toda atadura,
saqueador de la
belleza, dueño del mundo.
Somos, pues,
culpables.
Nuestro delito ha
sido dejar
que el depredador
que hay en nosotros
expulsara a todo lo
noble y digno
que estábamos
obligados a preservar
para seguir siendo
considerados seres humanos.
Hemos dejado que se
nos robaran
hasta las palabras,
y ahora nuestro lenguaje
ya es el lenguaje
del mercado, del beneficio,
del tráfico de almas,
sin ningún lugar
para la compasión.
Nos hemos ofrecido
en sacrificio
para ser carne de
una rapiña sin límites
y nuestros restos
yacen, esparcidos,
alrededor del altar.
Y falta ya muy poco
para que también la
libertad
nos sea arrebatada
por el amor a la
codicia,
que parece ya el
único amor permitido.
O eso es lo que cree
ese hombre que
amenaza sin ira a un edificio
-ese hombre que me
recuerda a mi padre anciano-
mientras entona una
acusación a los espectros:
"¡los
codiciosos!, ¡los codiciosos!".
Y eso mismo es lo
que cree
Dimitris Christulas,
la mano apretada en la culata,
al observar la plaza
Syntagma, centro de Atenas,
situada tan sólo a
unos quilómetros
del corazón antiguo,
la Acrópolis,
donde hace
exactamente 2.454 años
se representó por
primera vez Antígona,
y el hombre cantó a
lo más elevado de sí mismo:
"Muchas cosas hay
portentosas,
pero ninguna tan
portentosa como el hombre"
proclama, en el
teatro, el coro de ancianos.
Dimitris Christulas
dispara.
Al caer se lleva
consigo un retazo
del azulísimo cielo
de Grecia.
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Avanza el poema, y con él la conmovedora sensación de lo conocido... Porque entre el sermón generalista y tópico tantas veces escuchado, irrumpe de pronto y con fuerza, este recuerdo, no tan lejano en el momento en que escribo esto, del abuelo griego suicida que estremeció a Europa.
ResponderEliminarCarlos San Miguel