jueves, 29 de junio de 2023

"La chica del cumpleaños", un cuento de Haruki Murakami


Torre de Tokio. (Sobre Japón)


 La chica del cumpleaños 


El día de su vigésimo cumpleaños también trabajó de camarera, como de costumbre. Le tocaba todos los viernes, pero, de hecho, aquel viernes por la noche no debería haber trabajado. Había intercambiado su turno con otra chica que también trabajaba por horas. Lógico. La mejor manera de pasar el vigésimo cumpleaños no es sirviendo gnocchi de calabaza y fritto misto di mare entre los berridos del cocinero. Pero el resfriado de la compañera con quien debería haber intercambiado el turno empeoró y ésta tuvo que meterse en cama. Con casi cuarenta grados de fiebre y una diarrea imparable, no podía ir a trabajar. Ésa era la situación. Y fue ella quien tuvo que acudir apresuradamente al trabajo. 

–No te preocupes –consoló por teléfono a la enferma ante sus disculpas–. No porque una cumpla veinte años tiene que hacer algo especial. 

En realidad, la decepción no había sido muy grande. Y una de las razones era que, días atrás, había tenido una seria disputa con su novio, la persona con quien debería de haber pasado la noche de su cumpleaños. Salían juntos desde la época del instituto y la pelea había empezado por una tontería. Pero la historia se había complicado de manera insospechada y, tras corresponder a una palabra ofensiva con otra insultante, y viceversa, ella sintió que se habían roto de manera irreversible los lazos que los unían. En su corazón, algo se había endurecido como una piedra y había muerto. Después de la pelea, él no la había llamado y a ella tampoco le apeteció llamarlo a él. 

Trabajaba en un restaurante italiano bastante conocido de Roppongi.* El local databa de mediados de los sesenta y su cocina, pese a carecer del ingenio de la cocina de vanguardia, era excelente, con lo que uno no se hartaba de comer allí. El ambiente era tranquilo y relajado, nada agobiante. La clientela habitual la componían, más que jóvenes, gente madura y, entre ella, se contaban algunos escritores y actores famosos, cosa nada de extrañar en aquella zona. 

Dos camareros fijos trabajaban seis días a la semana. Ella y otra estudiante trabajaban a tiempo parcial, por turno, tres días a la semana cada una. Además había un encargado. Y una mujer delgada de mediana edad que se sentaba tras la caja registradora. Se decía que la mujer llevaba en el mismo sitio desde la inauguración del local. Apenas se alzaba de su asiento, como la patética abuela de La pequeña Dorrit de Dickens. Cobraba y se ponía al teléfono. No tenía otra función. No abría la boca si no era estrictamente necesario. Siempre vestía de negro. Su apariencia era dura, fría y, de estar flotando en el mar de noche, el barco que hubiese chocado con ella seguro que se habría hundido. 

El encargado rondaba la cincuentena. Era alto, ancho de espaldas, posiblemente, de joven, había sido deportista. Ahora empezaba a echar barriga y papada. El pelo, corto y duro, le clareaba un poco por la coronilla. Lo envolvía, en silencio y soledad, el olor propio de los solterones. Un olor a caramelos de eucalipto y papeles de periódico guardados juntos en un cajón. Un tío soltero de la chica olía de la misma forma. 

El encargado vestía traje negro, camisa blanca y llevaba pajarita. No una de esas de corchete, sino de las que se anudan de verdad. Era muy diestro y podía hacerse el lazo sin mirar al espejo. Para él, eso era un motivo de orgullo. Su trabajo consistía en controlar las entradas y salidas de la clientela, saber cómo iban las reservas, conocer el nombre de los clientes habituales, saludarlos sonriente cuando venían, escuchar con aire sumiso las posibles quejas, responder con la mayor precisión posible a las preguntas especializadas sobre vinos y supervisar el trabajo de los camareros. Desempeñaba su labor, día tras día, con eficacia. Otra de sus funciones era llevarle la cena al propietario del local.


–El dueño tenía una habitación en la sexta planta del mismo edificio. No sé si vivía allí o si la utilizaba como despacho –dice ella. 

Ella y yo hemos empezado a hablar por casualidad sobre nuestro vigésimo cumpleaños. Sobre cómo pasamos el día y demás. La mayoría de la gente recuerda muy bien el día en que cumplió los veinte años. Ella hace más de diez años que los ha cumplido. 

–Pero el dueño, vete a saber por qué, no aparecía nunca por el restaurante. El único que lo veía era el encargado, solamente él le llevaba la comida. Los trabajadores subalternos ni siquiera sabíamos qué cara tenía. 

–¿O sea que el propietario encargaba todos los días la comida a su propio restaurante? 

–Pues sí –dice ella–. Todos los días, pasadas las ocho, el encargado le llevaba al dueño la cena a su habitación. Era la hora en que el local estaba más lleno y que el encargado desapareciera justo en ese momento suponía un problema, pero no había nada que hacer. Así había sido desde siempre. El encargado ponía la comida en un carrito de esos del servicio de habitaciones de los hoteles, lo empujaba con aire sumiso hasta el ascensor, subía y, unos diez minutos después, regresaba con las manos vacías. Una hora más tarde volvía a subir y bajaba el carrito con los platos y vasos vacíos. Y eso se repetía, día tras día, de manera idéntica. La primera vez que lo vi me quedé de piedra. Parecía un ritual religioso. Pero después me acostumbré y dejé de prestarle atención.


El dueño comía siempre pollo. La manera de cocinarlo y las verduras de guarnición variaban según el día, pero tenía que ser pollo. Un cocinero joven me contó una vez que le había servido el mismo pollo asado una semana seguida para ver qué pasaba, pero que no le oyó una sola queja. Con todo, los cocineros intentan siempre idear nuevas recetas y los sucesivos chefs se imponían el reto de cocinar el pollo de todas las maneras posibles. Elaboraban salsas complicadas. Probaban el pollo de distintos proveedores. Pero todos sus esfuerzos resultaban tan inútiles como lanzar piedrecitas en el abismo de la nada. No había reacción alguna. Y todos acababan resignándose a cocinar, día tras día, un plato de pollo corriente y moliente. Que fuese pollo era todo lo que se les pedía. 

El día de su vigésimo cumpleaños, un diecisiete de noviembre, la jornada laboral se inició como de costumbre. La llovizna que había empezado a caer a primeras horas de la tarde se convirtió, al anochecer, en un aguacero. A las cinco, el personal se reunía a escuchar las explicaciones del encargado sobre el menú del día. Los camareros debían aprendérselo palabra por palabra, sin llevar chuleta. Ternera a la milanesa, pasta con sardinas y col, mousse de castaña. A veces, el encargado hacía el papel de cliente y los camareros tenían que responder a sus preguntas. Luego comían lo que les servían. No fuera a ser que les sonaran las tripas mientras les anunciaban el menú a los clientes.

El restaurante abría a las seis, pero, debido al aguacero, aquel día los clientes se retrasaban. Incluso hubo quien canceló la reserva. Las mujeres detestan mojarse el vestido. El encargado mantenía los labios apretados con aspecto malhumorado y los camareros, para matar el tiempo, limpiaban los saleros o hablaban con el cocinero sobre la comida. Ella recorría con la mirada el comedor, ocupado sólo por una pareja, mientras escuchaba la música de clavicordio que sonaba a bajo volumen por los altavoces del techo. El profundo olor de la lluvia de finales de otoño invadía el comedor. 

Eran las siete y media pasadas de la tarde cuando el encargado empezó a encontrarse mal. Se derrumbó tambaleante sobre una silla y permaneció unos instantes apretándose el vientre. Como si hubiese recibido en la barriga el impacto de una bala. Grasientas gotas de sudor le poblaban la frente. 

–Creo que debería ir al hospital –dijo con voz pesada. 

Era muy raro que se encontrara mal. Desde que empezó a trabajar en el restaurante, diez años atrás, no había faltado un solo día. Jamás había estado enfermo, nunca se había hecho daño. Ése era otro motivo de orgullo para el encargado. Pero su cara contraída por el dolor anunciaba que la cosa iba en serio. 

Ella abrió un paraguas, salió a la calle principal y paró un taxi. Un camarero sostuvo al encargado hasta el taxi, lo ayudó a subir y lo llevó a un hospital cercano. Antes de montar en el taxi, el encargado le dijo a ella con voz ronca: 

–A las ocho, lleva la cena a la habitación seiscientos cuatro. Sólo tienes que llamar al timbre, decir: «Aquí tiene su comida», y dejarla allí. 

–La seiscientos cuatro, ¿verdad? –dijo ella. 

–A las ocho en punto –insistió el encargado. Hizo otra mueca de dolor. La portezuela del taxi se cerró y él se fue.


Tras la marcha del encargado, siguió sin amainar la lluvia y los clientes continuaron llegando sólo de cuando en cuando. Únicamente había una o dos mesas ocupadas a la vez. Así que no representó ningún problema que el encargado y uno de los camareros se hubieran ido. Si se quiere, puede llamarse a eso buena suerte. No eran pocas las veces en que había tanto trabajo que les costaba controlar la situación aun estando todo el personal reunido.

A las ocho, cuando estuvo lista la cena del dueño, condujo el carrito hasta el ascensor, lo cargó dentro y subió al sexto piso. Un botellín de vino tinto descorchado, una cafetera llena, el plato del pollo, las verduras tibias de acompañamiento, pan y mantequilla: lo mismo de siempre. El denso olor de la carne llenó pronto el pequeño ascensor, mezclado con los efluvios de la lluvia. Al parecer, alguien había subido en el ascensor con el paraguas mojado ya que en el suelo había un pequeño charco. 

Avanzó por el pasillo, se detuvo ante la puerta 604 y repitió para sí, una vez más, el número que le habían dado. El 604. Y tras un carraspeo, pulsó el timbre que había junto a la puerta. 

Nadie respondió. Ella permaneció inmóvil ante la puerta unos veinte segundos. Cuando se disponía a pulsar el timbre de nuevo, la puerta se abrió hacia dentro, de repente, y apareció un anciano pequeño y delgado. Sería unos siete centímetros más bajo que ella. Llevaba traje oscuro y corbata. La camisa era de color blanco y la corbata tenía la tonalidad de la hojarasca. Pulcro, sin una arruga, el pelo cuidadosamente alisado, parecía listo para acudir a una fiesta de noche. Las profundas arrugas que le surcaban la frente hacían pensar en escondidos valles fotografiados desde el aire. 

–Aquí tiene su cena –dijo ella con voz ronca. Y volvió a carraspear ligeramente. El nerviosismo siempre le enronquecía la voz. 

–¿La cena?

 –Sí. El señor encargado se ha sentido indispuesto de repente y le traigo yo la cena en su lugar. 

–¡Ah, claro! –dijo el anciano, como si hablara para sí, con una mano apoyada en el pomo de la puerta–. Ya veo. ¿Así que se encuentra mal? 

–Sí. Le ha empezado a doler el estómago de repente. Y ha ido al hospital. Dice que posiblemente se trate de apendicitis. 

–¡Vaya! –exclamó el anciano–. ¡Qué mal! 

Ella carraspeó. 

–¿Desea el señor que le entre la cena? 

–¡Ah, claro! –dijo el anciano–. Si tú quieres. 

«¿Si yo quiero?», pensó ella. Vaya manera más extraña de hablar. ¿Qué diablos voy a querer yo? 

El anciano abrió la puerta de par en par y ella empujó el carrito hacia dentro. Una alfombra gris de pelo corto cubría el suelo por completo y no era preciso quitarse los zapatos al entrar. Parecía más un despacho que una vivienda y se había acondicionado la habitación como un amplio estudio. Por la ventana se veía, tan cercana que casi parecía que pudiera tocarse, la Torre de Tokio completamente iluminada. Ante la ventana había un gran escritorio y, junto a éste, un pequeño tresillo. El anciano señaló una mesita que había delante del sofá. Una mesita baja de superficie plastificada. Ella dispuso allí la cena. La blanca servilleta de tela y los cubiertos de plata. La cafetera y la taza de café, el vino y la copa, el pan y la mantequilla, y, por fin, el plato de pollo y la guarnición de verduras. 

–Vendré a recogerlo todo dentro de una hora, señor. ¿Será tan amable de sacar los platos vacíos al pasillo como de costumbre? –preguntó ella. 

El anciano contempló durante unos instantes con profundo interés la comida dispuesta sobre la mesita y, después, respondió como si se acordara de repente. 

–¡Ah, claro! Los dejaré en el pasillo. En el carrito. Dentro de una hora. Si así lo quieres. 

«Sí, en este momento, eso es lo que quiero», se dijo ella para sus adentros. 

–¿Desea algo más el señor? 

–No, nada más –respondió el anciano tras pensárselo unos instantes. Llevaba unos zapatos de piel de color negro, bruñidos y brillantes. Unos zapatos de pequeño tamaño, muy elegantes. «¡Qué bien vestido va!», pensó ella. «Y tiene muy buen porte para su edad.» 

–Entonces, con su permiso... 

–No, espera un momento –dijo el anciano. 

–Sí. ¿Qué desea? 

–Oye, jovencita, ¿podrías dedicarme cinco minutos de tu tiempo? –preguntó el anciano–. Me gustaría hablar contigo. 

«¿Jovencita?» Al oírlo, se ruborizó. 

–Sí. Claro. No creo que haya problema. Es decir, si se trata de cinco minutos –dijo. ¡Pero si ella era una empleada suya que cobraba por horas! No se trataba de ofrecer o de quitarle el tiempo a nadie. Además, el anciano parecía una persona incapaz de hacerle daño.

–Por cierto, ¿cuántos años tienes? –preguntó el anciano, de pie al lado de la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola directamente a los ojos. 

–Pues ahora tengo veinte –dijo ella. 

–¿Ahora tienes veinte? –repitió el anciano. Y entrecerró los ojos como si estuviera atisbando por una rendija–. Eso de que ahora tienes veinte debe de significar que no hace mucho que los tienes, ¿verdad?

 –Pues no, señor. Los acabo de cumplir. –Y, tras dudar unos instantes, añadió–: En realidad, hoy es mi cumpleaños. 

–¡Ah, claro! –dijo el anciano acariciándose la barbilla como si quisiera convencerse de algo–. ¡Ah, claro! Ya veo. Así que hoy cumples veinte años. 

Ella asintió en silencio. 

–Justo hace veinte años que, en un día como hoy, tú viste la luz por primera vez. 

–Pues sí, en efecto. 

–¡Ya veo! ¡Ya veo! –exclamó el anciano–. ¡Qué bien! ¡Felicidades! 

–Muchas gracias –dijo ella. Pensándolo bien, era la primera vez que la felicitaban aquel día. Claro que, al volver a su apartamento, tal vez encontrara un mensaje de sus padres desde Ôita en el contestador automático. 

–Eso hay que celebrarlo –dijo el anciano–. Es algo magnífico. ¿Qué te parece, jovencita? ¿Brindamos con un poco de vino tinto?

–Muchas gracias. Es que estoy trabajando y... 

–Por un poco de vino no pasa nada. Además, si te invito yo, nadie va a decirte nada. Sólo un sorbito, para celebrarlo. 

El anciano extrajo el tapón de corcho, le sirvió a ella un poco de vino en la copa, sacó otra copa para él de un pequeño armario con puerta de cristal, una copa normal y corriente, y se la llenó de vino. 

–¡Feliz cumpleaños! –dijo el anciano–. Que tu vida sea rica y fructífera. Que ninguna sombra la empañe jamás. 

Brindaron los dos. 

«Que ninguna sombra la empañe jamás.» Repitió ella para sí las palabras del anciano. ¿Por qué hablaría aquel hombre de forma tan peculiar? 

–Veinte años sólo se cumplen una vez en la vida. Y son algo tan valioso, jovencita, que no pueden ser reemplazados por nada. 

–Sí –repuso ella. Y bebió, con cautela, un único sorbo de vino.

 –Y tú, en un día tan importante como éste, me has traído la cena. Igual que un hada bondadosa. 

–Yo me he limitado a hacer lo que me han dicho. 

–Incluso así –dijo el anciano–. Incluso así. Hermosa jovencita. 

El anciano se sentó en un sillón de piel que había delante del escritorio. Y le señaló el sofá. Ella se sentó en la punta del asiento, todavía con la copa de vino en la mano. Con las dos rodillas juntas, tiró del dobladillo de la falda. Y carraspeó. Miró cómo los gruesos goterones de lluvia trazaban líneas al otro lado del cristal. En la habitación reinaba un extraño silencio.

–Hoy cumples veinte años y, además, me has traído una magnífica comida caliente –dijo el anciano como si quisiera confirmarlo una vez más. Y dejó la copa sobre el escritorio con un golpecito–. ¡Qué dichosa coincidencia! ¿No te parece? 

Ella asintió, no muy convencida. 

–Así, pues –dijo el anciano, palpándose el nudo de la corbata de tonalidad parecida a la hojarasca–, voy a hacerte un regalo, jovencita. Un día tan especial como el del vigésimo cumpleaños requiere un recuerdo también muy especial. 

Ella sacudió precipitadamente la cabeza. 

–¡Oh, no! No se moleste, se lo ruego. Yo sólo le he traído la cena porque así me lo han ordenado. EOl anciano levantó ambas manos con las palmas vueltas hacia delante. 

–¡Oh, no, no! Eres tú quien no debe preocuparse. Es un regalo que no tiene forma. No tiene valor. En fin –dijo posando ambas manos sobre la mesa. Y lanzó un suspiro–. En fin, que voy a satisfacer un ruego tuyo. Mi joven y preciosa hada. Voy a hacer que se cumpla un deseo. El que tú quieras. No importa cuál. Cualquier deseo que tengas. En el caso de que tengas alguno, por supuesto.

 –¿Un deseo? –dijo ella con voz seca. 

Algo que tú quieras. Lo que tú desees, jovencita. De tenerlos, te concederé uno de tus deseos. Éste es el regalo de cumpleaños que puedo hacerte. Pero se trata sólo de uno, así que tienes que pensártelo muy, muy bien –dijo el anciano alzando un dedo en el aire–. Únicamente uno. Después no podrás cambiar de idea y echarte atrás. 

Ella perdió el habla. ¿Un deseo? Impulsada por el viento, la lluvia azotaba a ráfagas los cristales con un sonido desigual. El silencio proseguía. Mientras, el anciano la miraba sin articular palabra. En el fondo de los oídos de ella resonaban los latidos irregulares de su corazón. 

–¿Concederme algo que yo desee? 

El anciano no respondió a su pregunta. Todavía con las manos unidas sobre el escritorio, se limitó a sonreír. Fue una sonrisa natural y amistosa. 

–Jovencita, ¿tienes algún deseo? ¿O no? –dijo el anciano con voz serena.


Ella me mira de frente.

 –Esto sucedió de veras. No me lo estoy inventando. 

–No, claro que no –digo yo. Ella no es el tipo de persona que se inventa las cosas–. ¿Y qué deseo le pediste? 

Ella mantiene por unos instantes la mirada fija en mí. Lanza un pequeño suspiro. 

–No vayas a pensar que me creí a pies juntillas todo lo que me decía el anciano. Vamos, que yo, a los veinte años, no creía en cuentos de hadas. Claro que, aun suponiendo que se tratara de una broma que se había inventado sobre la marcha, no puede negarse que tenía su gracia. El anciano tenía mucha clase y yo decidí seguirle la corriente. Aquel día yo cumplía veinte años y no estaba nada mal que sucediera algo fuera de lo normal. No se trataba de si me lo creía o no. –Asiento en silencio–. ¿Entiendes cómo me sentía? El día de mi cumpleaños iba a acabar así, sin más. Sin que pasara nada, sin nadie que me felicitase, sirviendo tortellini con salsa de anchoas. ¡Y yo cumplía veinte años! 

Asiento de nuevo. 

–Te comprendo –digo. 

–Así que formulé un deseo, tal como me decía –me cuenta ella.


El anciano permaneció unos instantes mirándola fijamente, sin decir palabra. Seguía con las manos posadas sobre el escritorio. Encima se amontonaban gruesas carpetas similares a libros de cuentas. También había utensilios para escribir, un calendario y una lámpara con la pantalla de color verde. Aquel par de manitas parecía formar parte del mobiliario. La lluvia seguía azotando los cristales de la ventana y, más allá, se veían borrosas las luces de la Torre de Tokio**. 

Las arrugas del anciano se hicieron un poco más profundas. 

–¿O sea que éste es tu deseo? 

–Sí. 

–Es un deseo muy raro para una chica de tu edad –dijo el anciano–. Lo cierto es que me esperaba otro tipo de cosa. 

–Si no puede ser, pediré algo distinto –dijo ella. Y carraspeó otra vez–. No importa. Pensaré en otra cosa. 

–¡Oh, no, no! –dijo el anciano levantando ambas manos y agitándolas en el aire como si fueran una bandera–. No hay ningún problema. En absoluto. Sólo que me has pillado por sorpresa, jovencita. ¿Seguro que no deseas nada distinto? Como, por ejemplo, ser más hermosa, o más inteligente, o rica. ¿No te importa no pedir una cosa de esas? ¿Uno de los deseos que pediría cualquier chica de tu edad? 

Me tomé mi tiempo para escoger las palabras adecuadas. Mientras tanto, el anciano aguardaba paciente y sin decir nada. Con las dos manos apaciblemente posadas sobre el escritorio. 

–Claro que me gustaría ser más guapa, y más inteligente, y rica. Pero si estos deseos se realizaran, no puedo ni imaginar qué sería de mí. Tal vez se me escapara todo de las manos. Yo aún no sé muy bien de qué va la vida. En serio. No sé cómo funciona. 

–¡Ah, claro! –dijo el anciano entrecruzando los dedos y descruzándolos a continuación–. ¡Ah, claro!

–¿Mi deseo es posible? 

–Por supuesto –dijo el anciano–. Por supuesto. Por mi parte, no hay ningún problema. De repente, el anciano clavó la vista en un punto del espacio. Las arrugas de la frente cobraron todavía mayor profundidad. Como si los pliegues del cerebro estuviesen concentrados en una idea. Parecía estar mirando algo –una diminuta pluma invisible a nuestros ojos, por ejemplo– que flotara en el aire. Luego extendió ambos brazos, se alzó un poco del asiento y entrechocó las palmas de las manos con energía. Sonó un chasquido seco. Después se sentó. Se palpó suavemente las arrugas de la frente con las yemas de los dedos y esbozó una plácida sonrisa. 

–¡Ya está! Tu deseo se ha cumplido. 

–¿Ya se ha cumplido? 

–Sí, ya se ha cumplido. Ha sido una tarea fácil –dijo el anciano–. Feliz cumpleaños, hermosa jovencita. Sacaré el carrito al pasillo, así que no te preocupes. Puedes volver a tu trabajo. 

Montó en el ascensor y regresó al restaurante. Puede que se debiera a que iba con las manos vacías, pero sentía el cuerpo extrañamente liviano, tenía la impresión de estar andando sobre una materia blanda de naturaleza desconocida. 

–¿Te ha ocurrido algo? Parece que estés en la luna –le preguntó el camarero joven. 

Ella sacudió la cabeza con una vaga sonrisa. 

–¿Ah, sí? Pues no me ha pasado nada. 

–Oye, ¿y cómo es el dueño? 

–Pues, no sé. Apenas lo he visto –respondió ella con indiferencia. 

Una hora y media más tarde fue a recoger los cacharros. Estaban sobre el carrito, en el pasillo. Levantó la tapa y vio que, de la comida, no quedaba ni una miga y que la botella de vino y la cafetera también estaban vacías. La puerta de la habitación 604 estaba cerrada sin señal alguna. Ella permaneció unos instantes mirándola en silencio. Le daba la impresión de que iba a abrirse de un momento a otro. Pero no sucedió. Bajó el carrito en el ascensor y lo llevó al fregadero. El cocinero miró los platos, vacíos como de costumbre, y asintió de forma inexpresiva. 


–No volví a ver al dueño jamás –dice ella–. Lo del encargado fue sólo un dolor de barriga y, al día siguiente, fue él quien le llevó la comida al dueño; además, al empezar el año yo dejé el trabajo. Y luego no volví nunca al restaurante. No sé por qué, pero me daba la sensación de que era mejor mantenerme alejada. No sé, tenía una especie de presentimiento. 

Ella jugueteaba con el posavasos mientras pensaba en algo. 

–A veces, me parece que todo lo que ocurrió la noche del día de mi vigésimo cumpleaños fue sólo una ilusión. Que, sea por lo que sea, acabó convenciéndome de que ocurrió algo que en realidad no ocurrió. Que únicamente se trata de eso. Pero ¿sabes? Aquello sucedió, sin ningún género de dudas. Aún hoy puedo recordar al detalle, con toda claridad, cada uno de los muebles y objetos que había en la habitación 604. Aquello ocurrió de verdad y, posiblemente, tuvo un gran significado para mí. 

Durante unos instantes, los dos permanecemos en silencio, tomando nuestras respectivas bebidas y pensando, tal vez, en cosas diferentes. 

–¿Puedo hacerte una pregunta? –le digo–. Aunque, hablando con propiedad, son dos.

 –Sí –dice ella–. Pero me imagino que lo que quieres saber no es otra cosa que cuál fue mi deseo, ¿me equivoco? 

–No parece que quieras decírmelo. 

–¿Eso parece? 

Asiento. 

Ella deja el posavasos y entrecierra los ojos como si estuviera mirando algo en la distancia. 

–Los deseos no deben contarse a nadie. 

–Ni yo pretendo sonsacártelo –digo–. Lo que me gustaría saber es si tu deseo se ha cumplido. Y si tú te has arrepentido alguna vez de haber elegido el deseo que elegiste, fuera el que fuese. Es decir, si alguna vez has pensado: «¡Ojalá hubiera pedido otra cosa!». 

–La respuesta a la primera pregunta es sí y no. Mi vida todavía sigue y no sé qué va a sucederme en el futuro. 

–¿O sea que es un deseo que tarda tiempo en realizarse? 

–Sí –dice ella–. El tiempo desempeña aquí un papel importante. 

–¿Como en la elaboración de algunas comidas? 

Ella asiente. 

Reflexiono un poco al respecto. Pero la única imagen que acude a mi cabeza es la de una gigantesca tarta cociéndose en un horno a baja temperatura. 

–¿Y la segunda pregunta? –quiero saber. 

–¿Cuál era la segunda pregunta? 

–Si te has arrepentido alguna vez de tu elección. 

Hay un breve silencio. Ella me mira con ojos faltos de profundidad. En sus labios aflora la sombra marchita de una sonrisa. A mí me recuerda a una renuncia silenciosa y triste. 

–Yo ahora estoy casada con un miembro de la Contaduría del Estado tres años mayor que yo y tengo dos hijos –me cuenta–. Un niño y una niña. Y un setter irlandés. Y monto en mi Audi para ir dos veces por semana a jugar al tenis con mis amigas. Ésta es mi vida ahora. 

–Pues no parece tan mala, la verdad –digo. 

–¿Aunque el parachoques tenga dos abolladuras? 

–¡Pero si los parachoques están para ser abollados! 

–Eso tendría que ir en una pegatina –dice ella–. LOS PARACHOQUES ESTÁN PARA SER ABOLLADOS. 

Le miro los labios.


–Lo que quiero decir –prosigue ella en voz baja. Se rasca el lóbulo de la oreja. Un lóbulo muy bien formado– es que una persona, desee lo que desee, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma. Sólo eso. 

–Eso tampoco quedaría mal en una pegatina: «Una persona, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma». 

Ella se ríe alegremente a carcajadas. Y aquella sombra marchita de una sonrisa desaparece como por ensalmo. 

Ella hinca un codo en la barra y me mira. 

–Oye, si tú hubieras estado en mi situación, ¿qué habrías pedido? 

–¿Te refieres a la noche de mi vigésimo cumpleaños? 

–Sí –dice. 

Reflexiono durante largo rato. Pero no se me ocurre ningún deseo. 

–Pues no se me ocurre nada –le digo con franqueza–. Mi vigésimo cumpleaños queda ya demasiado lejos. 

–¿Nada? ¿En serio? 

Asiento. 

–¿Ni uno? 

–Ni uno –digo yo. 

Ella vuelve a mirarme a los ojos. Una mirada muy franca y directa. 

–Seguro que ya lo habrás pedido –me dice.


–Pero se trata sólo de uno, hermosa jovencita, así que tienes que pensártelo muy, muy bien. –En las tinieblas, un anciano que llevaba una corbata de la tonalidad de la hojarasca alzó un dedo en el aire–. Únicamente uno. Después, no podrás cambiar de idea y echarte atrás.  

* Elegante barrio de Tokio famoso por sus restaurantes, bares y discotecas. (N. de la T)
** Torre de acero de 333 metros de altura. Desde 1958 es la estructura metálica más alta del mundo (la Torre Eiffel de París tiene 320 metros). (N. de la T.)

(Haruki Murakami, Sauce ciego, mujer dormida, trad. de Lourdes Porta Fuentes, Tusquets, 2009)

El escritor Haruki Murakami. / OLE JENSEN (Cadena Ser)

Haruki Murakami es un escritor y traductor japonés autor de novelas, relatos y ensayos, cuya obra está muy influenciada por la literatura y la música occidentales. Su nombre es uno de los que cada año suena como favorito para el Premio Nobel de Literatura.

Nació en Tokio en 1949. Estudió Literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda. Apenas asistió a clase ya que compatibilizó sus estudios con el trabajo en una tienda de discos en Shinjuku y pasaba mucho tiempo en bares de jazz. Antes de terminar sus estudios,  abrió su propio bar de jazz, Peter Cat,  que regentó con su pareja desde 1974 hasta 1981. 

Su debut literario se produjo  en 1979 con la novela Escucha la canción del viento, primera entrega de la Trilogía de la rata, que completaron Pinball 1973 (1980) y La caza del carnero salvaje (1982).  Tras el éxito de Tokio Blues (1987), uno de sus títulos más conocidos, se fue a vivir a Europa y a Estados Unidos, pero regresó a Japón en 1995, después del terremoto de Kobe  y el ataque terrorista con gas sarín que la secta japonesa Verdad Suprema perpetró en el  metro de Tokio. A su regreso, entrevistó a víctimas y a miembros de la secta responsable del atentado. De esas conversaciones nació la obra de no ficción Underground (2014). Antes había publicado Baila, baila, baila (1988),  Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1995), Kafka en la orilla (2002), 1Q84 (2010)  y Los años de peregrinación del chico sin color (2013). Más tarde aparecieron títulos como La muerte del comendador (2017) y La ciudad de los muros inciertos (2023), todavía no traducida al español.

Tusquets ha publicado todas sus novelas, así como los libros de relatos El elefante desaparece, Después del terremoto, Sauce ciego, mujer dormida y Hombres sin mujeres, además de dos relatos ilustrados: La chica del cumpleaños y Toni Takitani. La editorial Libros del zorro rojo publicó en años consecutivos tres relatos ilustrados por la artista alemana Kat Menschik (Sueño, La biblioteca secreta y Asalto a las panaderías); en 2020 los reunió en un solo volumen con el título de Trilogía Murakami.

Su obra ha sido reconocida con premios tan prestigiosos como el Fraz Kafka (2006), el Mundial de Fantasía (2006), el Jerusalén (2009), el Hans Christian Andersen de Literatura (2016) y el Princesa de Asturias de las Letras 2023. El  jurado  de este premio ha destacado "su alcance universal, su capacidad para conciliar la tradición japonesa y el legado de la cultura occidental en una narrativa ambiciosa e innovadora". Han valorado, así mismo, que "ha sabido expresar algunos de los grandes temas y conflictos de nuestro tiempo: la soledad, la incertidumbre existencial, la deshumanización en las grandes ciudades, el terrorismo, pero también el cuidado del cuerpo o la propia reflexión sobre el quehacer creativo".

Su relato "La chica del cumpleaños" fue publicado por primera vez en la antología coordinada por el autor Birthday Stories (2002). Escribió este cuento a petición del editor, cuando estaba preparando esta antología de historias sobre cumpleaños escritas por otros autores. Posteriormente fue incluido en su libro de cuentos Sauce ciego, mujer dormida (2006). 

Una mujer le cuenta al narrador lo que le ocurrió años antes, el día de su vigésimo cumpleaños. Empleada en un restaurante como camarera a tiempo parcial, ese día, por indisposición del encargado, debe ser ella quien lleve la cena al dueño del restaurante, un hombre misterioso que vive apartado y solo tiene contacto con el encargado. En una atmósfera de cierto misterio, el dueño la invita a pasar a su habitación y, al saber que celebra su cumpleaños, la anima a pedir un solo deseo, asegurándole que le será concedido. Con una calculada ambigüedad, la historia termina sin que el interlocutor-narrador (y los lectores con él) sepamos cuál fue su deseo y si se ha arrepentido de haberlo pedido.

domingo, 25 de junio de 2023

"Invocación desde el acantilado" y otros dos poemas de Celia Carrasco Gil


Atardecer en cala Saona. CHANO MONTELONGO. (elmundo.es)


Invocación desde el acantilado

Madre Safo de todos los poemas,
quítame de este fondo el agua dura,
ven a mi Lesbos, óyeme hoy y jura
que darás a mis versos más estemas.

Líbrame de las olas de estas yemas
si sangran, y pon comas de sutura
para paliarme el golpe a tanta altura
si acaso se suicidan mis fonemas.

Safo, ven hoy y escucha mi plegaria.
Acércate y alumbra mi horizonte.
Madre, ven a ayudarme con el aria.

Rocíame la alcoba de armonía
y llévame con vuelta al Aqueronte
a ser del loto fiel melancolía.

(De Entre temporal y frente, 2020)

Selvación

El verso me ha selvado un nuevo día
de la escoliosis gris del edificio
y esa desviación desde su inicio
que persigue la línea del tranvía.

Sin suelo que pisar, puebla el solía
y busca con su lengua un intersticio
donde se cuele el aire del oficio
silvestre de hoja, savia y poesía.

Y entonces se acomoda al reciclaje,
al tránsito en renglones de serpientes
que mudan las escamas del paisaje.

El humus rebobina el sentimiento:
remueve del pasado los nutrientes
y al fin da a luz a un dulce pensamiento.

(De Selvación, 2021)

El pájaro

Toda brisa horada algún cuerpo,
hasta aventar su luz,
el cereal rescoldo que aún le quema.
La sangre       se evapora       en la memoria
de la fiebre.
Y en ese punto nómada del centro,
el pájaro de arcilla
-hálito de qué odre-
en su torpe cantar
se defenestra.

(De Rupestre, 2023)


Celia Carrasco Gil. / Foto: Clara Carrasco Gil

Celia Carrasco Gil (Tudela, 2000) es una de las voces más prometedoras de la poesía española actual. Graduada en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza, actualmente reside entre Zaragoza y Salamanca, donde cursa el Máster en Literatura Española e Hispanoamericana, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Forma parte de la Asociación Aragonesa de Escritores y colabora en la sección 'En nombre propio' del suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón, así como en las revistas Imán, Turia, Café Montaigne y Traslapuente. Ha publicado los libros de poesía Entre temporal y frente (Olifante, 2020), finalista del Premio Nacional de Poesía Joven Miguel Hernández; Selvación (Torremozas, 2021), con el que obtuvo el XXII Premio de Poesía Joven Gloria Fuertes, Limos del cielo. Poesía 2016-2022 (Ediciones del 4 de agosto, 2022) y Rupestre (Olifante, 2023). Algunos de sus poemas han sido recogidos en Todos los dioses. Antología panhispánica de poetas jóvenes del siglo XXI (Casa Bukowski, 2021-Ultramarina, 2022). Textos suyos han sido musicalizados por el compositor catalán Pere Soto en la obra Lunática Chispa de Lianas (opus 217), y por el músico navarro Miguel Tantos Sevillano en el espectáculo de jazz y poesía Lenguajes. Ha participado en encuentros poéticos internacionales de la École Normale Supérieure de París y del Instituto Cervantes de Sofía.

Su primer poemario, dedicado a su padre, hace un recorrido desde el dolor hasta la poesía y, como leemos en la contraportada, está vertebrado sobre la polisemia triple y cruzada de "temporal" y "frente". Parte de un sentido meteorológico externo (del temporal como tormenta y el frente del noroeste como cierzo) para pasar a un ámbito anatómico más reflexivo (del temporal escamoso como hueso de la audición y el equilibrio y la frente abovedada como cara externa que se eleva ante una nueva visión del mundo), y finalmente deriva en un combate bélico (con los horizontes temporales como tiempo muerto y el frente del silencio como frente bélico en el que la visión poética acaba trascendiendo y cobrando conciencia de la conversión del dolor en algo estético). En opinión del poeta y profesor Alfredo Saldaña, se trata de un libro 

"medido hasta el último detalle en el que nada queda al azar, un poemario penetrante y hondo, dotado de una profunda coherencia y de una estructura orgánica muy bien ensamblada en el que las palabras eran cuidadosamente elegidas hasta el punto de configurar con ellas unos poemas sostenidos sobre unas envolventes cadencias rítmicas, continuos hipérbatos y un incontestable y perturbador tempo musical".

"Invocación desde el acantilado", el soneto que abre el libro, quiere ser un guiño a Safo, la primera voz femenina conocida de la lírica griega. En el poema, el yo poético invoca a Safo cuando se encuentra en lo alto de un acantilado a punto de lanzarse al abismo de la creación, como ha explicado la autora.

Su segundo poemario, Selvación, se divide en tres partes ("Ciudad", "Hogueras cenicientas" y "San Silvestre") e incluye treinta y nueve poemas, trece en cada una de las secciones, dato que, para Alfredo Saldaña, es "indicio del interés arquitectónico de esta poeta para armar un libro que sea algo más que una mera agrupación de textos". Selvación, en palabras de la autora, "trasluce un juego de palabras entre 'selva' y 'salvación', de tal manera que esta 'selva sagrada' de Rubén Darío en este caso tiene otro cariz y da paso a una suerte de menosprecio de la ciudad congestionada y alabanza de la libertad de un espacio silvestre idílico, que tiene mucho que ver con la apertura que permite la propia poesía". Con el  término "Selvación", aclara a su vez  Alfredo Saldaña, la autora "nombra el intersticio 'de una vida / que se parte', un espacio situado en un punto indeterminado, entre la ciudad desasosegante y la selva como emblema de lo sagrado, la vida natural y la libertad". Y añade: "Y creo que la poesía podría nombrar ese espacio impreciso de refugio, ternura y proyección".

Rupestre está formado por dos secciones de veintiún poemas en verso blanco cada una, aunque también hay metro clásico, de hecho el libro termina con un soneto. El poemario, ha dicho la autora, "Fluctúa entre una primera parte que trabaja con diferentes cromatismos del color rojo, como si fueran petroglifos en las paredes de la cueva del lenguaje, y distintas imágenes de la luz, como si nos encontráramos ante el fuego de las imágenes compartidas".

Referencias:
-Celia Carrasco Gil, entrevista concedida a José del Prado (5 de agosto de 2022). 
Consultada en: https://letralia.com/tag/celia-carrasco-gil/.
-Alfredo Saldaña, Selvada por el poema, en:
https://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/actualidad_turia/selvada-por-el-poema
-Reseña de Selvada en Altavoz Cultural. 
Consultada en: https://altavozcultural.com/2022/04/19/selvacion-celia-carrasco-gil/

viernes, 23 de junio de 2023

Relatos para pasarlo de miedo 14

 En el último día de clase de este curso escolar 22-23, publicamos el número 34 de los  "Cuadernos de biblioteca", que contiene una selección de los relatos escritos por alumnos de ESO y Bachillerato junto con las correspondientes ilustraciones expresamente elaboradas por los alumnos de 1ºH del Bachillerato de Artes y desde la asignatura Proyectos Artísticos, dentro del marco de las actividades que se desarrollaron en la XIV Semana de la Literatura de Misterio y Terror.

 ¡Que acompañéis vuestras vacaciones estivales de unas buenas lecturas!


domingo, 18 de junio de 2023

"La misa de amor", romance

 



LA MISA DE AMOR

Mañanita de San Juan,
mañanita de primor,
cuando damas y galanes
van a oír misa mayor.
Allá va la mi señora,
entre todas la mejor;
viste saya sobre saya,
mantellín de tornasol,
camisa con oro y perlas
bordada en el cabezón.
En la su boca muy linda
lleva un poco de dulzor;
en la su cara tan blanca,
un poquito de arrebol,
y en los sus ojuelos garzos
lleva un poco de alcohol;
así entraba por la iglesia
relumbrando como sol.
Las damas mueren de envidia,
y los galanes de amor.
El que cantaba en el coro,
en el credo se perdió;
el abad que dice misa,
ha trocado la lición;
monacillos que le ayudan,
no aciertan responder, non,
por decir amén, amén, 
decían amor, amor.

NOTAS:
-mantellín de tornasol: especie de mantilla con reflejos tornasolados.
-cabezón: tira de lienzo doblada que forma el cuello de la camisa.
-arrebol: color rojo usado para dar color a las mejillas.
-garzo: de color azulado.
-alcohol: polvo negro muy fino y perfumado usado para alargar los ojos.

Menéndez Pidal, en su Flor nueva de romances viejos, comenta sobre este romance, perteneciente al grupo de romances líricos, lo siguiente:

  "Este encantador romance podría servir de muestra del artificio que suele creerse extraño a la poesía popular. Un gracioso y suave refinamiento domina en él, desde el dejo de inocente irreverencia en su asunto, hasta su embelesarse en los afeites de la dama, olvidando por completo las gracias naturales de la hermosura.
   Sólo conocemos una versión antigua de este romance, conservada por casualidad en cierta glosa hecha por Antonio Ruiz de Santillana en el siglo XVI. Versiones modernas faltan casi por completo en el centro de la Península; sólo las tengo de Cáceres, Salamanca y Segovia; en cambio, abundan mucho en Cataluña y también entre los judíos de Oriente.
   La versión catalana, única conocida a mediados del siglo pasado, adorna a la dama con las armas de la casa real de Aragón; por lo cual Milá, en 1853, creía que este romance era originariamente catalán, y que acaso envolvía el recuerdo de la hija de Jaime I; mas una vez divulgada la versión castellana del siglo XVI descubierta por Wolf, el mismo Milá, en 1874, allegándose al parecer del descubrimiento, supuso que el romance catalán era derivado de una versión castellana afín a la del siglo XVI. Esta suposición se convierte en certidumbre ahora que nosotros hemos encontrado tantas hermosas versiones de los judíos de Oriente y de otras provincias del reino de Castilla".

Puedes escuchar este romance, cantado por Amancio Prada: AQUÍ.

Otros romances medievales en este blog:
-"Romance de la doncella guerrera": AQUÍ.
-"Romance del amor más poderoso que la muerte": AQUÍ.
-"Romance del prisionero": AQUÍ.
-"Romance del infante Arnaldos: AQUÍ.

[Imagen: humanidades.com]

domingo, 11 de junio de 2023

"En la secreta luz" y otros tres poemas de Victoria León



EN LA SECRETA LUZ

En la secreta luz de los abismos.
En la noche insondable de la ausencia.
En las torres de hielo del silencio.
En la pena callada de la lluvia.
En los trenes de vuelta de la dicha.
En la herida infinita del deseo.
Bajo el cielo implacable del verano.
En las ruinas del mundo que soñé,
te seguiré esperando, hasta otra vida.

ENTRE LA NIEBLA

Del recuerdo de algunas horas quedan
tan solo los abismos que dejaron,
nieblas de amaneceres implacables
tras noches sin dormir, calles pobladas
de fantasmas a plena luz del día,
tardes de soledad y de derrota,
de ausencia interminable entre la bruma
y el rumor lejanísimo del mundo.
Y, dentro de nosotros, el silencio
del vacío, la arena del reloj
deslizándose, invicta hacia la nada.

RASTRO DEL FUEGO

La poesía exige incandescencia,
vivir, o haber vivido, entre las llamas,
bajar al propio infierno sin más guía,
haber mirado el mar sin esperanza
y conservar, al menos, un puñado
de cenizas que aún quemen en el alma.

(De Secreta luz, Fundación José Manuel Lara, 2019)

AL FINAL DEL CAMINO

Cuánta niebla al final 
de todos los caminos.
A veces, en la vida,
hay fundidos en negro.
Se abren súbitas grietas
y abismos en el alma
con silencio de nieve.
Y en esa extraña paz
que un día tanto ansiamos,
sin dolor, sin nostalgia,
nuestra hoguera se extingue.
En las manos tan frías
la belleza no hiere.
Solo queda el vacío.

(De Flores de fuego, F. José Manuel Lara, 2023)

 
Victoria León. Foto: Luis Serrano. (elespañol.com)

Victoria León  (Sevilla, 1981) es traductora y crítica literaria.  Licenciada en Filología Hispánica, ha vertido al castellano una treintena de libros del inglés, muchos de ellos obras clásicas de la literatura victoriana y eduardiana de autores como O. Wilde, Ford Madox Ford, John Ruskin, R. Kipling, R. L. Stevenson, A. Tennyson, Chesterton o Conan Doyle. Ha traducido también las célebres Rubaiyat de Omar Jayam, a partir de la versión inglesa de Edward FitzGerald (Reino de Cordelia, 2019). Ha colaborado en medios culturales como las revistas Clarín y Mercurio o el blog Estado Crítico. Es también responsable de la edición de una antología de poemas del Conde de Villamediana, Del tiempo, del amor, de la fortuna (Renacimiento, 2016) y autora del libro de aforismos Insomnios (La Isla de Siltolá, 2017) y de los poemarios Secreta luz (2019) y Flores de fuego (2023). 

Secreta luz, su primer libro de poemas, fue galardonado con el IX Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado. Se trata de un poemario sobre el desamor, del que Jorge León Gustá ha destacado su unidad temática, pues "todo en él gira en torno a la ruptura, el encuentro con la soledad y la lucha entre el presente y la nostalgia frente a la felicidad vivida en el pasado". Los treinta poemas del libro componen  una especie de diario íntimo, una especie de autobiografía del desamor que analiza los diferentes momentos del duelo tras la separación. Jorge León señala también el peso de la tradición en Secreta luz,  que se manifiesta, entre otros aspectos, en el empleo del verso endecasílabo (combinado con el heptasílabo, en algunos casos) e incluso del verso alejandrino.

Como los de su anterior entrega, los poemas de Flores de fuego, compuestos entre 2018 y 2022, parten de una poética y unas estéticas fundamentadas en el clasicismo y la lengua natural, ensayando nuevas formas y tonos. Dividido en cuatro secciones, tiene la soledad como gran tema común: la soledad como destino humano, pero también como faro desde el que nace e irradia la poesía para iluminarnos y tendernos paradójicos puentes con la vida, o como búsqueda del alma del mundo en el sentido platónico, necesaria para crear y vivir plenamente.

domingo, 4 de junio de 2023

"Mares" y otro poema de Dionisia García


Foto: Josefina López



Mares

Resulta extraño ver
con mis ojos pequeños
la raya azul del horizonte.
Al mirar a los lados,
solo percibo el hueco de
una sombra.
Me enseñaste a crecer
en la belleza,
advertir en las aguas
ese vaivén callado de las
épocas
hasta llegar al siglo
veintiuno.
Me dijiste del mar
en tiempos anteriores,
con armonía y risas, el 
temor y el asombro,
mientras tu mano a
rastras me llevaba:
'venga, bonita, ya'.
En soledad pensaba el
Mar de Ulises
y las calas de Ítaca.
Cuánta vida cumplida,
y solo queda el llanto.

El abrigo

En otro tiempo,
subimos al tranvía,
de pie, las manos en la barra,
y el corazón gozoso. 
Tu mirar divertido.
Alguien bajaba en la segunda,
un asiento vacío;
prefería las manos en el níquel.
Allí fue la sorpresa:
hoy es tu cumpleaños,
traigo un regalo.

Y un pequeño envoltorio
cayó sobre mi mano libre.
La sorpresa expectante
hasta asomar una boquilla
para los incipientes fumadores.

Reímos por la venta de tu abrigo
para poder comprar tan singular regalo.

(De Clamor en la memoria, Renacimiento, 2022) 


El poemario Clamor en la memoria, de Dionisia García, ha sido reconocido con el Premio Nacional de la Crítica  2023 en la modalidad de poesía. Se trata de un homenaje de la autora a su compañero de vida, Salvador Montesinos, desaparecido en 2021. 
"Un libro de poemas de amor, como este, escrito pasados ya los noventa años, puede resultar sorprendente e incluso extraño (por lo muy inusual), pero también verdadero y emocionante. Dionisia García reúne aquí una serie de poemas narrativos que rememoran y recrean, a modo de estampas, esos pequeños, aparentemente mínimos momentos que han ido haciendo grande un sentimiento. Quizás porque el gran amor está hecho siempre de una infinidad de cosas pequeñas. Poemas de celebración de la vida más que de elegía, poemas de velada emoción. Poemas también con una extraordinaria maestría musical, que les ayuda a convertirse en memorables". Abelardo Linares

Otros poemas de la autora en este blog:

-"Habrá lilas" e "Instantánea": AQUÍ.