René Magritte, Le principe du plaisir, 1937 (detalle) |
¿Dónde está mi cabeza?
I
Antes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el
horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondísima,
farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico
humorismo. Desperté; no osaba moverme, no tenía valor para reconocerme y pedir
a los sentidos la certificación material de lo que ya tenía en mi alma todo el
valor del conocimiento. Por fin pudo más la curiosidad que el terror; alargué
mi mano, me toqué, palpé… Imposible exponer mi angustia cuando pasé la mano de
un hombro a otro sin tropezar en nada… El espanto me impedía tocar la parte, no
diré dolorida, pues no sentía dolor alguno…, la parte que aquella increíble
mutilación dejaba al descubierto… Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra
cortada como un troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos
de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como espesa
papilla que al contacto del aire se acartona… Metí el dedo en la tráquea; tosí…
Metílo también en el esófago, que funcionó automáticamente queriendo
tragármelo…; recorrí el circuito de piel de afilado borde… Nada, no cabía dudar
ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroroso, inaudito hecho. Yo, yo
mismo, reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud
física, no tenía cabeza.
II
Largo rato estuve inmóvil, aturdido, divagando
en penosas imaginaciones. Mi mente, después de juguetear con todas las ideas
posibles, empezó a fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido
degollado durante la noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban
reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos algún rastro de
escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda, mi cabeza había sido
separada del tronco por medio de una preparación anatómica desconocida, y el
caso era de robo más que de asesinato; una sustracción alevosa, consumada por
manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente dormido.
En mi pena y turbación, centellas de esperanza
iluminaban a ratos mi ser… Instintivamente me incorporé en el lecho, miré a
todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el
suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y
nada…, no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo de la cama…, y tampoco. Confusión
igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se
haya visto nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror.
No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación
muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en
torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo
temía, y el pensar en la estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba
extraordinariamente mi ansiedad.
Pero no había más remedio; llamé… Contra lo
que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como yo creía. Nos
miramos un rato en silencio.
—Ya ves, Pepe —le dije, procurando que el tono
de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía—; ya lo ves, no tengo cabeza.
El pobre viejo me miró con lástima silenciosa:
me miró mucho, como expresando lo irremediable de mi tribulación.
Cuando se apartó de mí, llamado por sus
quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en tono
quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud:
—Ya podréis ver si está en alguna parte, en el
gabinete, en la sala, en la biblioteca… No se os ocurre nada.
A poco volvió José, y con su afligida cara y
su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi
cabeza no aparecía.
III
La mañana avanzaba, y decidí levantarme.
Mientras me vestía, la esperanza volvió a sonreír dentro de mí.
“¡Ah! —pensé—. De fijo que mi cabeza está en
mi despacho… ¡Vaya, que no habérseme ocurrido antes!… ¡Qué cabeza! Anoche
estuve trabajando hasta hora muy avanzada… ¿En qué? No puedo recordarlo fácilmente;
pero ello debió de ser mi discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social, o sea, Reducción a fórmulas numéricas
de todas las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito dieciocho veces
un párrafo de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar
con fidelidad mi pensamiento. Llegué a sentir horriblemente caldeada la región
cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salían por ojos y oídos, estallando como
burbujas de aire, y llegué a sentir un ardor irresistible, una obstrucción
congestiva que me inquietaron sobremanera…”
Y enlazando estas impresiones, vine a recordar
claramente un hecho que llevó la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres de
la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y no
consiguiendo atenuarlo pasándome la mano por la calva, me cogí con ambas manos
la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca un tapón muy
apretado, y, al fin, con ligerísimo escozor en el cuello, me la quité, y
cuidadosamente la puse sobre la mesa. Sentí un gran alivio, y me acosté tan
fresco.
IV
Este
recuerdo me devolvió la tranquilidad. Sin acabar de vestirme, corrí al
despacho. Casi, casi tocaban al techo los rimeros de libros y papeles que sobre
la mesa había. ¡Montones de ciencia, pilas de erudición! Vi la lámpara ahumada,
el tintero tan negro por fuera como por dentro, cuartillas mil llenas de
números chiquirritines…, pero la cabeza no la vi.
Nueva ansiedad. La última esperanza era
encontrarla en los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el
enorme fárrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de
papel secante o una cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por hoja, y
nada… ¡Tampoco allí!
Salí de mi despacho de puntillas, evitando el
ruido, pues no quería que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo en la cama,
sumergiéndome en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de
pronto, ya no podría salir a la calle porque el asombro y horror de los
transeúntes habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna parte podía
presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros,
la extrañeza en todos me atormentaría horriblemente. Ya no podría concluir mi discurso-memoria
sobre la Aritmética filosófico-social;
ni aun podría tener el consuelo de leer en la Academia los voluminosos
capítulos ya escritos de aquella importante obra. ¡Cómo era posible que me
presentase ante mis dignos compañeros con mutilación tan lastimosa! ¡Ni cómo
pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad oratoria, ni
representación literaria!… ¡Imposible! Era ya hombre acabado, perdido para
siempre.
V
La desesperación me sugirió una idea
salvadora: consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis[1],
hombre de mucho saber, a la moderna, médico, filósofo y, hasta cierto punto,
sacerdotal, porque no hay otro para consolar a los enfermos cuando no puede
curarlos, o hacerles creer que sufren menos de lo que sufren.
La resolución de verle me alentó; vestíme a
toda prisa. ¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando, al embozarme, pasaba mi
capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta en plato para que
no caigan moscas! Y al salir de mi alcoba, cuya puerta, como de casa antigua,
es de corta alzada, no tuve que inclinarme para salir, según costumbre de toda
mi vida. Salí bien derecho, y aun sobraba un palmo de puerta.
Salí y volví a entrar para cerciorarme de la
disminución de mi estatura. Y en una de éstas redobláronse de tal modo mis
ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación, y me fui
derecho hasta el armario de luna. Tres veces me acerqué y otras tantas me
detuve, sin valor bastante para verme… Al fin me vi… ¡Horripilante figura!...
Era yo como un ánfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte
del pescuezo me recordaba los modelos en cera o pasta que yo había visto mil
veces en Museos anatómicos.
Mandé traer un coche, porque me aterraba la
idea de ser visto en la calle y de que me siguieran los chicos, y de ser
espanto y chacota de la muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la
berlina. El cochero no advirtió nada, y durante el trayecto nadie se fijó en
mí.
Tuve la suerte de encontrar a Miquis en su
despacho, y me recibió con la cortesía graciosa de costumbre, disimulando con
su habilidad profesional el asombro que debí causarle.
—Ya ves, querido Augusto —le dije, dejándome
caer en un sillón—; ya ves lo que me pasa.
—Sí, sí… —replicó, frotándose las manos y
mirándome atentamente—; ya veo, ya… No es cosa de cuidado.
—¡Que no
es cosa de cuidado!
—Quiero
decir… Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento frío del Este…
—¡El viento frío es la causa de…!
—¿Por qué no?
—El problema, querido Augusto, es saber si me
la han cortado violentamente o me la han substraído por un procedimiento latro-anatómico,
que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la malicia humana.
Tan torpe estaba aquel día el agudísimo
doctor, que no me comprendía. Al fin, refiriéndole mis angustias, pareció
enterarse, y al punto su ingenio fecundo me sugirió ideas consoladoras.
—No es tan grave el caso como parece —me
dijo—, y casi, casi me atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante
todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. ¿Dónde
está? Ése es el problema.
Y dicho esto, echó por aquella boca unas
erudiciones tan amenas y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo como
encantado más de media hora. Todo ello era muy bonito; pero no veía yo que por
tal camino fuéramos al fin capital de encontrar una cabeza perdida. Concluyó
prohibiéndome en absoluto la continuación de mis trabajos sobre la Aritmética filosófico-social, y al fin,
como quien no dice nada, dejóse caer con una indicación, en la que al punto
reconocí la claridad de su talento.
¿Quién tenía la cabeza? Para despejar esta
incógnita convenía que yo examinase en mi conciencia y en mi memoria todas mis
conexiones mundanas y sociales. ¿Qué casas y círculos frecuentaba yo? ¿A quién
trataba con intimidad más o menos constante y pegajosa? ¿No era público y notorio
que mis visitas a la marquesa viuda de X… traspasaban por su frecuencia y
duración los límites a que debe circunscribirse la cortesía? ¿No podría suceder
que en una de aquellas visitas me hubiera dejado la cabeza o me la hubieran
secuestrado y escondido, como en rehenes que garantizara la próxima vuelta?...
Diome tanta luz esta indicación, y tan
contento me puse, y tan claro vi el fin de mi desdicha, que apenas pude mostrar
al conspicuo doctor mi agradecimiento, y abrazándole salí presuroso. Ya no tenía
sosiego hasta no personarme en casa de la marquesa, a quien tenía por autora de
la más pesada broma que mujer alguna pudo inventar.
VI
La esperanza me alentaba. Corrí por las calles
hasta que el cansancio me obligó a moderar el paso. La gente no reparaba en mi
horrible mutilación, o si la veía, no manifestaba gran asombro. Algunos me
miraban como asustados; vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror,
no.
Dióme por examinar los escaparates de las
tiendas, y para colmo de confusión, nada de cuanto vi me atraía tanto como las
instalaciones de sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante
sorpresa trastornase mi espíritu, privándome de la alegría que lo embargaba y
sumergiéndome en dudas crueles. En la vitrina de una peluquería elegante vi…
Era una cabeza de caballero admirablemente
peinada, con barba corta, ojos azules, nariz aguileña… Era, en fin, mi cabeza,
mi propia y auténtica cabeza… ¡Ah!, cuando la vi, la fuerza de la emoción por
poco me priva del conocimiento… Era, era mi cabeza, sin más diferencia que la
perfección del peinado, pues yo apenas tenía cabello que peinar, y aquella
cabeza ostentaba una espléndida peluca.
Ideas contradictorias cruzaron por mi mente.
¿Era? ¿No era? Y si era, ¿cómo había ido a parar allí? Si no era, ¿cómo
explicar el pasmoso parecido? Dábanme ganas de detener a los transeúntes con
estas palabras: «Hágame usted el favor de decirme si es ésa mi cabeza.»
Ocurrióme que debía entrar en la tienda,
inquirir, proponer, y, por último, comprar la cabeza a cualquier precio…
Pensado y hecho; con trémula mano abrí la puerta y entré… Dado el primer paso,
detúveme cohibido, recelando que mi descabezada presencia produjese estupor y
quizás hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de la trastienda salió risueña y
afable, invitóme a sentarme, señalando la más próxima silla con su bonita mano,
en la cual tenía un peine.
(En
Cuentos del siglo XIX, La Gaya
Ciencia, Barcelona, 1981, págs. 135-147)
[1] El doctor Augusto Miquis es un personaje secundario de La desheredada, que reaparece en Lo prohibido, en Torquemada y San Pedro y en Tristana. (La nota es nuestra)
Pérez Galdós retratado por Sorolla (1898) |
Benito Pérez Galdós (1843-1920) fue un escritor español, el principal autor de novela realista española y uno de los mejores escritores europeos de su época.
Nació en Las Palmas de Gran Canaria en el seno de una familia acomodada en la que era el menor de diez hermanos. A los diecinueve años marchó a Madrid para cursar la carrera de Derecho, pero abandonó los estudios para dedicarse al periodismo y a la literatura. En la capital acude a las tertulias del Ateneo y de los cafés Fornos y Suizo, donde frecuenta a intelectuales y artistas de la época, y escribe en los diarios La Nación y El Debate. Como corresponsal de prensa, viaja por España, lo que le permite entrar en contacto con la realidad cotidiana de sus gentes, y por Europa, donde conoce las corrientes literarias del momento como el realismo y el naturalismo. La revolución del 68, de la que era partidario, lo sorprendió en Barcelona, de regreso de un viaje por Francia, pero llegó a Madrid a tiempo de presenciar los sucesos posteriores a la Gloriosa. Entonces es un joven periodista que pone su pluma al servicio del general Prim y después, de Amadeo I. En 1870 publica su primera novela, La Fontana de Oro, y en 1870 ya es director de El Debate. A partir de 1873, cuando inicia la publicación de la primera serie de los Episodios Nacionales, se dedica casi en exclusiva a la literatura, que le permite vivir desahogadamente. En Madrid vive con otros miembros de su familia, viaja por Europa y pasa los veranos en Santander. Galdós permaneció soltero y, a pesar de su discreción, se conocen sus relaciones amorosas con distintas mujeres, entre ellas, Emilia Pardo Bazán. De una de estas relaciones, nació una hija que Galdós reconoció en 1905.
Su amistad con Sagasta y los métodos caciquiles de la época lo llevaron a ser diputado por Puerto Rico en 1886, por el Partido Liberal. A pesar de su talante moderado y tolerante, su ideología liberal y su anticlericalismo le granjearon la enemistad de los sectores conservadores, lo que hizo que fracasara su candidatura a la Real Academia a principios de 1889, a pesar de los apoyos de Menéndez Pidal y de Valera. Finalmente, resultó elegido a mediados de ese mismo año. Por los mismos motivos fracasó su candidatura al Premio Nobel en 1912.
A comienzos del siglo XX, la situación política lo lleva a posicionarse junto a los republicanos, en cuyas filas es elegido diputado en 1907. En 1909 es copresidente de la Conjunción Republicano-Socialista junto a Pablo Iglesias, por quien manifestó su simpatía en distintas ocasiones. Ese mismo año vuelve a ser elegido diputado. Sus últimos años fueron difíciles por las dificultades económicas y la progresiva pérdida de visión que le obliga a dictar sus obras. Sin embargo, gozó del reconocimiento general. En enero de 1919 se descubrió en el parque de El Retiro una estatua en su honor erigida por suscripción popular. Galdós, totalmente ciego por entonces, lloró emocionado al palpar la obra. Y cuando un año después, en la madrugada del 4 de enero de 1920, fallecía en su casa de Madrid, los teatros cerraron esa noche en señal de duelo y, en su entierro, unos treinta mil ciudadanos acompañaron su féretro hasta el cementerio de la Almudena.
Galdós es autor de una vasta obra literaria que comprende narrativa y teatro. En su obra narrativa se suele distinguir los Episodios Nacionales del resto. Los Episodios Nacionales están formados por cuarenta y seis novelas redactadas entre 1872 y 1912, agrupadas en cinco series de diez episodios cada una, excepto la última que quedó inconclusa. Pretenden reconstruir de forma novelada la historia del siglo XIX español, para explicar a sus coetáneos los orígenes de los conflictos de su tiempo narrándoles su pasado más reciente. En cada una de las series hay un personaje de ficción que funciona como hilo conductor de los acontecimientos históricos narrados.
Respecto al resto de sus novelas, se
suelen dividir en los siguientes grupos:
Primeras
novelas,
publicadas en la década de los setenta. Son novelas de tesis o prerrealistas,
en las que al autor le interesa más el conflicto entre dos posturas contrarias
que la creación de ambientes o el estudio psicológico de los personajes. Los
personajes son tipos, que encarnan
determinada ideología, y los lugares son imaginarios. A esta época pertenecen La Fontana de Oro (1870),
Doña Perfecta (1876), Gloria (1877), Marianela (1878) y La Familia
de León Roch (1878).
Novelas
españolas contemporáneas o realistas. En ellas los personajes son complejos,
llenos de matices, y evolucionan psicológicamente. Madrid es el escenario por donde desfila toda
una galería de personajes que representan los distintos estamentos sociales y
muchos de ellos vuelven a aparecer en otras
novelas, completándose como personajes. A ello hay que añadir la minuciosa
captación de ambientes, el uso magistral de los diálogos y, en algunos casos,
del novedoso monólogo interior. En este grupo se incluyen: La desheredada (1881), influida por el naturalismo de Zola, El amigo Manso (1882), La de Bringas (1884), Fortunata y Jacinta (1887), su obra
cumbre, y Miau (1888).
Últimas novelas: novelas espiritualistas o simbólicas, llamadas así porque en algunas de ellas es visible el espiritualismo característico de la novela finisecular europea. Son novelas más centradas en el ser humano y en el sentido de la vida. En ellas ensaya originales procedimientos narrativos (novelas dialogadas, epistolares…) e introduce elementos fantásticos, sueños o símbolos. Son de esta etapa: La incógnita (1889), Realidad (1889), Ángel Guerra (1891), Tristana (1892), la tetralogía del usurero Torquemada (1889-1895), Misericordia (1897) y El caballero encantado (1909).
Galdós fue también un notable dramaturgo. Aunque su dedicación al teatro fue tardía y motivada por intereses económicos, llegó a estrenar veintitrés obras (la mayoría, con éxito), seis de las cuales son adaptaciones de sus novelas. Con ellas pretendió renovar la escena española de la época, superando su trivialidad e introduciendo problemas de conciencia. Algunos de sus títulos teatrales son La de San Quintín (1984), Electra (1901), Mariucha (1903) y adaptaciones de novelas como El abuelo (1904) y Casandra (1910).
Galdós, en el salón de su villa San Quintín, en Santander, donde pasó largas temporadas. COLECCIÓN BIBLIOTECA MENÉNDEZ PELAYO |
Es autor, asimismo, de algunos cuentos, publicados en la prensa de la época. "¿Dónde está mi cabeza?" apareció por primera vez en El Imparcial de Madrid, en un número especial de 30-31 de diciembre de 1892. Se trata de un cuento fantástico que quedó inconcluso. Efectivamente, en la edición de La Gaya Ciencia se omite la advertencia final del autor: "La continuación en el número de Navidad del año que viene", continuación que no se publicó nunca. Alan E. Smith (Los cuentos inverosímiles de Galdós en el contexto de su obra, Anthropos, 1992) observa un paralelismo entre el cuento de Galdós y la estructura de los sueños. Lo relaciona con el cuento del traje nuevo del emperador, ya que ambos tratan de la hipocresía y el miedo a la crítica de la comunidad, que participa de esta misma falta.
Igual que en los sueños de exhibición, se trata de la dramatización de un sentimiento de culpabilidad que busca expiarse a través de la confesión con otros [...]. Por tanto, Miquis y los demás personajes secundarios son espejos de la propia ansiedad del protagonista, como lo demuestra el que el silencio de los otros se colme con el ruido de la conciencia del protagonista, pues él ve en la reacción del criado y de Miquis la confirmación de su mutilación.
El cuento expresa, según Alan E. Smith, uno de los temas obsesivos de la burguesía europea del siglo XIX y representa una crítica a esa sociedad, "a su mala conciencia y a la hipocresía que cuarteaba su ansiosa coherencia". Como observa Smith, Miquis ofrece la "pista fundamental" cuando reprueba la conducta del protagonista y asocia la decapitación a las visitas a casa de la marquesa.
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