Llamo, busco al tanteo en la oscuridad.
No me vayan a haber dejado solo,
y el único recluso sea yo.
CÉSAR VALLEJO, Trilce, III
A Lisandro, a Marcia
La foto fue tomada alrededor del mes de noviembre de 1950. Lo digo porque mi hermana Marcia, en brazos de mi madre, tiene entonces unos ocho meses, y había nacido el 29 de abril de ese año. Es fácil llevar la cuenta de su edad, pues nació en el medio siglo.
Mi madre aparece de luto porque pocos meses atrás, el 18 de septiembre, había
muerto mi abuelo Teófilo Mercado en una cama de hospital que llegó desde
Managua, manifestada en el ferrocarril junto con dos pesados tanques de oxígeno
que acusaban sarro. Tenía ella entonces treinta y ocho años, y mi padre, que
está a su lado, ambos de pie, con un peine de carey sobresaliendo del bolsillo
de la camisa blanca, en la suya la mano de Marcia, tenía cuarenta y cuatro. Es
una pareja en medio del camino de la vida con cinco hijos, todos los que
habrían de ser.
Delante de ellos hay un sofá de mimbre en el que estamos sentados los otros
cuatro hermanos, de izquierda a derecha Rogelio, Lisandro, Luisa y yo. Por
orden de edad la cuenta es: Luisa, diez años cumplidos en abril; Sergio, ocho
años cumplidos en agosto; Lisandro, cinco años cumplidos en mayo; Rogelio, dos
años cumplidos en julio. Lo más notable de los niños del sofá son los zapatos,
gastados, sin lustre, zapatos de correrías, los golletes de los calcetines flojos.
Luisa, que está al centro, morena y delgada, mira con tristeza a la cámara, una
tristeza de inocentes pensamientos abismados. Lleva el pelo partido por una
raya a la mitad, y se nota húmedo, recién salida del baño. Rogelio, en el
extremo izquierdo, la mano sobre el brazo del sofá, arruga los ojos ofendido
por el sol. Ese año le cortaron los bucles de la cabellera que le caía sobre
los hombros. El barbero, que siempre viste de blanco incluyendo los zapatos,
trajo los instrumentos en su valijín de madera para cumplir con el encargo de
mi padre; primero usó las tijeras y luego una maquinilla manual, todo al son de
una marimba y en presencia de los invitados, niños y adultos, a los que se
repartió refrescos y licores, mientras los bucles iban quedando regados a
merced del viento en el piso del corredor. Así era mi padre, de todo hacía una
fiesta.
Lisandro, sentado entre Luisa y Rogelio, se retuerce incómodo en el sofá, como
si no cupiera en el espacio que le ha tocado, tímido frente a la cámara. ¿Quién
asignó los lugares? ¿El fotógrafo, mi padre, o es que nos sentamos cada uno a
como mejor quiso? Lisandro es el que se fue a México, y nunca volvió. El único
que ríe, sentado a la derecha del sofá, muy pegado a mi hermana Luisa, soy yo,
y al contrario de los demás, que lucen apretados, parezco a mis anchas. Luisa y
Rogelio son los que han muerto. Luisa a los cuarenta y nueve, Rogelio a los
cuarenta y tres.
Ya tenemos algunas pistas que podemos resumir. El pelo húmedo de mi hermana
demuestra que es de mañana, pues los baños en esa casa son matutinos, y el
hecho de que no estemos en la escuela los que por edad deberíamos estar
demuestra que es domingo. La mañana de un domingo claro y soleado, como son los
días de noviembre, con algo de viento. Y lo que ya dije, el luto de mi madre y
la edad de Marcia. Nos aproximamos a la certeza de que se trata de un domingo
del mes de noviembre de 1950.
La fotografía ha sido tomada en la puerta de la sala, hasta donde fue llevado
el sofá. Por ese costado, que da al parque central, la casa tiene tres puertas,
esa de la sala, y las dos de la tienda que funciona en la pieza esquinera. El
piso de la sala es ajedrezado, de ladrillos blancos y rojos fabricados en la
ladrillería Favilli de Granada, aunque claro, la foto está tomada en blanco y
negro. Al centro de la sala, los ladrillos aumentan su gama de colores y forman
arabescos para simular una alfombra, oculta en la fotografía por el sofá.
Detrás de mis padres hay una zona de oscuridad que va creciendo hacia la
derecha, hasta hacerse espesa, mientras a la izquierda, del lado donde se halla
de pie mi madre, con Marcia en sus brazos, es posible ver la pared donde hay
dos retratos colgados; el único que se alcanza a distinguir un tanto es el de
mi propio padre, tomado dos años atrás en un estudio de la Avenida Central en
San José, Costa Rica. El otro debe ser de mi madre, pero en la foto es solo un
rectángulo difuso.
El fotógrafo se ha colocado en la calle, muy cerca del pretil de la acera. La
cámara Rolleiflex tiene el visor encima, de modo que para enfocar el objetivo
hay que situarla a la altura del talle. Ha dejado su bicicleta recostada al
pretil frente a la puerta, y con solo que bajara un poco la cámara aparecerían
en el visor los manubrios. Es una bicicleta de trabajo negra, sin arreos ni
cromos, con el espejo retrovisor atornillado a uno de los manubrios. Desde mi
lugar en el sofá es posible verla asomar por encima de la acera, y también
puedo ver al otro lado de la calle los pinos, los malinches y las palmeras
reales del parque, el quiosco de delgadas columnas de madera y cúpula roja de
latón, rodeado por una baranda de fierro, y, al lado, la caseta donde se venden
cervezas y refrescos, y hay instalada una roconola Wurlitzer de luces tornasoles
que giran y se desvanecen para volver a reaparecer.
La temporada de lluvias acaba de terminar y el cauce de las corrientes ha
dejado zanjones en la calle donde crecen brotes de hierba. Los vehículos son
pocos, y el fotógrafo, que ahora retrocede unos pasos sin quitar la mirada del
visor, no tiene por qué temer que alguien lo atropelle. El autobús Su
Majestad, que sale hacia Managua a la una de la tarde, y pita desde lejos
para alertar a los viajeros que recoge de puerta en puerta, está lejos aún de
aparecer. Una camioneta Ford con enchapados de madera, La Mariposa,
que también hace viajes a Managua, sale a las seis de la mañana y regresa a las
seis de la tarde. El doctor Benicio Gutiérrez tiene una Packard de lomo
jorobado en el que realiza sus visitas a domicilio, pero como hoy es domingo ha
ido con su familia a pasar el día en el balneario de Venecia, en la laguna de
Masaya, hasta donde el Packard baja bordeando el farallón del cráter volcánico
junto al abismo. A veces cruza por la calle una motocicleta con un sidecar
navegando en el polvo.
Muevo los pies, los cruzo. El fotógrafo me
pide que me esté quieto. Los dejo cruzados, y es como quedarán en la foto. Giro
la cabeza hacia atrás, después que el fotógrafo me ha llamado la atención, y
advierto el peine de carey en el bolsillo de mi padre, y su mano derecha
extendida que sostiene la pequeña mano de Marcia. Mi padre usa el reloj en la
muñeca de ese mismo lado, un reloj de carátula ambarina y pulsera metálica que
se asoma bajo el puño de la camisa blanca, pero que no se ve en la foto por
mucho que la amplíe en la pantalla.
No soy el único que sonríe. Mi madre
también, lo advierto ahora que puedo mirarla más de cerca, antes de volverme de
nuevo hacia la cámara. La suya es una sonrisa segura, aunque discreta, como es
ella en todos sus actos. A mis ocho años nunca la he visto flaquear, salvo
cuando mi tío Ángel, el menor de sus hermanos, vino a avisarle esa mañana del
18 de septiembre que mi abuelo estaba agonizando, y entonces ella, a cargo de
la tienda, porque mi padre se hallaba de compras en Managua, empezó a cerrar
con precipitación las puertas, haciendo restallar las cadenas de los
picaportes, desesperada de no hallarlo aún con vida.
Esa zona de oscuridad que hay detrás de
mis padres, y que se acentúa hacia la derecha, en verdad no es tan sólida, y
tras ampliarla y mirarla varias veces se va convirtiendo en penumbra, de modo
que ahora puedo entrever lo que hay en la sala. Se me revela, por ejemplo, la
mesa de centro del juego de muebles de mimbre al que pertenece el sofá,
colocada sobre la alfombra de mosaicos. Se le encargó a la familia Ortiz del
barrio de Veracruz, los mejores mimbreros del pueblo, y lo trajeron en
procesión por en medio de la calle, cada miembro de la familia cargando una
pieza en la cabeza, el dueño del taller, la esposa, los hijos y las hijas
mayores, hasta los niños.
Alguien pasa por el corredor, como una
sombra. Vuelvo otra vez la cabeza por encima del respaldo del sofá, ya el
fotógrafo irritado, y es la Mercedes Alborada la que se pierde por allí, con
rumbo a la cocina. Si es que anda ocupada en los preparativos del almuerzo, no
es tan temprano de la mañana. En esa casa se almuerza a las doce en punto del
día, cuando suenan las campanas de la iglesia parroquial llamando al rezo del
ángelus. Desde mi puesto en el sofá, tengo a la vista no solo el parque, los
árboles, las palmeras, el quiosco, la caseta de la roconola. Con solo adelantar
la cabeza puedo divisar también, a mi izquierda, las gradas que llevan al atrio
de la iglesia, la cruz del perdón al lado de la puerta mayor, la fachada
pintada de amarillo yema de huevo, la torre solitaria al centro, el campanario
donde hacen sus nidos las golondrinas, y reposa el cajón de la matraca que
suena nada más del Jueves al Viernes Santo, cuando quedan en silencio las
campanas.
Una vez tomada la foto, todo lo que está
congelado cobrará movimiento, y nada impedirá a los cuatro hermanos ponerse de
pie y desbandarse, y a mis padres volver a sus quehaceres. Mi madre a ocuparse
de Marcia, o de regreso a los figurines que traen patrones de vestidos, que
ella desdobla para estudiarlos, sentada en el piso, y mi padre de vuelta a la
tienda, que mientras ha durado la sesión de fotografía queda sola, sin temor de
ningún robo. Si alguien quiere comprar cigarrillos, simplemente los saca del
paquete abierto en el estante, abre la gaveta del dinero, deposita el valor de
la compra, y aun recoge el vuelto si es necesario.
Más allá de esa zona de oscuridad, que a
primera vista parece tan sólida en la foto, está el comedor, y más allá la
cocina, con su estufa de hierro colado que avienta el humo por el tubo de una
chimenea sobresaliente entre las tejas del techo; en medio el jardín
enclaustrado, del otro lado los aposentos, y uniendo ambas alas, el corredor
trasero a la tienda. Es una casa que mi padre ha venido construyendo por
partes, primero el salón esquinero donde estableció su tienda, junto con el
corredor y un primer dormitorio. Luego el comedor. Luego los otros dos
dormitorios. Y por fin, vecina a la tienda, donde antes hubo un chiquero para
cerdos de crianza doméstica, la sala de paredes pintadas de color hueso que aún
huelen a argamasa. Es lo que mi hermana Luisa explica muy orgullosa a las
visitas que son recibidas en los muebles de mimbre: “aquí había un chiquero”,
para azoro de mi madre.
Ocurre siempre con las pistas, que es
necesario poner cuidado en revisar la congruencia de los datos que uno tiene a
mano, a ver si de verdad al fin encajan; alguien podría alegar, sin embargo,
que si se trata de la fotografía de un viejo álbum donde todos se están quietos
para siempre y ya no volverán a mover siquiera un dedo, semejante cuidado viene
a resultar inútil; pero es una apreciación errónea.
Para empezar, que la Mercedes Alborada
ande en los afanes del almuerzo me confirma que se acerca el mediodía. Desde el
sofá puedo oír cómo los platos, los vasos y los cubiertos van siendo colocados
sobre la mesa de extensión que tiene dos alas plegables, más pequeña cuando
come la familia, un poco más amplia cuando en contadas ocasiones hay invitados.
De modo que debo corregirme. Se trata de un domingo de noviembre del año 1950,
pasadas las once de la mañana. Si Luisa tiene el pelo todavía húmedo es porque
al no haber escuela ese día, el baño ha tocado tarde, como se hacen todas las
cosas en domingo, a deshoras.
La foto por fin ha sido tomada. El que
tantas dificultades estaba causando al moverse es el último en levantarse de su
sitio en el sofá cuando la sala se vacía. Se marcha el fotógrafo, con la cámara
Rolleiflex colgada del cuello en su estuche de cuero marrón. No se monta en su
bicicleta, sino que va llevándola por los manubrios, y así se aleja hacia el
rumbo de la Casa Municipal, al otro lado del parque. Ha prometido la foto para
dentro de una semana porque tiene que dar a revelar el rollo en Managua, el
que, además, no está aún completo. El fotógrafo, un gordo que usa la camisa por
fuera y camina con un lento balanceo, también es sastre y vendedor de lotería,
y en las procesiones toca los platillos, rezagado siempre entre el grupo de
músicos que marcha detrás de la peana del santo.
Cuando por fin el niño inquieto deja el
sofá, la oscuridad del lado derecho se despeja. No queda siquiera la penumbra,
que a cada ampliación de la foto se vuelve más borrosa, sino que todo se dora
con el sol del cercano mediodía. Lo primero que la Mercedes Alborada hace por
las mañanas, después de recoger la mesa del desayuno, es pasar el lampazo
embebido en querosín sobre los ladrillos del piso, y por eso brilla, y la
alfombra falsa al centro parece iluminada. Siempre está advirtiendo a gritos
desde la cocina que no hay que pisar los ladrillos con los zapatos sucios, y si
alguien deja una huella de lodo o de polvo, viene a borrarla de inmediato con
el lampazo, conteniendo los insultos.
El juego de muebles de mimbre tiene de
todo. Además del sofá, y las mecedoras, que son cuatro, y la mesa del centro,
hay un cajón para las revistas y periódicos en forma de cisne, una lámpara de
pie con su sombra, y una mesa jardinera de patas altas. Encima del mantel de
croché que cubre la mesa del centro, una cigarrera cilíndrica de madera
dispensa cigarrillos a una vuelta de la tapa, pero nunca tiene cigarrillos que
dispensar, así como el cajón en forma de cisne tampoco tiene nunca periódicos
ni revistas. Encima de la mesa jardinera, un jarrón azul de vidrio esmerilado
luce un ramo de milflores cortado del jardín. En la soledad de la sala las
mecedoras tienen solo una apariencia de quietud, porque el más leve soplo de
viento que llega desde la calle las mueve, como si alguien acabara de
abandonarlas.
Desde la tienda se escucha una voz
ordenando a la Mercedes Alborada que vaya a la sala y devuelva a su lugar el
sofá. No hay nada de altanería en esa voz de mi padre. Es solo la orden apurada
de quien está en otros asuntos que no puede abandonar; debe estar limpiando los
vidrios de las vitrinas, o acomodando potes de conservas en los estantes. Es
más imperativa la Mercedes Alborada cuando responde: estoy ocupada con el
almuerzo, pero ya se sabe que de todos modos termina por obedecer. Espero verla
venir, secándose las manos en el delantal, pero no aparece, y como al fin y al
cabo es un mueble ligero que puede ser fácilmente arrastrado por un niño de
ocho años, nada me cuesta hacerlo yo mismo. Luego no se vuelve a oír nada más.
Ni la voz que dio la orden, ni la de ella en la cocina, ni la de mi madre en el
corredor, ni ninguna otra que venga de la tienda porque, de todos modos, no es
hora en que suelan aparecer compradores, cada quien en su casa en busca de
almorzar.
El sofá queda en su lugar, del lado de la
pared donde están los dos retratos. El de mi padre es, en efecto, el que se
tomó en el estudio Ricardi de la Avenida Central de San José cuando hizo su
primer viaje en avión, en 1948. Solo volvería a volar, esta vez en compañía de
mi madre, para asistir a la boda de Lisandro en México, en 1974. El otro, que
en la fotografía no era sino un rectángulo difuso, corresponde a mi madre, como
bien lo pensaba. Posa de medio perfil, y lleva en el cuello una estola de piel,
el pelo corto rizado. Se lo hizo en el estudio Lumington de Managua, como lo
revela la marca de agua al pie, año de 1934. Recién se había graduado en el
Colegio Bautista, en Managua, donde estuvo interna cinco años, un colegio
mixto, y protestante, con profesores venidos de Alabama.
Un niño solo en una sala desierta una
mañana de domingo estira el tiempo como quiere. En la pared del otro lado, que
es la pared divisoria con la tienda, hay un cuadro de marco alargado con la
pintura de un quetzal sobre un lienzo de seda, pero las plumas de la cola del
quetzal son verdaderas. No se pueden tocar las plumas, porque el vidrio lo
impide. Y también hay una fotografía del Capitolio de La Habana. Havana
Capitol, como está escrito al pie, en minúscula letra de carta.
La pared que da al corredor está cortada a
un metro de altura y lo que se abre encima del pequeño muro es una suerte de
gran ventana rematada en arco entre dos columnas. En la columna de la derecha,
al lado de la puerta sin batiente, un pequeño lagarto del Gran Lago de
Nicaragua, relleno de estopa de algodón, los ojos dos canicas de vidrio, parece
reptar hacia el cielo raso asiéndose con las uñas, pero los dos clavos con los
que ha sido fijado detienen su impulso.
En el corredor, las dos ventanas que dan
al jardín se hallan encendidas por el deslumbre del sol, una brasa blanca en
cada hueco. Una de las delgadas silletas de madera maqueadas en café oscuro,
que son parte del ajuar de matrimonio, está arrimada al toril de Marcia; hay
otra frente a la máquina de coser Singer, y otra contra la vitrina de libros
bajo llave, como si alguien hubiera subido a ella para bajar alguno de los
figurines apilados encima de la vitrina. En efecto, en el piso yacen un figurín
abierto, un patrón desplegado, tizas de costurera, y una cinta de medir que
parece reptar indolente.
En medio de las dos ventanas cuelga el
calendario de la sal de uvas Picot, con la efigie risueña de Juanita Picot, de
trenzas y rebozo. Mi padre va marcando los días consumados con una equis, y
arranca la hoja de cada mes vencido. Hoy es, ciertamente, domingo, con solo
empinarme un tanto puedo comprobarlo. El domingo 26 de noviembre de 1950. Hay luna
llena desde el viernes.
La puerta de la izquierda, al final del
corredor, da al aposento de mis padres. Nunca tiene llave, es asunto de
empujarla con suavidad, igual que la otra que da acceso al mismo aposento por
el lado del jardín. Hay un cierto olor a humedad y a medicinas, pero también a
talco perfumado Heno de Pravia. La cama matrimonial de respaldo taraceado tiene
encima el cobertor de flores doradas, entrelazadas sobre fondo negro, que
parece la capa pluvial de un cura, y están las dos mesas de noche, y el
chifonier con su espejo en óvalo, comprado de medio uso a una viuda enlutada en
necesidad. Debajo de la cama, la bacinilla enlozada de orla azul. En la gaveta
de la mesa de noche del lado que duerme mi padre, hay un tubo estrujado de pomada
para las almorranas, y un condón Trojan que tiene en el sobre la efigie de un
soldado de casco empenachado. Sobre la cabecera de la cama, una litografía de
las ruinas de Pompeya, con el vidrio quebrado en una esquina.
El chifonier tiene la llave puesta, una
llave diminuta amarrada a un cintillo verde. Quien anda husmeando por allí con
sus zapatos gastados, sin lustre, zapatos de correrías, abre la puerta que
apenas se queja, y entre las sábanas dobladas encuentra ocultos los regalos de
Navidad, que a estas alturas ya han sido comprados. Sabe que el suyo es una
pistola niquelada con cacha de falso concha nácar, porque es lo que ha pedido
en su carta al Niño Dios; la saca del tahalí adornado de flecos, y se sienta en
el piso a jugar con ella con toda impunidad. La amartilla, pero sin usar el
rollo de fulminantes porque no quiere denunciarse.
El cuarto siguiente es el de Luisa. La
cama, arreglada por ella misma, se halla custodiada desde la pared por un
cuadro de San Luis Gonzaga, que revestido con el alba sacerdotal acerca un
crucifijo a la mejilla. No le gusta que entre a su cuarto y ya me hubiera
echado hace rato, pero ni se la ve ni se la oye. En el último duermen los tres
hermanos varones en catres de campaña. Aquí reina el desorden. Las sábanas
revueltas, una almohada en el piso donde hay también penecas, ropa sucia. Al
parecer mi madre no se ha asomado hoy domingo a este confín de la casa, ni
tampoco la Mercedes Alborada.
Todos los cuartos tienen puertas al
jardín, menos este de los varones, que se abre hacia el traspatio donde se
tiende la ropa, se cría el chompipe de la Nochebuena, se halla el baño con su
pileta, y muy al fondo, la caseta de los escusados. El traspatio se cierra, en
el límite del solar, con un cobertizo donde se almacenan en un tabanco los
fardos de tabaco que cosechan en sociedad mi padre y mi tío Alberto, causa de
grandes altercados entre ambos a la hora de pagar la planilla semanal porque mi
padre es el socio capitalista, y mi tío Alberto, que es el socio industrial, lo
acusa cada vez de tacaño, mientras mi padre lo acusa a él, a su vez, de
botarate porque da a los peones huevos fritos en el desayuno.
Esta exploración parece que ya durara
horas, ya deben haberme llamado a almorzar, ya deben de andar buscándome. El
jardín está dividido en cuatro macizos separados por arriates de cemento que
llevan al cantero redondo del centro donde crece una araucaria, y para llegar
al comedor hay que atravesarlo. En los macizos hay rosas, pero sobre todo
begonias y milflores. Los nombres que mi madre da a sus rosas no sé si son
inventados por ella: belleza sin espinas, espuma de mar, reina de la noche. Una
parra que da uvas pequeñas y ácidas sube hacia una ramada. Una ráfaga de viento
pasa como una exhalación y estremece la parra.
En el comedor ya está todo servido. De la
sopera al centro de la mesa se elevan hacia el cielo raso las virutas de vapor
que huelen a culantro y hierbabuena. Mi padre, que a la hora del almuerzo
cierra la tienda para que nadie venga a perturbarlo con que quieren una yarda
de manta, ocupa siempre la cabecera. Mi madre se sienta a su izquierda, y yo a
su derecha. A mi lado Lisandro, y al lado de mi madre Rogelio, a quien tiene
que ayudar trinchando en pequeños trozos la carne. En la otra cabecera se
sienta Luisa, siempre adusta y callada. Marcia aún no tiene sitio en esa mesa.
El caso es que nadie viene a comer. ¿Se
fue mi madre con todos mis hermanos a visitar a mi abuela Luisa, viuda y sola
ahora en su gran casa de dos traspatios? La sombrilla abierta sobre su cabeza
para proteger a Marcia, la bolsa de los biberones y los pañales colgada de su
hombro, Luisa tras sus pasos llevando de la mano a Lisandro y a Rogelio. Pero
¿por qué tardan tanto en volver? La sopa se va a enfriar. ¿Y mi padre? Lo oí
hace rato cerrar las puertas de la tienda, las cadenas de los picaportes
repicando contra los forros de zinc.
Se habrá rezagado haciendo cuentas. Es
mejor ir a buscarlo. La claridad que se filtra por los tragaluces de madera
calada de las puertas deja ver los altos estantes que rodean las paredes, y las
vitrinas donde hay productos de tocador y una variedad de calzado de mujer. En
los estantes de un lado, el pasadizo que da al corredor de por medio, están las
piezas de tela, tanto para damas como para caballeros, y en los del otro, las
latas de conserva y los vinos dulces, y un tanto más allá los cartones de
cigarrillos Esfinge y Valencia, y las baterías Ray-O-Vac para las lámparas de
cabeza que compran los cazadores que van en busca de venados a las faldas del
volcán Santiago, los últimos clientes antes de que se cierre la tienda cada
noche, ya la gente de vuelta de la función de cine. Sobre el mostrador, bajo un
lienzo, el quintal de queso que va siendo partido a medida que se vende en
trozos de una libra, media libra, cuatro onzas, y la balanza de reloj.
La claridad difusa de los tragaluces
alumbra también la litografía de Winston Churchill, arriba del pasadizo que
divide los estantes, y la misma claridad enfoca la figura recortada en cartón,
asentada en el piso con un sostén de madera, de la pareja elegante que anuncia
la loción Glostora para el cabello, el hombre de esmoquin tropical, peinado
hacia atrás, susurrando algo al oído de la mujer glamorosa de traje largo y
cabello rubio ondulado.
En la tienda cerrada no hay nadie, como
tampoco hay nadie en la sala, ni en la cocina, ni en los aposentos que recorro
de nuevo, ni en el traspatio, ni en el jardín. No queda más que regresar al
comedor desierto donde el almuerzo continúa servido. Si mi abuela viuda sigue
tan triste está bien que mi madre la visite, y que se haya llevado consigo a
todos mis hermanos, pero mi padre, ¿para qué cerró las puertas de la tienda si
no viene a almorzar, y adónde se fue? ¿Y la Mercedes Alborada? ¿Y Luisa? ¿Y
Rogelio?
Managua, diciembre 2010 / Bellagio, 2011
(Sergio Ramírez, Flores oscuras, Alfaguara, Colección Hispánica, 2013)
|
El escritor Sergio Ramírez Mercado |
Sergio Ramírez Mercado (Masatepe, Nicaragua, 1942) es un escritor, periodista, político y abogado de origen nicaragüense, con nacionalidad española desde 2018. Ejerció como vicepresidente de su país natal desde 1985 hasta 1990. Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom.
En 1964 se gradúa como doctor en Derecho y recibe la Medalla de Oro como mejor estudiante de su promoción. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, en 1977 encabeza en su país el grupo opositor de "Los Doce", en apoyo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que derrocó la dictadura del último Somoza. Después de formar parte del gobierno sandinista de Daniel Ortega, fue jefe de la bancada sandinista en la Asamblea Nacional de Nicaragua hasta que fue destituido en noviembre de 1994. En 1995 fundó el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), escisión del FSLN y, tras el fracaso de su candidatura a la presidencia en las elecciones de 1996, decidió retirarse de la primera línea política. Sus vivencias políticas quedaron reflejadas en sus memorias, Adiós muchachos, publicadas en 1999. A partir de ese año, impartió clases en universidades de Estados Unidos, México, Perú, España y Chile. En 2012 funda el encuentro literario 'Centroamérica cuenta', que se celebra en Nicaragua.
La tensión con Daniel Ortega fue en aumento, y a raíz de la orden de detención firmada contra él en septiembre de 2021, acusado de incitación al odio y blanqueo de dinero, se exilió en España. En febrero de 2023 se le priva de la nacionalidad nicaragüense, junto a otras noventa y tres personas, entre ellas la escritora Gioconda Belli, por su oposición a Daniel Ortega. En julio de ese mismo año fue confiscada la casa de Ramírez en Nicaragua, sede de la Fundación Luisa Mercado, fundada en 2007 en memoria de la madre del escritor.
Sergio Ramírez es autor de relatos, novelas y ensayos. Publicó su primer libro en 1963, pero su consagración internacional se produjo en 1998, al ser galardonado con el Premio Alfaguara de Novela por su obra Margarita, está linda la mar, reconocida también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas. Es autor de las novelas Castigo divino (1988, Premio Dashiell Hammet), Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Sara (2015), la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales (El cielo llora por mí, 2008; Ya nadie llora por mí, 2017, y Tongolele no sabía bailar, 2021) y El caballo dorado (2014). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007), Flores oscuras (2013) y Ese día cayó en domingo (2022), así como el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2021).
Además de los galardones citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes. Ese mismo año es nombrado vocal del patronato del Instituto Cervantes, en representación de las letras y la cultura hispanoamericanas. En 2021 el Grupo de Diarios América (GDA) lo escogió como el personaje latinoamericano del año por su activa defensa de la libertad de expresión y de la democracia en su país. Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas.
En Flores oscuras, a medio camino entre la crónica periodística y el cuento, Sergio Ramírez se asoma a los misterios del alma humana en doce sorprendentes relatos llenos de colores vivos y negras sombras, en los que cada personaje batalla contra sus propios conflictos y esconde sus propios secretos. "No me vayan a haber dejado solo" es una narración pseudoautobiográfica, un "relato de un ensueño, en el que él regresa a su propia casa y busca en vano uno a uno a sus habitantes", como explica Juan Cruz .