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Henri Gervex, La visita del médico |
Génesis y catástrofe
Una historia real
—Todo va bien —decía el
médico—. Ahora, recuéstese y relájese.
Su
voz sonaba a kilómetros de distancia y parecía que le estaba gritando.
—Tiene
usted un hijo.
—¿Cómo?
—Que tiene usted un hermoso hijo. Lo comprende,
¿verdad? Un hermoso niño. ¿Le ha oído llorar?
—¿Está bien, doctor?
—Claro que sí.
—Déjeme verlo, por favor.
—Lo verá usted en seguida.
—¿Está seguro de que se encuentra bien?
—Completamente seguro.
—¿Sigue llorando?
—Intente descansar. No debe preocuparse por nada.
—¿Por qué ha dejado de llorar, doctor? ¿Qué ha pasado?
—No se excite, por favor. Todo va bien.
—Quiero verle. Déjeme verle, se lo ruego.
—Querida señora —dijo el médico, dándole un golpecito
en la mano—. Tiene usted un hermoso niño, fuerte y sano. ¿Es que no me cree?
—¿Qué está haciendo aquella mujer?
—Está poniendo guapo a su niño para que usted lo vea
—dijo el doctor—. Sólo lo están lavando un poco. Tiene que darnos unos minutos.
—¿Me jura usted que está bien?
—Se lo juro. Ahora, recuéstese y relájese. Cierre los
ojos. Eso es. Así está mejor. Buena chica…
—He rezado sin parar para que viva, doctor.
—¡Claro que vivirá! ¿De qué está usted hablando?
—Los otros no vivieron.
—¿Cómo?
—Ninguno de mis otros hijos ha sobrevivido, doctor.
El médico estaba al lado de la cama, mirando la cara
pálida y exhausta de la joven. No la había visto hasta entonces. Ella y su
esposo eran nuevos en la ciudad. La dueña de la fonda, que había ido a ayudar
en el parto, le había dicho que el marido trabajaba en la aduana, en la
frontera, y que habían llegado a la fonda sin avisar, hacía tres meses, con un
baúl y una maleta. El marido era un borracho, según la dueña de la fonda; un
borrachuzo chulo, arrogante y tiránico, pero la joven era amable y religiosa. Y
estaba siempre muy triste. Nunca sonreía. En las pocas semanas que llevaban
allí, la dueña de la fonda no la había visto sonreír ni una sola vez. También
corría el rumor de que era el tercer matrimonio del marido, que su primera
esposa había muerto y que la otra se había divorciado de él por razones
bastante deshonrosas. Pero era sólo un rumor.
El médico se inclinó y tiró de la sábana para tapar el
pecho de la paciente.
—No debe preocuparse por nada —dijo amablemente—. Es
un niño absolutamente normal.
—Eso mismo me dijeron de los otros. Pero los perdí a
todos, doctor. En los últimos dieciocho meses he perdido a mis tres hijos, así
que no puede usted reprocharme que esté preocupada.
—¿Tres?
—Este es el cuarto… en cuatro años.
El médico movió, incómodo, los pies sobre el suelo
desnudo.
—Doctor, no creo que sepa usted lo que supone
perderlos a todos, a los tres, lentamente, uno a uno. Aún los estoy viendo. En
este momento veo la cara de Gustavo tan claramente como si estuviera aquí, en
la cama, a mi lado. Gustavo era un niño precioso, doctor, pero siempre estaba
enfermo. Es terrible que siempre estén enfermos y no se pueda hacer nada para
ayudarles.
—Sí, lo comprendo.
La mujer abrió los ojos, miró fijamente al médico unos
segundos y los volvió a cerrar.
—La
niña se llamaba Ida. Murió unos días antes de Navidad, hace sólo cuatro meses.
Me gustaría que hubiera visto a Ida, doctor.
—Ahora
tiene usted otro hijo.
—Pero
Ida era tan guapa…
—Sí
—dijo el médico—. Lo sé.
—¿Cómo
puede usted saberlo? —exclamó.
—Estoy
seguro de que era una niña preciosa, pero éste también lo es.
El
doctor se separó de la cama, se dio la vuelta, fue hasta la ventana y se quedó
mirando afuera. Era una tarde de abril, lluviosa y gris, y en la acera de
enfrente vio los techos rojos de las casas y las enormes gotas de agua que se
aplastaban contra las tejas.
—Ida
tenía dos años, doctor… Era tan guapa que no podía dejar de mirarla, desde que
la vestía por la mañana hasta que la acostaba por la noche. Entonces vivía
aterrorizada de que le ocurriese algo a aquella criatura. Gustavo había muerto,
y también el pequeño Otto; ella era lo único que me quedaba. A veces me
levantaba por la noche, iba de puntillas hasta la cuna y le ponía el oído junto
a la boca para comprobar que respiraba.
—Intente
descansar —dijo el médico, volviendo a acercarse a la cama—. Por favor, intente
descansar.
El
rostro de la mujer estaba blanco y exangüe, con un ligero tinte gris azulado en
torno a la nariz y la boca. Unos mechones de pelo húmedo le caían sobre la
frente y se le pegaban a la piel.
—Cuando
murió… Ya estaba embarazada otra vez cuando ocurrió aquello, doctor. Estaba de
cuatro meses cuando murió Ida. “¡No lo quiero!”, gritaba después del funeral.
“¡No quiero tenerlo! ¡Ya he enterrado a bastantes hijos!” Y mi marido… se
paseaba entre los asistentes con un gran vaso de cerveza en la mano… Se volvió
hacia mí y me dijo: “Tengo buenas noticias para ti, Clara, buenas noticias”.
¿Se lo imagina usted, doctor? Acabábamos de enterrar a nuestro tercer hijo y
él, tan tranquilo, con un vaso de cerveza en la mano, me dice que tiene buenas
noticias. “Hoy me han destinado a Brunau, así que ya puedes hacer el equipaje.
Así empezarás desde cero, Clara. Es un sitio nuevo, y tendrás otro médico…”
—No
hable usted más, se lo ruego.
—Usted
es el médico nuevo, ¿no doctor?
—Sí.
—Y
estamos en Brunau.
—Sí.
—Estoy
asustada, doctor.
—Intente
tranquilizarse.
—¿Qué
posibilidades tiene el cuarto?
—Tiene
usted que dejar de pensar en esas cosas.
—No
lo puedo remediar. Estoy segura de que es algo hereditario, que hace que mis
niños se mueran de ese modo. Tiene que ser eso.
—No
diga tonterías.
—¿Sabe
usted lo que me dijo mi marido cuando nació Otto, doctor? Entró en la
habitación, miró la cuna en la que estaba el niño y dijo: “¿Por qué todos mis hijos tienen que ser tan
pequeños y débiles?”
—Estoy seguro de
que no dijo eso.
—Metió la cabeza
en la cuna de Otto, como si estuviese examinando un insecto, y dijo: “Lo único
que quiero saberes es por qué no pueden ser mejores ejemplares. Es lo único que quiero saber.” Y tres días después Otto
había muerto. Le bautizamos rápidamente el tercer día y murió esa misma noche.
Y luego murió Gustavo. Y después Ida. Todos murieron, doctor…, y la casa se
quedó vacía de repente.
—No piense ahora
en eso.
—¿Este es igual
de pequeño?
—Es un niño
normal.
—¿Pero pequeño?
—Un poco, sí,
pero a veces los pequeños son mucho más fuertes que los grandes. Imagíneselo,
señora Hitler, el año que viene por estas fechas estará casi aprendiendo a
andar. ¿No es una idea maravillosa?
La mujer no contestó.
—Y dentro de dos
años probablemente hablará por los codos y la volverá loca con su parloteo. ¿Ha
decidido ya qué nombre ponerle?
—¿El nombre?
—Claro.
—No sé. No estoy
segura. Creo que mi marido dijo que si era niño le pondríamos Adolfo.
—Entonces le
llamarán Adolfo.
—Sí. A mi marido
le gusta ese nombre porque se parece un poco a Alois. Él se llama Alois.
—Estupendo.
—¡Oh, no!
—exclamó, incorporándose bruscamente sobre la almohada—. ¡Es lo mismo que me
preguntaron cuando nació Otto! ¡Eso significa que se va a morir! ¿Quieren
bautizarlo inmediatamente?
—Vamos, vamos
—dijo el médico cogiéndola suavemente por los hombros—. Está usted
completamente equivocada. Es que soy un viejo curioso, pero nada más. Me gusta
hablar de nombres. Me parece que Adolfo es un nombre muy bonito, uno de mis
favoritos. Mire, aquí le tenemos.
La dueña de la
fonda, con el niño apretado contra su enorme pecho, atravesó majestuosamente la
habitación y llegó hasta la cama.
—¡Aquí tiene a
esta hermosura! —exclamó rebosante de alegría—. ¿Quiere usted cogerlo, querida?
¿Se lo pongo a su lado?
—¿Está bien
abrigado? —preguntó el médico—. Aquí hace muchísimo frío.
—Claro que está
bien abrigado.
El bebé iba
apretadamente envuelto en un chal de lana blanca, del que sólo sobresalía la
cabecita sonrosada. La dueña de la fonda lo colocó con cuidado en la cama, al
lado de la madre.
—Bueno, aquí lo
tiene —dijo—. Ahora puede mirarlo todo lo que quiera.
—Creo que le
gustará —dijo el médico, sonriendo—. Es un niño muy hermoso.
—¡Tiene unas
manos preciosas! —exclamó la dueña de la fonda—. ¡Qué dedos tan largos y
delicados!
La madre no se
movió. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar.
—¡Vamos!
—exclamó la dueña de la fonda—. ¡No le va a morder!
—Me da miedo
mirar. No me atrevo a creer que tengo otro niño y que está bien.
—No sea usted
tonta.
Muy despacio, la
madre volvió la cabeza y miró la carita increíblemente serena que reposaba en
la almohada, a su lado.
—¿Es éste mi
niño?
—¡Claro!
—¡Pero…, pero si
es muy guapo!
El médico se dio
la vuelta, fue hasta la mesa y empezó a guardar sus cosas en el maletín. La
madre, tumbada en la cama, miraba al niño, le sonreía, le tocaba y emitía
ruiditos de contento.
—¡Hola, Adolfo!
—susurraba—. ¡Hola, Adolfito mío…!
—¡Chiss! —dijo
la dueña de la fonda—. ¡Escuche! Creo que llega su marido.
El médico se
dirigió a la puerta, la abrió y miró al pasillo.
—¿Señor Hitler?
—Sí, soy yo.
—Entre usted,
por favor.
Un hombre bajo,
de uniforme verde oscuro, entró en la habitación sin hacer ruido y miró a su
alrededor.
—Le felicito
—dijo el médico—. Tiene usted un hijo.
Aquel hombre
llevaba bigote y unas patillas enormes, meticulosamente recortadas al estilo
del emperador Francisco José, y apestaba a cerveza.
—¿Un hijo?
—Sí.
—¿Cómo está?
—Muy bien. Y su esposa también.
—Estupendo.
El padre se dio
la vuelta y, con un andar curiosamente saltarín, se acercó a la cama en la que
descansaba su mujer.
—Vamos a ver,
Clara —dijo, sonriendo bajo el bigote—. ¿Qué tal ha ido todo?
Se inclinó para
mirar al niño y siguió inclinándose con una serie de movimientos sincopados,
hasta que su cara quedó a unos cuarenta centímetros de la cabeza de la criatura.
La mujer estaba tumbada de lado, apoyada en la almohada, y lo observaba con una
mirada suplicante.
—Tiene unos
pulmones fantásticos —le hizo saber la dueña de la fonda—. Tendría usted que
haberle oído gritar nada más llegar al mundo.
—Pero, por Dios,
Clara…
—¿Qué pasa,
cariño?
—¡Que éste es
aún más pequeño que Otto!
El doctor dio
rápidamente unos pasos hacia adelante.
—Este niño no
tiene absolutamente nada anormal —dijo.
El marido se
enderezó despacio, se separó de la cama y miró al médico. Parecía herido y
desconcertado.
—No sirve de
nada mentir, doctor —dijo—. Yo sé lo que pasa. Será lo de siempre.
—Haga el favor
de escucharme —replicó el médico.
—¿Pero sabe
usted lo que ocurrió con los otros, doctor?
—Tiene que olvidarse
de los otros. Concédale a éste una
oportunidad.
—¡Pero es tan
pequeño y tan débil!
—¡Mire usted, señor
mío, no es más que un recién nacido!
—Aun así…
—¿Qué es lo que
quiere hacer? —gimió la dueña de la fonda—. ¿Cavarle la tumba?
—¡Basta ya!
—exclamó el médico con brusquedad.
En aquel momento
la madre se echó a llorar. Fuertes sollozos le sacudían el cuerpo.
El doctor se
acercó al marido y le puso una mano en el hombro.
—Sea bueno con
ella, se lo ruego —susurró—. Es muy importante.
Apretó el hombro
del marido con más fuerza y lo empujó disimuladamente hacia el borde de la
cama. El marido dudaba. El médico apretó aún más, mientras le hacía gestos
apremiantes con la mano. Por fin, el marido se agachó de mala gana y besó
ligeramente a su mujer en la mejilla.
—Vamos, Clara
—dijo—, deja de llorar.
—He rezado tanto
para que viva, Alois…
—Ya.
—Durante meses
he ido todos los días a la iglesia para pedir de rodillas que éste pueda vivir.
—Sí, Clara, ya
lo sé.
—Tres hijos
muertos es lo máximo que puedo soportar. ¿No te das cuenta?
—Sí.
—Tiene que vivir, Alois. Tiene que hacerlo. ¡Oh, Dios mío, ten
misericordia de él!
(Roald Dahl, Génesis y catátrofe, trad. de Flora
Casas, Debate, Madrid, 1986)
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Roald Dahl. (wikipedia) |
Roald Dahl fue un narrador, poeta y guionista británico que escribió tanto para niños como para adultos. Está considerado como uno de los maestros del relato corto de la literatura anglosajona contemporánea.
Nació en 1916 en Llandaf, un pueblecito de Gales (Gran Bretaña), en el seno de una familia acomodada de origen noruego. Se le impuso el nombre de Roald en honor del explorador noruego Roald Amundsen, que alcanzó el Polo Sur en 1911. A los cuatro años perdió a su padre y a los siete entró en contacto con el rígido sistema educativo británico en la escuela de la catedral de Llandaf, experiencia que ha reflejado en libros como Matilda o Boy. Terminado el bachillerato y en contra de los consejos de su madre para que cursara estudios universitarios, comenzó a trabajar en África como empleado de la multinacional petrolífera Shell. Durante la Segunda Guerra Mundial fue piloto de combate en la Royal Air Force y resultó gravemente herido en Libia. Trabajó también en el servicio de inteligencia británico y como agregado adjunto aéreo en la embajada británica de Washington. En 1942, cuando fue trasladado a Washington, publicó su primer cuento, "Pan comido", cuyo título inicial fue cambiado por "Derribado sobre Libia".
Entre sus libros más populares para niños y jóvenes están Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante, Matilda y Las brujas. De sus obras para adultos, sobresalen las colecciones de cuentos Relatos de lo inesperado, La venganza es mía, Génesis y catástrofe, Historias extraordinarias y El gran cambiazo, además de la novela Mi tío Oswald, próxima a la narración futurista. Escribió también guiones para el cine, es el creador de personajes como los Gremlins, y algunas de sus obras han sido llevadas al cine.
Roald Dahl murió en Oxford en 1990, a los 74 años de edad.