EL BLOG DE LA BIBLIOTECA DEL IES "GOYA" DE ZARAGOZA


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miércoles, 26 de junio de 2024

'No te veré morir', de Antonio Muñoz Molina

Grupo de lectura: “Leer juntos” del IES Goya

Sesión del 27 de mayo de 2024

Autor: Antonio Muñoz Molina

Obra comentada: No te veré morir. Seix Barral, 2023, 240 págs.



Antonio Muñoz Molina (Úbeda 1956). Entre otros muchos méritos reconocidos, podemos destacar que es académico de la RAE desde 1996 y Premio Príncipe de Asturias de 2013. Fue director del Instituto Cervantes de Nueva York entre 2004 y 2006.

En su página web escribe: “… defiendo la instrucción pública y la sanidad pública, el respeto escrupuloso de la igualdad democrática, la igualdad de hombres y mujeres, el derecho de cada uno a elegir su forma de vivir y, si es preciso, de morir dentro de la conciencia de nuestra responsabilidad como ciudadanos”.

No te veré morir

La primera parte de la novela de Muñoz Molina No te veré morir (2023),  aunque escrita en tercera persona, crea la  sensación de un monólogo interior en el que el protagonista, Gabriel Aristu, se describiese a sí mismo. En un continuo relato sin puntos, ni seguidos ni aparte, vemos al personaje que, a retazos en el tiempo, nos cuenta su biografía. Los problemas de su padre durante la guerra y tras ella, que van a influir decisivamente en su orientación educativa y profesional. Admite su sumisión cobarde a los deseos de su familia, que no percibe como imposiciones sino como una deuda. Abandona su afición, el cello. Abandona a su amor, Adriana Zuber, y abandona España para triunfar económica y socialmente en Estados Unidos.

Sabremos luego que, como el arpa de Bécquer, Adriana y el cello están ahí constantemente apartados; en este caso, ciertamente no olvidados. Gabriel guarda las partituras firmadas por Casals, pero renuncia a una vida en el mundo musical. Sueña con Adriana, guarda sus cartas, pero renuncia a una vida de amor con ella.

En la segunda parte tenemos un nuevo narrador, esta vez en primera persona, que de momento parece un espectador anónimo; sólo al final de la novela conoceremos su nombre, Julio Máiquez. Es, en realidad, un personaje secundario que el azar convierte en imprescindible cuando casualmente menciona a la profesora Adriana H.  Zuber, un nombre que vuelve y revuelve el pasado de Gabriel.  

Máiquez es un triunfador que podríamos definir de segunda, una especie de “contrahéroe” de Aristu. Ambos emigrados a Estados Unidos: Aristu, por su opción personal, no volverá a ver en cuarenta y siete años a su único amor verdadero; Máiquez, forzado por un divorcio del que ni él conoce las causas, añora a su hija a la que, a su pesar, nunca volverá a ver. Aristu llega a lo más alto en su profesión y vive en el Upper East Side, zona residencial para habitantes adinerados de Nueva York. Máiquez consigue labrarse un futuro aceptable como profesor universitario, pero no es lo que podría definirse como triunfador. Cuando menciona una de sus reuniones, Máiquez comenta que son amigos pero opuestos: “…rompiendo yo mi timidez y mi vergüenza y él su reserva, su hábito de presentar a los demás un personaje tan elaborado tan convincente, que él mismo acaba confundiéndolo con su verdadera identidad”.

Empieza recordando su cita con Aristu en Madrid, a la que, sorprendentemente, no acudió. En un continuo zigzag del tiempo vamos sabiendo sobre su vida, la de Aristu y la relación entre ambos. Termina mencionando otra vez esa cita que no se dio.

Conoceremos el porqué en la tercera parte. Un narrador omnisciente nos lo hace saber con los detalles del encuentro final de los dos protagonistas. El autor no ha querido recurrir ni a Adriana ni a Gabriel para que nos lo cuenten. Quiere que sea el lector quien opine, analice, interprete su desarrollo.

Todo el trascurso de la novela está encaminado hacia este reencuentro. Adriana, en su decrepitud física, le muestra a Gabriel, con toda la firmeza de cuando fue joven, lo que él había significado para ella, la necesidad que tenía de él, cómo había tenido a su hija por la violación de su propio marido, la agobiante decepción que supuso su abandono. Antes de emigrar, le suplicó que se quedara con ella. Ahora, le pide que la ayude a dejar esta vida. En lucha entre lealtad y traición, siempre hay alguien que, digamos, le facilita a Gabriel no asumir esas responsabilidades. En el pasado, los deseos de su familia. Ahora, la solicitud de la cuidadora, Fanny, siempre atenta a las necesidades de la señora.

En la cuarta parte vuelve Máiquez, en primera persona, a ser el informador. Constituye, en realidad, un epílogo a la vida de Gabriel Aristu.

Su amor de siempre le había pedido ayuda con total ausencia da amor: “a ella lo único que le importaba era morir cuanto antes”.

En resumen, un triunfador que renunció por cobardía y provocó un enorme desengaño y una gran amargura.

 

Cristina Baselga Mantecón

domingo, 23 de junio de 2024

"Solsticio", de Louise Glück

 



Solsticio

Cada año, en esta misma fecha, llega el solsticio de verano.
Luz suprema: hacemos planes para esto,
el día en que nos decimos
que el tiempo es en efecto muy largo, casi infinito.
Y en lo que leemos o escribimos, optamos
por lo celebratorio, por lo eufórico.

Hay en esos rituales algo aparte de asombro:
hay también una especie de enorgullecimiento,
como si el talento humano hubiera tenido parte en estos
     preparativos
y encontráramos satisfactorio el resultado.

Lo que sigue a la luz es lo que la precede:
un momento de equilibrio, de oscura equivalencia.

Pero esta noche nos quedamos en el jardín, sentados en
    las sillas de lona
hasta muy tarde, entrada ya la noche:
¿por qué mirar al futuro o al pasado?
Por qué vernos obligados a recordar:
lo llevamos en la sangre, este conocimiento.
La brevedad de los días; la oscuridad, el frío del invierno.
Lo llevamos en la sangre y en los huesos; en nuestra historia.
Hay que tener un don para olvidar estas cosas.

(De Las siete edades, trad. de Andrés Catalán, Visor, 2023)


Escrito en 2001, el noveno libro de la poeta estadounidense Louise Glück (Nueva York, 1943-Cambridge, Massachusetts, 2023), Premio Nobel de Literatura 2020, continúa la línea de su anterior libro, Vita Nova (1999). De este modo su discurso se desnuda de las referencias mitológicas y de la distancia oracular de otros libros para conectar de forma más directa y personal con el cuerpo y la experiencia sensual. Tomando el título del discurso sobre las siete edades del hombre de la comedia de William  Shakespeare Como gustéis, la poeta indaga una vez más en su propia vida, recorriéndola desde la infancia a la madurez, a la vez que no deja de preguntarse: "¿Por qué no? ¿Por qué no? ¿Por qué no deberían mis poemas imitar mi vida?". Así, tanto los poemas sobre la infancia compartida con su hermana como los que exploran su vida adulta dan muestra de la lucha de la poeta contra el instinto de trascender lo ordinario para en cambio aceptar "lo parcial, lo cambiante, lo mutable...", es decir, la vida tal y como es, la inmensidad de los detalles domésticos, no menos paradójicos o contradictorios por cercanos o cotidianos: bajo el verano luminoso de los poemas acecha la muerte inevitable de la misma manera que Shakespeare certificaba en su comedia cómo "hora tras hora, maduramos y maduramos / y también, hora tras hora, nos pudrimos y pudrimos".

[La información está tomada de la contraportada del libro]

-Encontrarás información sobre la autora, además de sus poemas "Eros" y "El triunfo de Aquiles": AQUÍ.

domingo, 16 de junio de 2024

"Las cicatrices" y otros cuatro poemas de Piedad Bonnett

 



Las cicatrices

No hay cicatriz, por brutal que parezca,
que no encierre belleza.
Una historia puntual se cuenta en ella,
algún dolor. Pero también su fin.
Las cicatrices, pues, son las costuras
de la memoria,
un remate imperfecto que nos sana
dañándonos. La forma
que el tiempo encuentra
de que nunca olvidemos las heridas.

Perlas

Como el molusco
los poetas tenemos una  belleza extraña,
que atrae y que repugna.
Nos gusta el fondo amargo de las aguas,
y en las profundidades vivimos, respiramos,
escondidos debajo de las conchas calcáreas
y a menudo aferrados a las piedras.
Cada tanto,
un elemento extraño nos invade,
se enquista en nuestra entraña
y comienza a crecer.
Una hermosa señal de que no estamos solos,
de que somos del mundo, para el mundo.
Amamos esa masa que crece en nuestros vientres,
que se hace dura y bella a expensas de lo blando.
La cerrazón asfixia, sin embargo.
Por eso nos abrimos y expulsamos
esas íntimas lágrimas,
casi siempre imperfectas.
Lo oscuro pare luz, y eso consuela.

(Explicaciones no pedidas, Visor, 2011)

Último instante

En qué pupila
quedaste tú grabado para siempre
aún vivo
pero volando triste hacia la muerte,
en el último instante,
el cielo a tus espaldas.
Quién te lleva dentro de sí,
como una pesadilla hacia la noche,
o una anécdota, un puro escalofrío
que aspira a remansarse en la palabra.
Quién vio lo que no vi,
lo que tan solo
a mí me pertenece:
tú como un ave inversa que se entrega,
oscura y sin plumaje,
derrotada.

(Los habitados, Visor, 2017)

Los hombres tristes no bailan en pareja

Los hombres tristes ahuyentan a los pájaros.
Hasta sus frentes pensativas  bajan
las nubes
y se rompen en fina lluvia opaca.
Las flores agonizan
en los jardines de los hombres tristes.
Sus precipicios tientan a la muerte.
En cambio,
las mujeres que en una mujer hay
nacen a un tiempo todas
ante los ojos tristes de los tristes.
La mujer-cántaro abre otra vez su vientre
y le ofrece su leche redentora.
La mujer niña besa fervorosa
sus manos paternales de viudo desolado.
La de andar silencioso por la casa
lustra sus horas negras y remienda
los agujeros todos de su pecho
Otra hay que al triste presta sus dos manos
como si fueran alas.
Pero los hombres tristes son sordos a sus músicas.
No hay pues mujer más sola,
más tristemente sola,
que la que quiere amar a un hombre triste.

(Tretas del débil, Punto de lectura, 2004)


De círculo y ceniza

Tu boca viene a mí, solo tu boca.
Viene volando, 
libélula de sangre, llamarada
que enciende esta mi noche de ceniza.
Toda la sal del mar habita en ella,
todo el rumor del mar,
toda la espuma.
Boca para los besos dibujada,
donde duerme tu lengua tentadora.
Todo el vino del mundo está en tu boca,
todo el pecado
y la inocencia toda.
Boca que calla y cuando dice, oculta.
Capaz de toda la verdad tu boca,
de toda la verdad y la mentira.
Ríe tu boca y se despierta el día.
(Relámpagos de nieve hay en tu risa).
Como un tropel de potros me atropellan
los besos de tu boca deliciosa;
tu boca, mariposa equivocada,
tu boca ajena que se desdibuja
en mi noche de círculo y ceniza.

(De círculo y ceniza, Ediciones Uniandes, 1989)

La escritora colombiana Piedad Bonnett (Amalfi, Antioquia, 1951) ha ganado el XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. El galardón, que convocan Patrimonio Nacional y la Universidad de Salamanca, tiene por objeto premiar el conjunto de la obra poética de un autor vivo que, por su valor literario, constituya una aportación relevante al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España. La gerente de Patrimonio Nacional destaca que Bonnett "es una voz actual de referencia en la poesía iberoamericana con un trato elaborado del lenguaje que le permite acercarse a la experiencia vital con profundidad y belleza y a responder con humanidad a la tragedia de la vida. Su poesía es luminosa, aun cuando trata temas arduos, como el desamor, la guerra, la pérdida o el duelo".

Los habitados, libro al que pertenece el tercer poema seleccionado, es un libro sobre el duelo, escrito a raíz del suicidio de su hijo Daniel de 28 años. Daniel padecía un trastorno esquizoafectivo que lo llevó a arrojarse desde la ventana de su apartamento en Nueva York en mayo de 2011.

-Encontrarás más información sobre la autora, así como sus poemas "Tareas diarias" y "El poema": AQUÍ.

[Imagen: manetti.com]

jueves, 13 de junio de 2024

"Lo mejor eran los pájaros", un cuento de Fernando Aramburu




Lo mejor eran los pájaros


    Mi hermano ha esperado a que su hija cumpliera nueve años para contárselo. Dice que antes habría sido demasiado pronto, que la pobre cómo iba a entender con lo tierna y lo frágil que es. En esto último mi hermano tiene toda la razón. Hijo mío, a veces pienso que a tu prima no la alimentan como Dios manda. O que ha contraído la anorexia a la edad en que otros niños se preparan para la primera comunión. El corazón me da un vuelco cuando le miro las piernas. Son tan delgadas que parece imposible que la criatura se pueda sostener. Para su último cumpleaños le regalamos tu padre y yo unos leotardos de lana. Es que nos apena que vaya por ahí enseñando los huesos. Yo rezo por las noches para que tú salgas más robusto. La doctora Gutiérrez me aconseja en cada revisión que te amamante por lo menos un año. Conque estate tranquilo, tesoro. Pecho no te va a faltar. Me importa un rábano si por cuidarte tengo que reducir mi horario en el instituto después que se me haya terminado la baja por maternidad. ¿Me voy a ocupar de los hijos de los demás y no del mío? En cuanto a lo del abuelo, te lo cuento ahora aunque no escuches, o quizá sí, quién sabe. En una revista he leído que algunas embarazadas ponen música cerca del vientre para que se oiga dentro. Pues te lo cuento ahora y te lo contaré más adelante y muchas veces mientras viva, porque es un crimen olvidar ciertas cosas. En tu familia, hijo, verás que hay de todo menos criminales. Te aseguro que en otras casas no pueden decir lo mismo. Allá cada cual con su conciencia. Al que no vas a encontrar es al abuelo Antonio. Tendrás su nombre como tu prima, la flaca y pálida María Antonia. Pero no lo tendréis a él ni ella ni tú. Os lo quitaron, hijo. Os lo quitaron un día en una tierra lejana, pronto hará veintitrés años. Tu madre andaba entonces por los doce recién cumplidos. Una monada de niña, no porque lo diga yo. Ya verás cuando nazcas y te enseñe fotografías. La melena me llegaba hasta media espalda. Después me la corté. De pura pena, ¿sabes? Y ya nunca me la dejé crecer. Es como un luto que he mantenido en secreto. A mí vestirme de zarrios negros, como las viejas de las aldeas, no me va.  Lo del pelo corto en señal de luto no se lo he contado a nadie, ni siquiera a tu padre. Sólo a ti, hijo mío, a ti solamente. Ya iba a terminar la primera hora de clase. A lo mejor no me acuerdo de lo que hice ayer. En cambio, de aquella mañana no he olvidado un detalle. Copiábamos en el cuaderno lo que la madre Jacinta escribía en el encerado. Había silencio en el aula. ¡Pues no eran poco severas las monjas de aquel colegio! Y de la madre Jacinta ni te cuento. Buena persona, catalana de Mataró, pero, ay, castigadora infatigable. Como te pillase distraída te mandaba escribir cien o doscientas veces la frasecita de rigor: "Debo prestar atención a las explicaciones de la madre profesora". Yo me sentaba cerca de una ventana. Desde mi sitio se podía ver un prado que terminaba en una hilera de árboles. Por detrás se levantaba un monte. En otoño subía hasta allí con mis amigas del pueblo a coger avellanas. Todo era muy verde y muy agradable a los ojos. Cuesta entender que en medio de tanta hermosura hubiera gentes empeñadas en causar el mayor daño posible. Yo era una alumna bastante espabilada. No lo digo por presumir. Acababa las tareas antes que muchas de mis compañeras y, si la monja de turno no se daba cuenta, me entretenía contemplando el paisaje. Lo mejor eran los pájaros. Los había de muchas clases. Blancos, verdes, sueltos, en bandadas... Una maravilla. A mí siempre me han gustado los pájaros. Quizá porque van y vienen a su antojo. No viven apegados a la tierra como la mayoría de la gente. Un pájaro no es de aquí ni de allá, sino de todos los lugares. Llega, se posa, se va. Eso me gusta, tesoro. También recuerdo que a menudo se veían vacas pastando la mar de tranquilas por el prado. Me daba por contarlas: once, doce, las que fueran. Otras veces había ovejas. Una mañana, qué risa, el carnero no paraba de perseguir a una de ellas. Nada más alcanzarla intentaba montarla. La oveja mordisqueaba la hierba como si nada. En el momento en que el otro le ponía las patas sobre el lomo, arrancaba a correr y dejaba al galán chasqueado. La escena se repetía sin variaciones. Se lo dije a la niña que se sentaba a mi derecha. Ésta se lo dijo a la siguiente y, en unos instantes, toda la clase tenía la cabeza vuelta hacia la ventana. Sonaron risas. La madre Jacinta quiso saber la causa de aquella animación a sus espaldas. La calmaron con un embuste. Aun así, la fila de las más sonrientes no se libró del castigo. Yo, ahora, hijo de mi vida, veo igual que si la tuviera delante a la madre Jacinta la mañana en que escribía en el encerado aquellos párrafos tediosos sobre los musgos y los helechos. Dios bendito, ¿cómo me puedo acordar de estas pequeñeces al cabo de tantos años? La madre Jacinta cuidaba mucho la letra. Escribía limpio y despacio, y a mí, entre una línea y otra, me daba tiempo para pasear la mirada por el paisaje. Así estaba cuando se produjo un estruendo ni lejos ni cerca. Las vacas levantaron a un tiempo la cabeza. Una bandada de palomas pasó volando a toda velocidad. En aquel momento no supuse que hubiese ocurrido nada grave. Pensé en alguna cantera de los alrededores o en la demolición de alguna nave industrial. El ruido había hecho temblar los vidrios. Me fijé asimismo en que la madre Jacinta se quedó varios segundos inmóvil  con la mano en alto y el trozo de tiza entre los dedos. Después miró su reloj. ¿Por qué lo miraría? Sin decir palabra, continuó escribiendo. Transcurrió una hora. Nosotras bajamos a jugar al patio, volvimos al aula al final del recreo y empezamos la clase de francés con la señorita Pilar, que no era monja. Hasta ahí todo como de costumbre. De pronto se abre la puerta. La madre Jacinta hace una seña imperiosa a la señorita Pilar para que salga al pasillo. A la señorita Pilar le falta poco para salir corriendo. La cara de la madre Jacinta trasluce una seriedad que no es de enfado. De eso no me cabe la menor duda. Es otra cosa que yo noto pero no comprendo. Bis bis bis, se les oye cuchichear a las dos. A mí se me figura que para entonces ya había como una tensión de alarma en el aire. Es difícil de explicar. A los seres humanos, según en qué situaciones, se les suele encender un sexto sentido. Cuando seas grande ya lo entenderás. Enseguida me olí que había ocurrido una desgracia en el pueblo. Y que esa desgracia afectaba a una de las veintitantas niñas que ocupaban asiento en el aula. Estábamos todas calladas. Podíamos haber aprovechado que nadie nos vigilaba para echarnos a hablar. Bueno, pues no se oía ni una mosca. En esto la señorita Pilar se asoma al hueco de la puerta y me pide que vaya donde ella. Era una mujer alta y joven que caía bien a todas las alumnas por sus maneras suaves y su brillo de bondad en la mirada. Sin embargo, en el momento de llamarme había en sus ojos una fijeza que me asustó. Me levanté despacio. Si quieres que te diga la verdad, hubiera hecho todo lo posible por tardar varios años en recorrer los seis o siete metros que me separaban del pasillo. Sabía que allí me esperaba algo malo. Dejé caer al suelo mi estuche con los lápices de colores. Cinco segundos ganados a la desgracia. El hecho de que la profesora no me metiese prisa confirmaba mis augurios. Al fin salí del aula. No me atrevía a enfrentar la mirada de mis compañeras. Sin necesidad de volver la cara yo percibía que me observaban desde detrás de una pared invisible. Ellas estaban en el mundo de hasta entonces; luego irían a sus casas a comer, luego volverían al colegio y por la tarde se reunirían en la calle para jugar en grupos de amigas. Yo no sabía aún adónde iba, pero tenía claro que con cada paso que daba me alejaba de aquel mundo de hasta entonces. En el pasillo encontré a la Neli, los ojos rojos como de haber llorado. La Neli, para que sepas, era la hija mayor del sargento. Ah, y además, cuando la vi, se estaba mordiendo el labio de abajo. Otra mala señal. La madre Jacinta me puso una mano en el hombro. Nunca, en todos los años que yo llevaba estudiando en aquel colegio me había tocado. Me dijo: "Recoge tus cosas, esta chica te acompañará a tu casa. Que Dios te bendiga". La Neli no me llevó a mi casa sino a la suya. Caminábamos en silencio por las calles del pueblo. Al pasar por delante de la iglesia, ella me susurró que mi padre estaba herido. No me declaró qué le había pasado. Sólo que estaba herido. Le temblaba la voz. Añadió que no me preocupase. No le quise preguntar. Por miedo, supongo. En su casa encontré a mi hermano. Tu tío César iba a cumplir pronto siete años. Era rollizo, todavía lo es, no como su hija María Antonia, que está en los puros huesos. Lo tenían en la cocina untando bizcocho en un tazón de Cola-Cao. Al verme me dijo con una sonrisa sucia de chocolate que papá estaba herido. Parecía contento de comunicarme una noticia importante. Y para demostrar que no mentía se volvió hacia la esposa del sargento: "¿A que es verdad lo que digo, señora Paca?". La Paca le acarició la cabeza. Eso fue todo. No le contestó ni que sí ni que no. Pobre César. Tan inocente. Lo habían sacado del colegio igual que a mí. En cuanto nos dejaron un momento solos le dije en voz baja: "Como se entere mamá de que te quitas el hambre antes de la comida te va a reñir". "Mamá no me va a reñir", respondió, "porque mamá está cuidando a papá." Le digo que cuando vuelva se lo contaré. "Yo como lo que quiero", dice. "Me deja la señora Paca". Sentí ganas de arrearle un cachete. No soy pegona, hijo. Nunca lo he sido, así que no temas. es que yo empezaba a perder los nervios. No porque mi hermano se atiborrara de chocolate y bizcocho, sino porque me irritaba una especie de euforia que le había tomado, como si todas aquellas cosas anormales que estaban sucediendo a nuestro alrededor fueran parte de una fiesta. Alguna vez hemos hablado de esto, ya de mayores, pero no se acuerda. Cuando terminó de beberse el tazón le pregunté si sabía lo que significaba estar herido. "Eso es cuando uno se cae", me respondió. No se daba cuenta de nada y ya no insistí. La Paca mandó a la Neli a preguntarme si a mí también me apetecía un Cola-Cao. Dije que no. ¿Cómo iba yo a comer o a beber con aquel nerviosismo que me apretaba la garganta? Nos propusieron encender la tele. A eso contesté que sí. César y yo estuvimos mirando dibujos animados y otros programas para niños durante más de dos hora, la Neli con nosotros en el sofá hasta que se fue a la habitación de al lado a hablar por teléfono con su novio. Dejarnos solos fue un gran fallo suyo, pues al rato de marcharse empezó el telediario. Y lo primero de todo enseñaron la foto de tu abuelo Antonio de los hombros para arriba, con los galones de cabo. César se entusiasmó y se soltó a dar gritos: "Papá en la tele, papá en la tele". La Neli y la Paca vinieron corriendo a desconectar el aparato, pero ya era tarde, ya yo había oído lo que había oído. Entonces les pregunté sorprendida: "¿Por qué habéis contado que está herido si el hombre de la televisión dice que está muerto?". Según la Paca, no había que fiarse del lenguaje de los locutores. Nos explicó que cuando una persona se hallaba en una situación extrema lo normal era decir que había muerto, pero que teníamos que conservar la esperanza porque seguramente no estaba todo perdido. A mí, hijo, lo de la situación extrema me daba que pensar. Intentaba imaginarme a tu abuelo en la dichosa situación. No se me ocurría nada. En mis pensamientos veía a mi padre con su pelo negro peinado en ondas hacia atrás, con su cara de bromista y su sonrisa de siempre. Todavía lo sigo viendo así, alegre y guapo como era. Yo es que no me lo puedo imaginar de otro modo. No puedo y no quiero. Me arrebataron el padre, pero el recuerdo que guardo de él lo decido yo. Ese recuerdo no es el de un hombre muerto. Tendrían que matarme para borrar su risa en mi memoria. Tú ahora eres muy pequeño para entenderme. Algún día ya me entenderás. Total, que hacia las cuatro de la tarde César y yo recibimos la confirmación de la tragedia. Hasta entonces las mentiras compasivas de la Paca y de la Neli me habían puesto una niebla delante de los ojos. Una niebla ni tan fina que dejara entrever la verdad, ni tan densa que no me permitiera alimentar sospechas. Claro que para rato iba yo a figurarme que aquellas mujeres bondadosas nos engañaban. En esto, hacia las cuatro, como te digo, sonó el timbre de la puerta. Reconocí la voz de mi madre. Quería abrazar a sus hijos. Ay, sus hijos. Que dónde estaban. Que si habían comido ya. Que si ya conocían la desgracia. César y yo corrimos a apretarnos contra su pecho. Tu abuela nos habló con mucha serenidad. "Tengo algo triste que contaros", dijo. "Vuestro padre ha muerto". No entró en explicaciones. César preguntó en tono tranquilo si papá había subido al cielo. Tu abuela asintió mientras la Paca, detrás de ella, se enjugaba las lágrimas con un cabo del delantal. Años después tu abuela me confesó que se había hecho administrar un calmante antes de venir a vernos. Temía perder la entereza delante de sus hijos. Había incluso rezado para que Dios la librara de desmayarse en nuestra presencia. Nos envolvió a los dos juntos en sus brazos y allí la única que no se podía aguantar los hipos era la Paca. Yo no lloré. No sería por falta de ganas. Ya verás, tesorito, cuando me conozcas. Soy de lágrima fácil. "De clima lluvioso", suele decir tu padre de broma. Por cualquier menudencia suelto el trapo a llorar. Pero aquella tarde, en casa del sargento, se me figura que si me mostraba afligida agravaría las penas de mi madre. Olfato que tiene una. Lo hemos hablado tu abuela y yo más de una vez. Quizá los duelos en compañía aportan consuelo por ese motivo. Todo el mundo echa un poco el freno a las emociones para no empeorar las del prójimo. Al final el trance se hace más llevadero. Ésa es mi impresión, no me hagas mucho caso. En soledad, por el contrario, te lo tienes que tragar todo tú solito. Mi madre y yo nos mirábamos serias, las caras muy juntas, sin saber qué decirnos. Los demás tampoco abrían la boca como no fuera tu tío César, que con su voz candorosa le pidió de pronto perdón a mamá por haber tomado Cola-Cao antes de la comida. Se conoce que le remordía la conciencia. Pobre angelito. Mamá le besó en la frente. Entonces yo conté que además del Cola-Cao había comido bizcocho. Mamá fijó en mí sus ojos claros, llenos de ternura, y también me besó. Luego le preguntaron a la Neli si podía sacar del cuartel a los niños. Tu abuela prefería que no estuviéramos cerca cuando instalaran la capilla ardiente. Conque fuimos con la Neli y su novio al centro del pueblo. Como se celebraban las fiestas patronales había música y atracciones. Se veían las calles animadas.

(Fernando Aramburu, Los peces de la amargura, Tusquets, 4ª ed., 2008, págs. 77-87)


Fernando Aramburu, en 2014. (EFE)
El escritor y traductor Fernando Aramburu nació en San Sebastián en 1959. En 1983 se licenció en Filología hispánica en la Universidad de Zaragoza. Desde 1985 reside en Alemania, donde ha impartido clases de español a descendientes de emigrantes. En 2009 abandonó la docencia para dedicarse exclusivamente a la creación literaria.

Es autor de los libros de cuentos Los peces de la amargura (2006, XI Premio Vargas Llosa NH, IV Premio Dulce Chacón y Premio Real Academia 2008) y El vigilante del Fiordo (2011), de las obras de no ficción Autorretrato sin mí (2018), Vetas profundas (2019) y Utilidad de las desgracias (2020), así como de las novelas Fuegos con limón (1996), Los ojos vacíos (2000, Premio Euskadi), El trompetista del Utopía (2003), Bami sin sombra (2005), Viaje con Clara por Alemania (2010), Años lentos (2012, VII Premio Tusquets Editores de Novela y Premio de los Libreros de Madrid), La gran Marivián (2013), Ávidas pretensiones (Premio Biblioteca Breve 2014) y Patria (2016, Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica, Premio Euskadi, Premio Francisco Umbral, Premio Dulce Chacón, Premio Arcebispo Xoán de San Clemente, Premio Strega Europeo, Premio Lampedusa, Premio Atenas...), su gran novela, donde aborda de nuevo el tema de la violencia de ETA -ya tratada en su primer libro de cuentos-, traducida a más treinta idiomas y convertida en prestigiosa serie por Aitor Gabilondo. Sus novelas posteriores, Los vencejos (2021), Hijos de la fábula (2023) y El niño (2024), lo han confirmado como uno de los mejores escritores europeos. Ha recogido su poesía completa en Sinfonía corporal (2023).

[Imagen inicial: univision.com]

domingo, 9 de junio de 2024

"Mejores que nosotros" y otros dos poemas de Manuel Rico

 




MEJORES QUE NOSOTROS

Oh muchachas de los años setenta,
os recuerdo esta tarde, mientras miro a quien amo.
Ella fue de las vuestras. Descubría
la luz y los semáforos, las sábanas heladas
y los sábados heridos de filmes imposibles.

Muchachas de blue jeans adictos al pecado
y a los viejos caminos y a músicas indóciles.

Muchachas de habitación estudiante, camisa de franela
          y discos de prestado,
de flor muy generosa y de poetas malditos,
de arcillas y cerámicas, de ropas adquiridas
          en viejos mercadillos.
Muchachas torturadas, frágiles como la espuma
de las últimas bahías vírgenes del siglo en que nacisteis.
Erais pequeñas patrias donde el amor tenía
un lugar fugitivo y una tarde de lluvia,
virginidades rotas cual dudosas batallas
          con pocos vencedores,
caminatas sin fin por calles que esperaban
la decisión y la vehemencia frente a las ciegas sombras
          del pasado.

Muchachas como ella, la mujer a quien amo,
gigantescas anémonas de cine matinal
          y cines escondidos
que tuvisteis ternura traicionada, que agotasteis a Freud
buscando lo imposible. Dulces muchachas
          a las que amamos mal, a las que casi dictábamos
frases de Wilhelm Reich torpemente aprendidas.

Hoy os recuerdo dulces y entregadas,
generosas y bellas e inmerecidas,
encogidas bajo el poncho o con los pies helados
bajo una manta rústica en un pueblo perdido
detrás de cualquier sábado.

De Los días extraños, Valparaíso, 2015

ANTIGUA TIERRA

En la región perdida que llamamos infancia,
en ese territorio que viejas lluvias hunden
en vagos claroscuros, dicen que desde siempre
nos aguarda, con ropa de domingo,
una diosa cruel a quien llamamos 
dicha o felicidad, qué importa el nombre.

Mantienes la conciencia de haber sido inquilino
de tan huidiza estancia porque a veces,
cuando el presente aplica sus decretos,
la memoria te vence y te convocan
presencias de aquel tiempo,
rostros que te dejaron
inerme ante el empuje de los años.

Y siempre, cuando intentas
conjurar la orfandad y los reclamas,
no tardan en huir al refugio que habita
entre los pliegues de la inexistencia.

De La densidad de los espejos (1997), El sastre
de Apollinaire, 2017

PUEBLO ABANDONADO

En este cántaro, en este pueblo herido
por el viento y la huida, por los pájaros últimos
de viejas primaveras, nada crece, nada busca
la voz, el horizonte.
                                 Todo muere,
se hace ruina, silencio, desolada
penumbra.

Acaricias las piedras, las maderas vencidas,
los nidos huérfanos, te pierdes por senderos
donde crece, cual hiedra, el abandono
y el recuerdo del tacto se pierde entre los días,
que se han hecho rastrojo.

En esta zanja nadie ama ni canta. Gana el polvo
la batalla, es quimera el regreso
del agua.
               Ya no sabes qué hacer, dónde extender los sueños
que heredaste, la vida legada por los tuyos.

Caminas entre escombros,
entre enseres inútiles, hundido en un paisaje
que es tan solo memoria,
rescoldo de una tierra y de un tiempo
jamás recuperables.

De Viejas estaciones invernales. Igitur Poesía, 2006


Manuel Rico, en 2017. (Wikipedia)
Manuel Rico Rego (Madrid, 1952) es poeta, narrador y crítico literario. Empleado de banca desde los 17 años, durante un tiempo compaginó su trabajo con la creación literaria y los estudios universitarios.  Licenciado en Periodismo, ha colaborado en diversos diarios y revistas (El Mundo, Cuadernos Hispanoamericanos, Ínsula, Letra Internacional, Mercurio, Turia, entre otros). Desde 1996 ejerce la crítica literaria en el diario El País y dirige la colección de poesía de Bartleby Editores desde 1998. Codirigió el programa "Libromanía" de Europa FM, que obtuvo en 1997 el Premio Nacional de Fomento de la Lectura. Desde 2015 preside la Asociación Colegial de Escritores.  Ha participado, como conferenciante y como creador, en cursos de verano y en otras actividades programadas por distintas instituciones universitarias. 

Inicia su labor literaria en los años 80, participando del proceso de rehumanización que se produjo en la poesía española tras el culturalismo de la generación del 68. Es autor de los libros de poemas Poco importa romper con las alondras (1980), El vuelo esperado (1986), Papeles inciertos (1991, Premio Ciudad de Irún 1990), El muro transparente (1992), Quebrada luz (1997, Premio Esquío 1996 de poesía en castellano), La densidad de los espejos (1997, Premio de Poesía Juan Ramón Jiménez), Donde nunca hubo ángeles (2003), De viejas estaciones invernales (2006), Fugitiva ciudad (2012, Premio Miguel Hernández 2012) y Los días extraños (2015), así como de las antologías Monólogo del entreacto. Cien poemas. 1982-2007 (2007) y Versiones del invierno. Antología (2007).

Ha publicado también novelas, entre ellas, Los días de Eisenhower (2002, Premio Andalucía de Novela 2002), Verano (2008, Premio Ramón Gómez de la Serna-Villa de Madrid de narrativa 2009), Un extraño viajero (2016, Premio Logroño de Novela 2015) y El lento adiós de los tranvías, publicada en 1992 y reeditada en 2020. Es autor de  los ensayos Diego Jesús Jiménez: capacidad visionaria y meditativa del lenguaje (1996) y Memoria, deseo y compasión (2001), sobre la poesía de Vázquez Montalbán, y de los libros de viajes Por la sierra del agua (2007) y Letras viajeras (2015).

[Imagen inicial: Dsigno)


miércoles, 5 de junio de 2024

Libros: Novedades

 Os presentamos el boletín de las principales novedades que hemos adquirido en el último trimestre con algunas sugerencias para las próximas vacaciones estivales.


Lecturas Primavera-Verano 24 by Biblioteca_IES_Goya

domingo, 2 de junio de 2024

"Hoy me hacen feliz las sábanas de la vida" y otros dos poemas de Anne Sexton

 


Charles Courtney Curran, Mujer tendiendo ropa


Hoy me hacen feliz  las sábanas de la vida.
Enjuagué las sábanas de la cama.
Tendí las de la cama y las contemplé
dar palmadas y alzarse como gaviotas.
Cuando estuvieron secas las descolgué
y hundí mi cabeza entre ellas.
Todo el oxígeno del mundo estaba en ellas.
Todos los pies de bebés del mundo,
todos los besos matinales de Filadelfia estaban en ellas.
Todos los juegos a la pata coja en las aceras,
todos los ponis de trapo estaban en ellas.

De modo que esto es la felicidad,
esa buena trabajadora. 

9 de noviembre de 1970

(De Palabras para el Dr. Y., 1978. En Poesía completa,
traducción, introducción y notas de J. L. Reina Palazón,
Linteo Poesía, 2013)


Sólo una vez

Sólo una vez supe para qué servía la vida.
En Boston, de repente, lo entendí;
caminé junto al río Charles,
observé las luces mimetizándose,
todas de neón, luces estroboscópicas, abriendo
sus bocas como cantantes de ópera;
conté las estrellas, mis pequeñas defensoras,
mis cicatrices de margarita, y comprendí que paseaba mi amor
por la orilla verde noche y lloré
vaciando mi corazón hacia los coches del este y lloré
vaciando mi corazón hacia los coches del oeste y llevé
mi verdad sobre un pequeño puente encorvado
y apresuré mi verdad, su encanto, hacia casa
y atesoré estas constantes hasta el amanecer
sólo para descubrir que se habían ido.

(De Poemas de amor (1969). Trad. de Ben Clark.
 Linteo Poesía, 2009)

Palabras

Ten cuidado con las palabras, incluso con las milagrosas. 
Por las milagrosas lo hacemos lo mejor posible, a  veces 
pululan como insectos y no nos dejan un aguijón sino un
beso. Pueden ser tan buenas como dedos. Pueden ser tan 
seguras  como la  roca a la que  pegas  tu  trasero. Pero al 
tiempo pueden ser margaritas y moratones. Con todo, aún
estoy enamorada de  las palabras. Son palomas  que caen
del techo.  Son    naranjas  sagradas posadas en mi regazo. 
Son los árboles,  las piernas  del verano, y el sol, su rostro
apasionado.  Todavía  me  fallan  a  menudo.  Son   tantas 
las cosas  que  quiero  decir,   tantas   historias,  imágenes, 
proverbios, etc. Pero las palabras no son lo bastante buenas, 
las erróneas  me  besan. A veces vuelo como  un ángel pero
con las alas de un troglodita. Aunque trato de tener cuidado 
y ser amable con ellas. Palabras y huevos deben manipularse
con cuidado. Una vez rotas hay cosas que es imposible reparar. 

(De El horrible remar hacia Dios, 1975. En El asesino 
y otros poemasTrad. de Jonio González y Jorge Ritter, 
Ícaro, 1996)


Anne Sexton (Weston, Massachusetts, 1928-1974) fue una poeta estadounidense reconocida por su
Anne Sexton (mundopoetico.es)
poesía confesional. Escritora precoz, a los 17 años publicó sus primeros poemas en un anuario escolar. En 1948 contrajo matrimonio con Alfred Muller Sexton, de quien se divorció en 1973 y con quien tuvo dos hijas. El nacimiento de Linda, su primera hija, en 1953 desencadenó una larga serie de episodios depresivos que condicionaron su vida y su obra y la llevaron a varios intentos de suicidio. Después de una de sus crisis, su terapeuta le recomendó como terapia volver a escribir poesía, género que había abandonado prematuramente.  Pero como ella dijo, la poesía no la salvó de nada y el 4 de octubre de 1974 realizó el último y definitivo intento de suicidio: se puso el abrigo de piel de su madre y se encerró en el garaje con el coche en marcha. El cantante y compositor Peter Gabriel le escribió en homenaje la canción "Mercy Street", incluida en el álbum So (1986) e inspirada en el poema de Sexton "45 Mercy Street". 

Anne convirtió la experiencia de ser mujer en el tema central de su poesía, en la que trató asuntos considerados tabú, como la menstruación o el aborto, lo que le valió numerosas críticas; pero su poesía confesional la convirtió, como a su amiga Sylvia Plath, en una de las escritoras más famosas de su país. Becada en varias ocasiones, llegó a ser profesora titular de la Universidad de Boston y jurado del prestigioso premio Pulitzer, tras ganarlo en 1967 por su libro Live or Die (Vive o muere). Su primer libro To Bedlam and Part Way Back vio la luz en 1960. Le siguieron títulos como All My Pretty Ones (1962), Live or Die (1966), Love Poems (1969), Transformations (1971), The Book of Folly (1972) y The Death Notebooks (1974). Póstumamente apareció su poesía completa, The Complete Poems (1981).