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miércoles, 18 de mayo de 2022

‘El mal de Montano’, de Enrique Vila-Matas

Grupo de lectura "Leer juntos" del IES Goya

Sesión del 25 de abril de 2022

Autor: Enrique Vila-Matas

 Obra comentada: El mal de Montano (2002), editada en Anagrama (Col. Narrativas hispánicas y Col. Compactos), Seix Barral (Biblioteca Breve) y en Debolsillo (Contemporánea, 2021).


 

“El mal de Montano: algunas notas de una lectura a partir del capítulo IV, Diario de un hombre engañado.”

 

Por Carlos Salvador

 

Decidme, oh, Musas, os lo ruego, ¿cuál sería la metáfora adecuada, la imagen ajustada, precisa, para presentar confiablemente al hombre de este siglo veintiuno que comienza, a este hombre transido de literatura que pesarosamente estrena el tercer milenio?

 

En el cuarto capítulo de El mal de Montano puede leerse: Antes de que el mundo fuera un país extranjero, la literatura era un viaje, una odisea. El protagonista de esta novela enrevesada, des-encorsetada, sin apenas concesiones facilitadoras, sin compensaciones, y, de su mano, el lector mismo que la lee, o más bien que asiste a su construcción, y con el que eventualmente se confunde, por obra del prestidigitador Vila-Matas, proyecta la idea de un mundo principio-secular de crisis amplia de la literatura, pero también de la lectura misma, pero también de un mundo íntimo de carreteras perdidas, bajo la niebla, al borde del abismo, como una imagen redundante que enfatiza.

El narrador de la ficción que recrea esa cita de Handke es un crítico literario que acaba de volver de su periplo odiseico, desde Nantes a Chile, pasando por las Azores, Budapest o Sevilla, para intentar resolver el mal de Montano. El héroe regresa a su hogar, o más bien a su biblioteca, en su Barcelona natal, donde una Penélope-Rosa lleva esperándolo toda la tarde. Un hogar-biblioteca del que realmente nunca salió, puesto que el viaje ha sido más literario que físico, puesto que todo viaje es literario.

No es la literatura de viajes el único género al que podríamos circunscribir esta obra del escritor barcelonés. Se acoge irónicamente también al formato de diario íntimo, del que se hace una exégesis expositiva, con cierto tambaleante enciclopedismo; hay una conferencia ficticia, mucha intertextualidad amalgamada con teoría literaria diversa y algunos elementos alegóricos; pero sobre todo es la construcción de una auto-ficción en la que se subvierten los términos de la fiabilidad: su protagonista busca su identidad y por el camino se convierte en lector, especializado como crítico, que fagocita así la identidad del lector (¿auténtico?) para reeducarlo, convertido en un narrador que también busca construirse a sí mismo, regido por un autor que, por sus artes de prestidigitador y la mezcla de datos biográficos reales con ficticios, pasa a ser el mayor sospechoso, aunque tan solo para casi sarcásticamente encubrir la certeza de un íntimo dolor.

El disfraz de Ulises que para esta función viajera porta el narrador no es la única conversión mágico-literaria del protagonista a lo largo de la obra. A otros mitos esenciales de la literatura universal va a encomendarse con devoción. Así, al principio de este mismo capítulo IV asegura: como el náufrago Crusoe al inicio de su diario, me estaba llegando la hora de comenzar a abordar “la melancólica narración de una vida solitaria” y en efecto, bajo esa reconocible estela literaria, da comienzo a su diario ficticio. Antes que esto, el hijo del narrador, el auténtico Montano, por otro lado, en la ficticia nouvelle interpolada que constituye el primer capítulo, se empeña en ejercer de un Hamlet consciente de su permanente deuda literaria, también dubitativo, vengativo y airado. La esposa del narrador-protagonista, la Bella, con emblemático nombre de flor, ofrece tímido contraste a la Bestia profusamente presente en la obra, un Nosferatu bajo el nombre de Tongoy, el hombre más feo del mundo (cuya presencia felliniana en esta obra es reflejo del horrendo actor de la vida real que verdaderamente trabajó para Fellini, amigo improvisado del narrador y efectivo de Vila-Matas fuera del libro) y su auténtico alter ego, un míster Hyde de cuyo horror sólo se libra cuando lo repele públicamente en la conferencia-teatro de Budapest, paradójicamente dictada por el maldito, librándose al mismo tiempo de todo público y alcanzando así la anhelada desaparición (la primera cita, y auténtica línea estructural, es de Blanchot: ¿cómo haremos para desaparecer?) como componente del entramado literario existente que tiene como punto de fuga la muerte. En cuarto lugar, la odisea del protagonista y su comitiva literaria alcanzan aguas de las Azores tras la huella de melancólicos balleneros, donde el recuerdo de Melville es inevitable. Pero, finalmente, sobre todo, nuestro narrador es un Quijote con lanza en ristre que emprende la solitaria tarea de combatir el cáncer agazapado en la literatura, que es también el del hombre contemporáneo que estrena milenio desde la incertidumbre, cargando sobre sus espaldas el pesado bagaje cultural de un siglo XX tormentoso (desde Proust a Piglia, desde Walser a Gombrowciz, sobre todo, tal vez, Kafka y Musil), un Quijote de cuyo Sancho ejerce ocasionalmente ese Nosferatu mencionado y de cuya consciencia de ser personaje literario, como fuente cervantina infinita, beberá nuestro narrador en todo momento.

El generoso vestuario de los disfraces literarios no es una pose extravagante en esta novela, sino indicio de la voluntad del autor de convertir la literatura misma, como suele acontecer en Vila-Matas, en asunto principal de su obra, hasta el punto de que este Quijote coherentemente mermado, llega a asumir la identidad de la misma literatura, en pugna por su propia supervivencia. Las citas literarias de otros (vampirismo versus intertextualidad), no obligatoriamente identificadas, se convierten en elemento compositivo fundamental del relato, de manera que, en cierto modo, las líneas consiguientes son frecuentemente glosas vinculadas a la trama narrativa o simples exégesis que explican las circunstancias de los personajes. La nouvelle que constituye el primer capítulo también es una pieza literaria interpolada y, justamente, su protagonista escritor, e hijo del personaje-narrador dentro de ella, pero crítico literario de ella en los siguientes capítulos, comparte con éste una sufriente enfermedad literaria que, al uno, le lleva a la obsesión militante y heroica y, al otro, a la intervención del pensamiento propio por parte de autores y personajes literarios, hasta el punto de padecer un bloqueo ágrafo, del que el protagonista solo sale convirtiéndose a su vez en protagonista del relato que liberadoramente termina por escribir. El tema de la imposible distancia del Otro, literario en este caso, que constituye a todo autor; al lado del ineludible tema del Doble, que representa su transferencia de consciencia sobre el papel; junto al inestimable juego de Espejos borgiano, redondean un relato donde el tema es la literatura herida (no en vano, siguiendo a Pauls, el autor recordará que el tema central del diario íntimo del literato es la enfermedad de éste), pero mostrándose a sí misma, como tal prodigiosa literatura que trata el manido tema, finalmente ajena a la muerte.

El segundo capítulo es la crítica literaria del primero, dándole al lector una lección de lectura en nuevas páginas literarias; el autor de la conferencia de Budapest es un Nosferatu literario, alter ego del narrador, a quien este fulmina de la primera fila del espectáculo, antes de echar, finalmente, al resto de los espectadores para cumplir, por fin, con el interrogante de Blanchot, y tal vez cumplir también así con la condición existencialista de la Nada exigida por Beckett.  El narrador y autor de un diario ficticio se tropieza con el título de una obra escrita por su madre, Teoría de Budapest, que él convierte en nombre del capítulo donde se describe la conferencia mencionada, pero cuya asociación con el ensayo se diluye tanto como el aparente propósito de teorizar sobre el género olvidado del diario íntimo. En fin, el prestidigitador Vila-Matas embelesa con sus artificios y al mismo tiempo enseña al lector los trucos que sostienen el encantamiento, mostrando que, precisamente, en la trama que soporta el edificio estaba el embeleso.

No en pocas ocasiones, este narrador-Quijote -como ejercicio literario, ya lo sabemos- se propone dejar morir la literatura herida, aunque termina por reconocer que solo puede quedar detrás de ella la muerte. De hecho, este mal de Montano, además de dar título a la novela interpolada que compone el primer capítulo; además de ser la enfermedad del escritor ágrafo trágico hamletiano que lo compone; de ser la del protagonista de toda la obra, un Rosario Girondo ineludiblemente obsesionado por la literatura; es, además, el mal que afecta a la literatura actual, carente de innovación, voluntad y riesgo (sin olvidar el componente eternamente realista de la española), que ha olvidado sus ricos referentes literarios, de los que aquí se hace generosa exhibición, condicionada tanto por los ejecutivos contables de la industria editorial, como por los potenciales lectores que tienden hacia un progresivo comportamiento a-cultural e iletrado. De hecho, el mencionado mal, dando también título a la obra cuyo asunto ya hemos descrito, se convierte en epónimo de la literatura misma. El nombre de Montano (que fácilmente podríamos asociar con esa zona de monte con poca vegetación inmediatamente por debajo de otra bien arbolada, evidentes referencias literarias frente a la actualidad literaria) le llega, al narrador ficticio de la novela corta inicial, aparentemente a partir de la casualidad de estar hojeando una obra del bibliófilo, pseudo-hereje y hebraísta Arias Montano, en la librería de su hijo en Nantes. Sin embargo, a esta carga inconformista no ajena a Vila-Matas, ¿no deberíamos sumar la connotación que aporta ese otro hereje incuestionable, homónimo, que en el siglo II defendió un escatologismo que anunciaba el inminente fin de los tiempos, además del derecho de todos a ser profetas?

Como se ha dicho antes, la literatura y la vida han sido una odisea para el protagonista, pero en este capítulo IV el autor presenta dos posibilidades para el viaje: la odisea clásica es una epopeya conservadora que va de Homero a Joyce, en la que el individuo vuelve con una identidad reafirmada. La más moderna, sin embargo, es la del hombre sin atributos de Robert Musil, una odisea sin retorno y en la que el individuo se lanzaba hacia delante, sin volver jamás a casa, “avanzando y perdiéndose continuamente”, cambiando su identidad en lugar de reafirmarla, disgregándola en aquello que Musil llamaba “un delirio de muchos”. El protagonista; y con él el autor; y con él, este lector que ya ha sido reeducado con la prestidigitación literaria, con la necesidad de una literatura que no sólo es la parte más sutil del discurso verbal, sino el discurso mismo con el que nos explicamos el mundo, que ya asumes que ese discurso literario nos hace humanos, y aceptas que vas viviendo una doble odisea en un país extranjero y por una de sus carreteras perdidas vas caminando al atardecer entre la niebla, buscando a Musil.

El lector de esta ficción con copyright de 2002, en su regreso particular al hogar de los acontecimientos tangibles, se da de bruces con la noticia de los atentados de las Torres Gemelas de 2001, que acaecieron dos semanas antes, según se registra en la entrada 25 de septiembre, que encabeza el capítulo del que nos ocupamos. El narrador-Ulises, inmediatamente antes de ser acogido por Penélope, en la última morada de su viaje literario, de cuyas paredes cuelgan reproducciones de esos cuadros de Hopper donde los personajes parece que acaban de escaparse de un cuento chino (¿no son estas perdidas correrías chinescas, que también se mencionan en el primer capítulo, la justa descripción de las andanzas del narrador, también del lector de este incipiente nuevo siglo?), un apartamento proporcionado por un personaje con carnet de inexistente dentro de la ficción, que ya era falso autor literario desdoblado en otro ficticio en la nouvelle inicial (Julio Award), lee un fragmento del diario de Kafka bajo fecha de otro once de septiembre noventa años anterior que el autor, aquella noche, soñó con muchos barcos de guerra anclados precisamente frente al puerto de Nueva York. El lector tal vez aún no lo sabe, pero está perdido, desorientado, des-identificado, fraccionado, bajo la bruma, abrumado, y este nuevo Nietzsche de un nuevo cambio de siglo, se propone despertarlo. 

 

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