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domingo, 24 de febrero de 2019

"Los trescientos escalones", de Francisca Aguirre




LOS TRESCIENTOS ESCALONES


Estaba todo quieto en la casa apagada.
Hasta el día siguiente, hasta sabe Dios cuándo
el silencio reinaba como un ídolo antiguo.
No funcionaban las leyes del tráfico,
esas imprescindibles ordenanzas
que hay que acatar para transitar el pasillo.
Es como si la noche propusiera una tregua,
como si al apagar la luz se apagara el peligro.
Escucho. Nada. Todos callan unánimes.
Mirar la oscuridad es profesar de muerto:
los ojos van de lo negro que nos habita
a lo negro que nos envuelve.
Somos los apagados, los ausentes,
los que gavillan tiempo en sus muñecas,
somos los auditores del silencio
y ese silencio es como un túnel por el que solo avanza el tiempo.
No ver, no estando ciegos, es hundirse en el tiempo.

El armario, con su puerta entreabierta, da a las costas de Francia.
Oigo los barcos que salen o entran por el puerto del Havre.
Veo tres niñas muy contentas, en Barcelona,
porque se iban de viaje:
se acababan los bombardeos,
ya no tendrían que esconderse debajo de aquella escalerita
que conducía a las habitaciones superiores
mientras oían, espantadas, el agudo silbido de las bombas.
Nos íbamos, nos íbamos a Francia.
Y así llegamos a Bañolas:
nosotras contentísimas de ver el lago,
papá, mamá y la abuela
arrastrando su corazón, empujándolo a la frontera.
París fue para mí, durante mucho tiempo, un gato.
Había un gato en aquella pobre pensión en que vivimos,
un gato que dormía al lado de una estufa.
Yo nunca vi París: tan solo vi ese gato.

Y nos fuimos al Havre para tomar un barco.
Nosotras con dos muñecos y un monito,
papá con su caja de pinturas y un sueño acorralado,
un sueño convertido en pesadilla,
un sueño multitudinario
arrastrado como único equipaje
por una inmensa procesión de solos.
Pero aquel barco no llegó a su puerto:
esperamos, mientras mamá, para alumbrarnos,
cantaba algunos días El niño judío: "De España vengo, soy española".

No llegó el barco. Llegaron aviones alemanes.
Hubo que caminar a gatas por las habitaciones del hotel,
que estaba frente al puerto.
Aquel hotel tenía un nombre,
se llamaba La Rotonde de la Gare.
Papá pintaba. Y, como Modigliani,
iba a ofrecer sus cuadros a las gentes. Tampoco a él le compraban.
Nosotras aprendimos francés en dos semanas.

El reloj de La Gare ha dado un cuarto,
papá me dice que levante la cara un poco más,
dos o tres pinceladas y termina el retrato.
Mi padre, no sé bien por qué, me pintó de japonesa.
Para siempre quedé con mi abanico,
con los ojos ligeramente oblicuos y asombrados,
en una edad más bien indefinida
y con una diadema de pensamientos sobre el pelo.

Papá, vamos al puerto, vamos al puerto ahora que hay tiempo
y luego vámonos corriendo a ver el Bois del Hallates,
vamos, que se perdió tu cuadro y ya solo podré verlo contigo y
                                                                                       [para siempre.

Papá, perdimos tantas cosas
además de la infancia y los trescientos escalones que tú pintaste
nunca he sabido si para decirnos que había que subirlos o bajarlos.
Y ahora pienso, desde tu mano que me ayudaba a recorrerlos,
que tal vez me dijiste entonces
que había que subirlos y bajarlos
y para eso los pintaste
y para eso pasaste días enteros
pintando una escalera interminable,
una hermosa escalera rodeada de árboles y árboles,
llena de luz y amor,
una escalera para mí,
una escalera para que pudiera subir,
vivir,
y una escalera para descender,
callar,
y sentarme a tu lado como entonces.

Me he levantado para cerrar la puerta del armario.
Está mi casa sosegada,
apenas en el aire zumba tenue la remota sirena de un barco.
Los que más amo duermen:
mi hija arropada en sus nueve años
y Félix indefenso ante sus treinta y ocho.
Al fin se extingue el eco de los barcos.
Vuelvo a la cama.
—Buenas noches, papá. Hasta mañana si Dios quiere. Que descanses.


                                De Los trescientos escalones, 1977

"Los trescientos escalones" es el poema clave que da nombre al segundo poemario de Francisca Aguirre, con el que ganó el Premio Ciudad de Irún en 1976. Toma su título de un cuadro perdido del padre de la autora, el pintor Lorenzo Aguirre, que fue también policía y ocupó cargos de responsabilidad durante la Segunda República. En él, la escritora rememora el pasado y desvela algunas claves fundamentales de su existencia: el exilio, la estancia en París y en el puerto de Le Havre esperando un barco que los trasladase a América, la llegada de los alemanes y el regreso a España, donde su padre fue detenido, condenado a muerte y ejecutado en la cárcel madrileña de Porlier bajo la acusación de auxilio a la rebelión.

Francisca Aguirre. Al fondo, el cuadro Japonesita,
 pintado por su padre en 1940. [Ed. Tigres de papel]
El poema está dedicado a sus hermanas, Susy y Margara, porque, como afirma Emilio Miró, en el prólogo a Ensayo general. Poesía completa (1966-200), "las tres se repartieron la orfandad, el miedo y el hambre, en un país y un tiempo terribles".

En entrevista concedida a Noni Benegas ("Francisca Aguirre: Las palabras y la memoria histórica son mis dos grandes amores", en www.cervantesvirtual.com), desvela su intención al escribir este poemario en la casa alquilada por su abuela en 1940, la casa donde sigue viviendo la autora y donde comenzó su idilio con las palabras:
Aquí rememoré los mágicos días que mis hermanitas y yo vivimos en Le Havre y fue aquí donde tras atravesar el infierno que fue la vuelta a España, recuperé, llena de nostalgia y miedo, los cantarines descensos de los trescientos escalones de Le Havre cogidas de la mano de papá hasta llegar al jardín donde él instalaba su caballete y pintaba mientras canturreaba. Duró poco ese tiempo. Un par de meses después empezaron los bombardeos alemanes. Pero ya para siempre mis hermanas y yo recordaremos a papá pintando y cantando mientras nosotras jugábamos al corro o saltábamos a la comba. Cuando escribí Los trescientos escalones solo pretendía, además de conservar los detalles de aquel tiempo, dejar constancia de que, a pesar de la desdicha y el horror de la guerra, aquellas tres niñas y su padre fueron felices bajo el cielo de Le Havre. Tanto mis hermanas como yo hemos tenido la suerte de tener una madre que nunca nos permitió olvidar todo lo hermoso que le debíamos a nuestro padre, siempre nos recordaba cómo cantaba, cómo nos mecía con sardanas, cómo nos llevaba a caballito a dormir. Y sobre todo, el extraordinario y feliz pintor que fue.
Porque,  como observa Santos Domínguez (encuentrosconlasletras.blogspot.com), Los trescientos escalones es también "una obra celebratoria en la que hay un homenaje constante a lo que nos salva de la desgracia": la amistad, la literatura, la música o la pintura.
Francisca Aguirre y Guadalupe Grande, su hija. Foto: Demian Ortiz

La  de Francisca Aguirre fue una de las muchas familias que se vieron obligadas a salir de España en los primeros meses de 1939: se calcula que, entre el 28 de enero y el 13 de febrero, 475.000 españoles cruzaron a Francia desde Cataluña huyendo del avance de las tropas franquistas, en lo que se conoce como La Retirada. La autora recuerda que su padre le contó que a la vez cruzó el poeta Antonio Machado, el que después se convertiría para ella -considerada la más machadiana de los poetas de su generación- en  "el primero de sus dioses literarios". Sin embargo, no llegó a ver a don Antonio, como lamenta en otro de los poemas de Los trescientos escalones, "Frontera", que puedes escuchar recitado por la autora:



Actualización (14/04/2019):
Francisca Aguirre falleció el 13 de abril de 2019 en su domicilio de Madrid, a los 88 años.

Otros poemas de la autora en este blog:

2 comentarios:

  1. Esta señora me parece una extraordinaria poeta.
    Lo que cuenta aquí, estos días de huída de miles de refugiados afganos ante los bárbaros barbados ésos, está de plena actualidad.
    Carlos San Miguel

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  2. Impresiona la expresión del alma de Paca en el contexto histórico en el que los desastres de las políticas europeas y la confluencia de los desastres bélicos que enfrentan a los seres humanos por sus planteamientos religiosos e ideológicos y la nostalgia del exilio forzoso y la coincidencia en el sufrimiento con su admirado poeta Antonio Machado.

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