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jueves, 31 de octubre de 2024

La muerte de la persona amada



Así como aquella fue la última vez que oí hablar a Dato, a las cinco de la tarde del día siguiente fue la primera vez que vi a Natalia Manur sin su acompañante, quien, en efecto -obediente, venal, desdoblado, pero también sujeto a sus elecciones-, no nos siguió aquella tarde de nubes verdosas y anaranjadas y de mucho viento, cuando Natalia Manur y yo entramos juntos en la habitación alquilada de aquel hotel más bien sórdido porque no teníamos dónde ir en aquella ciudad que una vez había sido la ciudad de ambos. Yo cerré la puerta y, casi sin saberlo, hice llover besos sobre su rostro con callado ardor, como si tuviera prisa por llegarle al alma. Besé sus mejillas pálidas, su dura frente, sus pesados párpados, sus grandes y desvaídos labios. Y, casi sin saberlo, ella se sintió levantada por mi poderoso abrazo, como si yo hubiera lanzado una ola sobre su cabeza que la agotaría con su solo paso.

 

                                                                                              ***

Cuando mueras yo te lloraré de veras. Yo me acercaré hasta tu rostro transfigurado para besarte con desesperación los labios en un último esfuerzo, lleno de presunción y de fe, para devolverte al mundo que te habrá relegado. Yo me sentiré herido en mi propia vida, y consideraré mi historia partida en dos por ese momento tuyo definitivo. Yo cerraré tus reacios y sorprendidos ojos con mano amiga, y velaré tu cadáver emblanquecido y mutante durante toda la noche y la inútil aurora que no te habrá conocido. Yo retiraré tu almohada, yo tus sábanas humedecidas. Yo, incapaz de concebir la existencia sin tu presencia diaria, querré seguir sin dilación tus pasos al contemplarte exánime. Yo iré a visitar tu tumba, y te hablaré sin testigos en lo alto del cementerio tras haber ascendido por la pendiente y haberte mirado con amor y fatiga a través de la piedra inscrita. Yo veré anticipada en la tuya mi propia muerte, yo veré mi retrato y entonces, al reconocerme en tus facciones rígidas, dejaré de creer en la autenticidad de tu expiración por dar ésta cuerpo y verosimilitud a la mía. Pues nadie está capacitado para imaginar la muerte propia.

                                                                                                 ***


Fragmento de la novela  El hombre sentimental, Anagrama, 1986, de Javier Marías

 


 

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