Sesión del 5 de noviembre de 2018
Obra
comentada: Al faro.
Autora:
Virginia Woolf
44 años tenía la Sra. Woolf cuando le confesó
a su Diario que estaba escribiendo Al Faro con suma “rapidez y libertad”,
de modo que el subrayado daría pie a cuestionar posteriormente tanto la
distancia emocional necesaria para la revisión autobiográfica basada en aquel
último veraneo de 1894 con su familia de clase media-alta en St. Ives, como el
compromiso de búsqueda artística del “camino correcto” previo a su reconocimiento
institucional definitivo. En todo caso, podrían aceptarse, tal vez, estas dos
líneas directrices de la interpretación de su obra: por un lado, la de la
recreación meditativa a partir del reflejo de su propia relación con padres y
familia, donde el propósito terapéutico de liberarse de la obsesión con la
madre se logra gracias al reconocimiento armonizador de la figura central en un
contexto condicionado socialmente, pero también particularizado, e
infinitamente enriquecido, en su devenir existencial; por otro lado, no sólo el
propósito artístico, filosófico de cuestionar el modo de representación
clásico, en su caso victoriano, de la realidad, sino también la ejercitación
misma de la imposibilidad de acceder al conocimiento de la verdad, de la
existencia misma de una verdad inamovible, común.
En el primer acercamiento, el conjunto de
personajes ofrece un desarrollo poliédrico. Todos se definen a partir de su
relación con Mrs. Ramsey, trasunto de la propia madre, cuya proyección sigue
siendo completa en las secciones tras su muerte. Su configuración como emblema
de la mujer victoriana, cohesionadora familiar y social, protectora de todos
sin ser de todos querida, moderadamente cultivada, desinteresada
intelectualmente, sacrificada en su intimidad, apegada a la complacencia social,
convencional y normativa (el triunfo de la cena), no le impide asumir ese velo
del misterio (se movía en el
indescriptible aire de esperar algo) que la encarece como personaje y tal
vez la engrandece, a ojos de la autora, como trasunto terapéutico. Bajo ese
velo, en su intimidad conocida por el lector e intuida por los personajes, se
identifica con la luz esperanzada, ordenadora del faro (hasta que se convertía en aquello que miraba: aquella luz) sobre el
que, independientemente de los valores simbólicos inconcretos, más sugeridos
que determinados, han de converger todas las líneas compositivas y
significativas de la novela. El marido-padre se ubica en una capa secundaria
del conjunto (por delante del cientificista Bamkers, del más neutro y potencial
reflejo de la expectativa del lector, Carmichael, y de los ocho hijos), con su
impostura, más ridiculizada amablemente que amargamente criticada, de erudito
de bajo vuelo y escaso fondo, compilador fracasado de biografías que, en su
enajenamiento, se pierde la vida de su entorno, y en la amalgama de sus
exabruptos iracundos, de la exhibición caprichosa y a veces cruel de su
egotismo y de su dependencia infantil, desmiente el único principio por el que
se le respeta, el del incorruptible defensor victoriano de la verdad (y de su
mano, la sinceridad, la honradez: no
sabía mentir, nunca desfiguraba la naturaleza de un hecho cierto… con la
realidad no se puede jugar), con el engaño disimulado de los inexistentes
amor de su mujer y reconocimiento debido de su hijos. Este, en cierto modo,
bufón del patriarcado clásico queda reforzado, finalmente, con la contrafigura
exacerbada de Charles Tamsley, como representantes del grillete conservador a
lo femenino (como también el padre de Virginia pretendía inhibir sus impulsos
artísticos).
Pintura de Inmaculada Martín |
Frente a estos últimos y en cierto modo
frente a todos, se levanta y también se construye, a través de la evolución que
le permite la maduración en el tiempo (evolución como artista, rechazo del
matrimonio, cuestionamiento de los Ramsey), la figura que, como alter ego de la
otra autora, está en una esfera superior porque ofrece la base de comprensión
final de la obra a través de la analogía entre su cuadro y la configuración de
la novela, que acaban en el mismo momento tras un rapto enumerativo de la
pintora que podría estar en boca de la escritora: había perdido el conocimiento del mundo exterior, y se olvidaba de su
nombre y personalidad y aspecto…, su nombre continuaba arrojando, desde lo más
hondo, escenas, nombres, dichos, recuerdos e ideas. Lily Briscoe puede
completar su lienzo después de haber resuelto los problemas de representación
en relación a los volúmenes y las manchas de color que se plantean en la
primera sección: la búsqueda de la verdad psicológica desde la perspectiva de
individuo es superior a la presunta fidelidad al objeto referido, a la
apariencia real. Consigue terminar el cuadro precisamente a través del filtro
personal de la rememoración, cuando los objetos referidos ya no existen con su
confusa apariencia de realidad: ya desaparecida Mrs. Ramsley y ausente el
sobreprotegido James, de excursión con su antagonista padre precisamente al
faro con cuyo tercer destello luminoso se identificaba la madre, la artista
puede pintar su representación reducida a líneas (quienquiera que fuese se había quedado en su interior, y se había
acomodado de forma que por una verdadera suerte proyectaba una sombre en forma
de triángulo irregular sobre el escalón) y ubicar en una compensación
estética e instintiva los volúmenes (no
había razón alguna, excepto que si allí, en aquel rincón había luz, aquí, en
este otro, ella sentía la necesidad de oscuridad), descubriendo así, para
sí misma, como superación del realismo representativo, las tendencias del arte
abstracto y expresionista.
Por su lado, la escritora se apoya en los
esfuerzos evolutivos de Briscoe (esta ha
sido mi visión es la frase que cierra el libro) como soporte teórico de su
filosofía y práctica literaria: en Al
faro cada personaje ofrece una imagen particular de cada uno de los demás a
través de sus monólogos interiores, de modo que a veces resulta difícil saber
quién está hablando porque lo relevante es que se hace desde la perspectiva de
alguien, y a veces se alcanza un conjunto de voces que parecen apuntar hacia la
existencia de un coro indeterminado en el que también, a veces, está presente
indudablemente la voz de la autora disimulada como un personaje más. El hecho
de que cada elemento del libro esté ligado al observador que lo presenta en su
íntima reflexión dificulta evidentemente la lectura, sobre todo para quien aún
mantiene la aspiración de una verdad inamovible transmitida por un narrador
incuestionado, pero denuncia la imposibilidad del conocimiento humano objetivo,
que necesariamente se presenta fraccionado e incompleto.
Carlos Salvador Martín
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