LAS NUBES
Calixto y
Melibea se casaron —como sabrá el lector si ha leído La Celestina[1]— a
pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían en el
jardín. Se enamoró Calixto de la que después había de ser su mujer un día que
entró en la huerta de Melibea persiguiendo un halcón. Hace de esto dieciocho
años. Veintitrés tenía entonces Calixto. Viven ahora marido y mujer en la casa
solariega de Melibea; una hija les nació, que lleva, como su abuela, el nombre
de Alisa[2].
Desde la ancha solana que está a la puerta[3]
trasera de la casa se abarca toda la huerta en que Melibea y Calixto pasaban
sus dulces coloquios de amor. La casa es ancha y rica; labrada escalera de
piedra arranca de lo hondo del zaguán. Luego, arriba, hay salones vastos,
apartadas y silenciosas camarillas, corredores penumbrosos con una puertecilla
de cuarterones en el fondo, que, como en Las
Meninas de Velázquez, deja ver un pedazo de luminoso patio. Un tapiz de
verdes ramas y piñas gualdas sobre un fondo[4]
bermejo cubre el piso del salón principal; el salón, donde en cojines de seda
puestos en tierra se sientan las damas. Acá y allá destacan silloncitos de
cadera guarnecidos de cuero rojo o sillas de tijera con embutidos mudéjares; un
contador con cajonería de pintada y estofada talla, guarda papeles y joyas; en
el centro de la estancia, sobre la mesa de nogal, con las patas y las
chambranas talladas, con fiadores de forjado hierro, reposa un lindo juego de
ajedrez con embutidos de marfil, nácar y plata; en el alinde de un ancho espejo
refléjanse las figuras aguileñas sobre fondo de oro de una tabla colgada en la
pared frontera.
Todo es paz y
silencio en la casa. Melibea anda pasito por cámaras y corredores. Lo observa
todo, ocurre a todo. Los armarios están repletos de nítida y bienoliente ropa,
aromada por gruesos membrillos. En la despensa, un rayo de sol hace fulgir la
ringla de panzudas y vidriadas orcitas talaveranas. En la cocina son espejos
los artefactos y cacharros de azófar que en la espetera cuelgan, y los cántaros
y alcarrazas obrados por la mano de curioso alcaller en los alfares vecinos
muestran bien ordenados su vientre redondo limpio y rezumante. Todo lo previene
y a todo ocurre la diligente Melibea; en todo pone sus dulces ojos verdes. De
tarde en tarde, en el silencio de la casa, se escucha el lánguido y melodioso
son de un clavicordio: es Alisa que tañe. Otras veces, por los viales de la
huerta se ve escabullirse calladamente la figura alta y esbelta de una moza: es
Alisa que pasea entre los árboles. La huerta es amena y frondosa. Crecen las
adelfas a par de los jazmineros; al pie de los cipreses inmutables ponen los
rosales la ofrenda fugaz —como la vida— de sus rosas amarillas, blancas y
bermejas. Tres colores llenan los ojos en el jardín: el azul intenso del cielo,
el blanco de las paredes encaladas y el verde del boscaje. En el silencio se
oye —al igual de un diamante sobre un cristal— el chiar de las golondrinas que
cruzan raudas sobre el añil del firmamento. De la taza de mármol de una fuente
cae deshilachada, en una franja, el agua. En el aire se respira un penetrante
aroma de jazmines, rosas y magnolias. «Ven por las paredes de mi huerto», le
dijo dulcemente Melibea a Calixto hace dieciocho años[5].
***
Calixto está
en el solejar[6], sentado junto a uno de
los balcones. Tiene el codo puesto en el brazo del sillón y la mejilla
reclinada en la mano. Hay en su casa bellos cuadros; cuando siente apetencia de
música, su hija Alisa le regala con dulces melodías; si de poesía siente ganas,
en su librería puede coger los más delicados poetas de España e Italia. Le
adoran en la ciudad; le cuidan las manos solícitas de Melibea; ve continuada su
estirpe, si no en un varón, al menos, por ahora, en una linda moza de viva
inteligencia y bondadoso corazón. Y sin embargo, Calixto se halla absorto, con
la cabeza reclinada en la mano. Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, ha escrito en
su libro:
…et crei la fabrilla
que dis: Por lo pasado no estés mano
en
mejilla.[7]
No tiene
Calixto nada que sentir del pasado; pasado y presente están para él al mismo
rasero de bienandanza. Nada puede conturbarle ni entristecerle. Y sin embargo,
Calixto, puesta la mano en la mejilla, mira pasar a lo lejos sobre el cielo
azul las nubes.
Las nubes nos
dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como el mar—
siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas cómo nuestro ser y
todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas —tan fugitivas—
permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos las miraron hace
doscientos, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas
pasiones y las mismas ansias que nosotros. Cuando queremos tener aprisionado el
tiempo —en un momento de ventura— vemos que van pasado ya semanas, meses, años.
Las nubes, sin embargo, que son siempre distintas en todo momento, todas los
días van caminando por el cielo. Hay nubes redondas, henchidas de un blanco
brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los cielos
traslúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso.
Las hay grises sobre una lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos
inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como
velloncitos iguales e innumerables que dejan ver por entre algún claro un
pedazo de cielo azul. Unas marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente.
Algunas, de color de ceniza, cuando cubren todo el firmamento, dejan caer sobre
la tierra una luz opaca, tamizada, gris, que presta su encanto a los paisajes otoñales.
Siglos después
de este día en que Calixto está con la mano en la mejilla, un gran poeta
—Campoamor— habrá[8] de dedicar a las nubes un
canto en uno de sus poemas titulado Colón.[9] Las
nubes —dice el poeta— nos ofrecen el espectáculo de la vida. La existencia, ¿qué
es sino un juego de nubes? Diríase que las nubes son «ideas que el viento ha
condensado»; ellas se nos representan como un «traslado del insondable
porvenir». «Vivir —escribe el poeta— es ver pasar». Sí; vivir es ver pasar: ver
pasar allá en lo alto las nubes. Mejor diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver todo un retorno perdurable[10],
eterno; ver volver todo —angustias, alegrías, esperanzas—, como esas nubes que
son siempre distintas y siempre las mismas, como esas nubes fugaces e
inmutables.
Las nubes son
la imagen del tiempo. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta
el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el
porvenir?[11]
***
En el jardín
lleno de silencio se escucha el chiar de las rápidas golondrinas. El agua de la
fuente cae deshilachada por el tazón de mármol. Al pie de los cipreses se abren
las rosas fugaces, blancas, amarillas, bermejas. Un denso aroma de jazmines y
magnolias embalsama el aire. Sobre las paredes de nítida cal resalta el verde
de la fronda; por encima del verde y del blanco se extiende el añil del cielo.
Alisa se halla en el jardín sentada, con un libro en la mano. Sus menudos pies
asoman por debajo de la falda de fino contray; están calzados con chapines de
terciopelo negro adornados con rapacejos y clavetes de bruñida plata. Los ojos
de Alisa son verdes, como los de su madre; el rostro más bien alargado que
redondo. ¿Quién podría contar la nitidez y sedosidad de sus manos? Pues de la
dulzura de su habla, ¿cuántos loores no podríamos decir?[12]
En el jardín
todo es silencio y paz. En el alto de la solana, recostado sobre la barandilla,
Calixto contempla extático a su hija. De pronto un halcón aparece, revolando
rápida y violentamente por entre los árboles. Tras él, persiguiéndole todo
agitado y descompuesto, surge un mancebo. Al llegar frente Alisa se detiene
absorto, sonríe y comienza a hablarle.
Calixto lo ve
desde el carasol y adivina sus palabras. Unas nubes redondas, blancas, pasan
lentamente sobre el cielo azul en la lejanía.
Azorín: Castilla. Ed. Juan Manuel Rozas. Labor, 1973, pp. 133-138
[1] Sólo de
tarde en tarde se muestra Azorín irónico con el lector, como en este
paréntesis, en el que indica la técnica que van a tener los siguientes
capítulos: continuar, con distinto final, un texto clásico.
[2] En
efecto, Alisa se llama, en la obra de Rojas, la madre de Melibea. Pero en ABC Azorín las llamó Lucrecia a ambas,
confundido, tal vez con la criada de la protagonista que así se llama.
[3] ABC, 1912 y 1943: parte,
que parece mejor lectura.
[4] 1912 y 1943: sobre fondo.
[5] ABC: veintitrés años. Y en la cita, seguramente por errata, huerta por huerto.
[6]ABC: solana.
[7] Versos de la estrofa 179.
En la ed. de Manuel Criado de Val y E. W. Naylor, Madrid, CSIC, 1965, pág. 53,
se da la lectura siguiente: …e crey la fabrilla / que diz: “por lo perdido non
estes mano en mexilla”. Y lo mismo en las eds. de Chiarini, Cejador, etc.
[8] ABC: había.
[9] Es
uno de los poemas más ambiciosos que escribió Campoamor. La cita corresponde al
principio del Canto XII, titulado precisamente Las nubes, cuyos primeros versos
son: “Vivir es ver pasar. Ya iba
alboreando / del dieciocho de septiembre el día, / cuando estaban las gentes
contemplando / las mil nubes y mil que el sol tenía. / Tantas nubes tan varias,
revolando, / el juego de la vida parecía. / Y, bien pensado al fin, ¿qué es en
la esencia / más que un juego de nubes la existencia?”. Por la coincidencia de
títulos y conceptos se ve que el influjo del poema de Campoamor es fundamental
para este capítulo. […] La influencia de Campoamor ha sido admitida por Azorín
en Clásicos y modernos (II, 901). Al
poeta de las Doloras le ha dedicado
varios estudios (II, 852-57; VII, 755-61, etc.).
[10] ABC, 1912 y 1943: Es ver
volar todo en un retorno perdurable.
[11] 1912 y 1943,
respectivamente: lo por venir y lo porvenir. Esta última forma es la usada en ABC.
[12] Imita con estas
interrogaciones retóricas el lenguaje de La Celestina y, en general, del siglo XV.
José Martínez Ruiz, Azorín, (1873-1967) fue un escritor español, miembro de la Generación del 98. Nació en Monóvar (Alicante) en una familia acomodada de ideología tradicional. Tras estudiar en el colegio de los Escolapios de Yecla, inició Derecho en la Universidad de Valencia, pero pronto decidió dedicarse al periodismo.
Durante su juventud simpatizó con el anarquismo, aunque a partir de 1897 fue moderando su posición hasta llegar a ser elegido diputado por el Partido Conservador de Maura en 1907. En 1896 se trasladó a Madrid, donde, salvo breves interrupciones, vivirá hasta su muerte. Allí conoció a otros escritores, entre ellos, a Pío Baroja y a Ramiro de Maeztu, con quienes formará el grupo de "los Tres". Juntos participarán en diversos actos -como la difusión de un Manifiesto, en 1901, en el que denuncian los males del país: la "descomposición" de la "atmósfera moral", la desorientación de la juventud...- que darán pie a la formación de la generación del 98.
En los primeros años del siglo XX publica sus primeras novelas, de carácter autobiográfico y centradas en lo subjetivo y personal: La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo, publicada en 1904, año en que adopta definitivamente el seudónimo "Azorín" y abandona la novela para pasar a escribir una serie de textos de difícil clasificación que suelen considerarse como ensayos. La mayor parte de estos libros son recopilaciones de artículos de prensa en los que intenta captar la realidad española y la esencia de lo intemporal a través de detalles de la vida cotidiana, llenos de nostalgia por el paso del tiempo -El alma castellana (1900), Los pueblos (1905), La ruta de don Quijote (1905), Castilla (1912)-; otros de tema político o sobre temas literarios, como Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), en el que acuña la etiqueta de "generación del 98", Al margen de los clásicos (19015) o Con Cervantes (1945). A partir de 1922 escribirá otra vez novelas, en las que predomina una voluntad experimental: Don Juan (1922) o Doctor Death de 3 a 5 (1927). Es autor, asimismo, de algunas obras de teatro: La fuerza del amor (1901), Old Spain (1926) y Brandy, mucho brandy (1927).
En 1924 entró en la Real Academia Española. Durante la Guerra Civil se trasladó a París. Falleció en Madrid.
Como señala Juan Manuel Rozas, en "Las nubes", igual que en otros capítulos de Castilla, utiliza el argumento de un autor clásico (La Celestina, en este caso) para crear una ficción nueva que continúa la ideada por Fernando de Rojas, cambiando el desenlace y el género de la tragedia por el cuento. En la segunda parte, cuando Calixto medita contemplando las nubes, la narración se detiene para comentar el poema de Campoamor que da sentido al capítulo entero, cuyo tema es el paso del tiempo, un tiempo que se convierte en la tragedia cotidiana de los personajes a quienes Azorín ha resucitado, según explica Rozas en el prólogo a su edición:
Durante su juventud simpatizó con el anarquismo, aunque a partir de 1897 fue moderando su posición hasta llegar a ser elegido diputado por el Partido Conservador de Maura en 1907. En 1896 se trasladó a Madrid, donde, salvo breves interrupciones, vivirá hasta su muerte. Allí conoció a otros escritores, entre ellos, a Pío Baroja y a Ramiro de Maeztu, con quienes formará el grupo de "los Tres". Juntos participarán en diversos actos -como la difusión de un Manifiesto, en 1901, en el que denuncian los males del país: la "descomposición" de la "atmósfera moral", la desorientación de la juventud...- que darán pie a la formación de la generación del 98.
En los primeros años del siglo XX publica sus primeras novelas, de carácter autobiográfico y centradas en lo subjetivo y personal: La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo, publicada en 1904, año en que adopta definitivamente el seudónimo "Azorín" y abandona la novela para pasar a escribir una serie de textos de difícil clasificación que suelen considerarse como ensayos. La mayor parte de estos libros son recopilaciones de artículos de prensa en los que intenta captar la realidad española y la esencia de lo intemporal a través de detalles de la vida cotidiana, llenos de nostalgia por el paso del tiempo -El alma castellana (1900), Los pueblos (1905), La ruta de don Quijote (1905), Castilla (1912)-; otros de tema político o sobre temas literarios, como Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), en el que acuña la etiqueta de "generación del 98", Al margen de los clásicos (19015) o Con Cervantes (1945). A partir de 1922 escribirá otra vez novelas, en las que predomina una voluntad experimental: Don Juan (1922) o Doctor Death de 3 a 5 (1927). Es autor, asimismo, de algunas obras de teatro: La fuerza del amor (1901), Old Spain (1926) y Brandy, mucho brandy (1927).
En 1924 entró en la Real Academia Española. Durante la Guerra Civil se trasladó a París. Falleció en Madrid.
Como señala Juan Manuel Rozas, en "Las nubes", igual que en otros capítulos de Castilla, utiliza el argumento de un autor clásico (La Celestina, en este caso) para crear una ficción nueva que continúa la ideada por Fernando de Rojas, cambiando el desenlace y el género de la tragedia por el cuento. En la segunda parte, cuando Calixto medita contemplando las nubes, la narración se detiene para comentar el poema de Campoamor que da sentido al capítulo entero, cuyo tema es el paso del tiempo, un tiempo que se convierte en la tragedia cotidiana de los personajes a quienes Azorín ha resucitado, según explica Rozas en el prólogo a su edición:
Frenada la tragedia, el grito de dolor, el planto de Pleberio, sólo queda vivir en paz, en el tiempo. Pero este tiempo, alargado para los héroes tras su resurrección, desemboca de nuevo en dos calles sin salida. Una, en la tercera parte del capítulo, el eterno retorno. Alisa y el joven del halcón vuelven a ser Calixto y Melibea. Otra, en la parte central: el hombre está preso de su tiempo, de su meditación en su tiempo, porque está hecho para morir y para darse cuenta de su cotidiana y anodina agonía. El eterno retorno de las cosas y la cotidianidad aburrida de los días es un freno a la tragedia de la pasión y el grito (muerte y suicidio), pero es una tragedia más honda, segura y consciente. Ese mundo igual y monótono de Calixto y ese eterno retorno de las cosas es la esencial tragedia del hombre, y es el centro de la meditación literaria de Azorín. No quiere el final de la tragedia. Pero sí le interesa la otra tragedia, la cotidiana, la invisible destrucción del hombre por el tiempo.
Me ha gustado mucho este cuento de Azorín y la eterna repetición de la conducta humana.
ResponderEliminarEs que nunca he leído nada de Azorín fuera de los fragmentos en los libros de texto; siempre me parece como de la segunda división de la Generación del 98, y eso que es su ideólogo. Además su conversión ideológica me lo hacen un poco antipático (soy muy joven todavía jeje) porque al contrario que Baroja que inteligentemente cambió para no creer en nada, éste, ingenuamente, puso sus esperanzas en algo que antes le había parecido mal.
Carlos San Miguel