|
Tatiana Nilovna Yablonskaya, Niña leyendo |
La felicidad clandestina
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuera suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un papá dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos; incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para colmo siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad en donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísismas palabras como "fecha natalicia" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviera al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el transcurso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Ya había empezado a adivinar, es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: "Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña". Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: "¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!".
Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: "Vas a prestar ahora mismo ese libro". Y a mí: "Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras". ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubieran regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber en dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
Yo no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.
(De
Felicidade clandestina, 1971. En
Cuentos reunidos, trad. Marcelo Cohen, Madrid, Alfaguara, 2002, págs. 253-256)
Clarice Lispector (1920- 1977) es una de las grandes escritoras del siglo XX y, junto a Gimarães
|
La escritora Clarice Lispector |
Rosa, está considerada la gran escritora brasileña de la segunda mitad del siglo XX. Tercera hija de un matrimonio de judíos rusos, nació en la localidad ucraniana de Chetchelnik el 10 de diciembre de 1920, y le fue impuesto el nombre de Chaya ('Vida') Pinkhasovna Lispector. Al año siguiente, la familia abandonó el país huyendo de los progromos contra los judíos. Tras pasar por Moldavia y Rumanía, en 1922 se establecieron en Maceió (Brasil), donde vivían otros familiares, y adoptaron nombres portugueses, de modo que la pequeña Chaya pasó a ser Clarice. Su padre apenas lograba mantener a la familia vendiendo ropa, por lo que más tarde se trasladaron a Recife. Su madre, que había sido violada por soldados rusos y había contraído la sífilis, murió en 1930, cuando tenía 42 años y Clarice 9. En 1935 Clarice se mudó a Río de Janeiro con su padre y una hermana. Gracias al empeño de su progenitor, pudo estudiar Derecho en la Universidad de Brasil cuando eran raras las mujeres que accedían a esos estudios, y empezó a colaborar en periódicos y revistas. Su padre, que había tenido que renunciar a su carrera como matemático para ganarse la vida, murió en 1940, con solo 55 años.
En 1943 Clarice se casó con Maury Gurgel Valente, un diplomático católico al que había conocido mientras estudiaba Derecho y con quien tuvo dos hijos. En 1944, con veintiún años, publicó
El corazón salvaje, una novela introspectiva reconocida con el prestigioso premio de la Fundación Graça Aranha. Este libro, construido sobre el monólogo interior y sin apenas trama, fue una revelación por su forma innovadora y por la juventud de la autora. La comparación con Joyce y con Virginia Woolf fue inevitable, aunque la autora no los había leído. La profesión de su esposo la llevó a residir en Milán, Londres, París y Berna. De vuelta a Río en 1949, retomó su actividad periodística firmando con distintos seudónimos y publicó cuentos en la revista
Senhor. En 1952 se desplazaron a Washington DC, donde permanecieron hasta 1959, año en que, tras separarse de su marido, Clarice regresó a Brasil con sus hijos.
En su país compatibilizó la actividad periodística con la creación literaria. En 1966 el incendio fortuito de su dormitorio, provocado por un cigarrillo, le produjo graves quemaduras y secuelas que la sumieron en profundas depresiones. Convertida ya en leyenda, murió, víctima de un cáncer, en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977, un día antes de cumplir los 57 años. "Se muere mi personaje" fue su frase de despedida. Fue enterrada en el cementerio de Cajú por el rito ortodoxo, envuelta en lino blanco. En su lápida figura su nombre hebreo: Chaya Bat Pinkhas, "la hija de Pinkhas". En 1976 le había sido concedido el Premio Nacional de Literatura.
Aunque pertenece por edad a la tercera fase del Modernismo, el de la Generación del 45 en Brasil, es autora de una obra muy personal, profunda, compleja y muy lírica, con la que renovó la narrativa brasileña, aportando una visión femenina, urbana y contemporánea. En sus narraciones, de estilo desnudo, la trama pierde importancia en favor de la introspección. Sus protagonistas son mujeres de clase media muy reflexivas y sensibles. Es autora de extraordinarias colecciones de relatos como
Lazos de familia (1960),
La legión extranjera (1964) y
Silencio (1974). Entre sus novelas destacan
La ciudad sitiada (1949),
La manzana en la oscuridad (1971),
La pasión según G. H. (1964) y
Un soplo de vida (1978).
El 10 de diciembre de 2020 se cumplen cien años de su nacimiento.
|
Clarice Lispector, con su perro Ulisses |
[Imagen inicial: Pinterest]