Viernes tráfico
El restaurante estaba vacío, así prefirió esperar en la barra: le inquietó la posibilidad de verse sola en una mesa, obligada a comer rodeada de sombras y de las miradas curiosas de los camareros. Adjudicó el vacío al hecho de que fuera viernes —"por la noche será diferente"— y a las obras que, por enloquecida prescripción municipal, se ejecutaban a dos pasos del local (la ciudad estaba siendo sometida a una dura cirugía, apareciendo destripada a la vuelta de cualquier esquina).
No, no se había equivocado de sitio. Dos semanas atrás, cuando sorpresivamente volvieron a encontrarse después de años de ausencia, él susurró a su oído el nombre de este restaurante y ella asintió devolviendo una consigna escueta: "viernes, diecisiete, dos y media". Según se iba aproximando la fecha, crecía la impresión de que en realidad aquella cita espontánea pertenecía a alguna película y ambos estuvieron tentados de telefonear. Después de todo, aquellos breves datos que se ofrecieron al despedirse quizá sólo fueran fruto de la euforia que reinaba en la fiesta a la que habían sido invitados. Como esos hilos flotantes que atraviesan una nube alcohólica y pegajosa.
Todavía estaba fresca la imagen: los dos se habían abrazado instintivamente al verse, con un cariño atropellado él casi la levantó en volandas. A los ojos de los demás el gesto había adquirido cierto aire impúdico: desprendía el aroma de secretos no expresados. Pero ninguno de los dos se animó a confirmar por medio del teléfono, prefirieron que el reencuentro se tiñera del color de la emoción y ahora los dos se arrepentían del riesgo. Se sentía incómoda sorbiendo el jerez que el maître amablemente le había ofrecido y haciendo como que leía el periódico. Sólo deseaba que entrara algún cliente, pero no sucedió y tuvo que tragarse el desesperante paso de los minutos mirando de reojo hacia la puerta y adivinando las siluetas de quienes cruzaban tras los visillos, para cerciorarse de que ninguna era la de quien esperaba. Se acusó de ingenuidad, no comprendía por qué, tras tantos golpes de la existencia, había optado por acudir dejando a un lado todas las dudas que ayer, y esa misma mañana, habían aguijoneado su espíritu.
Anoche, antes del sueño, estuvo pensando qué se pondría. Seleccionó una indumentaria que incluyó una prenda que él le había regalado en otro tiempo, cuando frecuentaron los mismos humores, las mismas salidas, los mismos regresos. Hasta que se abrió esa grieta que estúpidamente suele atribuirse a la fatalidad. Ambos pertenecían al género de individuos para quienes las explicaciones huelgan y a quienes repugna eso que los ingleses llaman dangling conversation, con lo que ninguno indagó acerca del porqué del desencuentro y tampoco durante estos años se molestaron en investigar acerca de sus respectivas vidas. Sólo vagamente, al parecer algún amigo común, preguntaban el uno por el otro sin que las respuestas burocráticas añadieran o quitaran algo. La verdad es que los dos sabían que guardaban dentro un espacio inaccesible para el resto, resultado de tantas palabras dichas, de tantos sentimientos comunicados, de tantas desolaciones compartidas.
Participaban, pues, de la propiedad de uno de esos cotos en los que se distribuye la vida y, sin necesidad de especificarlo, aquel territorio estaba siempre a su disposición. Un territorio que no había sucumbido al paso del tiempo y que probablemente permaneciera incólume hasta la llegada de la muerte. Esa noción se desvanecía ahora cuando el maître simulaba ordenar algo detrás de la barra y contribuía a aumentar su tensión con unas idas y venidas poco justificadas.
Le pesaban las piernas. Se había puesto tacones —no demasiado altos, dada la dificultad de avanzar normalmente por las aceras y su tendencia a meter el pie en cualquier agujero— y había caminado hasta el restaurante con el corazón un poco encogido, aunque trataba de fijarse en otras cosas para exorcizar la incertidumbre. Por ejemplo, que por primera vez en años el aire estaba cruzado de vuelo de golondrinas.
Ni el sol, ni el piar de las elegantes aves, ni el lentísimo culebrón de vehículos, ni siquiera el insoportable ruido de los martillos neumáticos, se concitaron para desagarrotar el musculoso órgano. Y fue descendiendo hacia el punto de encuentro notándose un poco lívida, preparada para que él no hiciera acto de presencia, reprochándose por haber alimentado la esperanza, sentimiento que había decidido expulsar. Le daba risa, cuántas veces se había repetido que era necesario aprender a vivir sin esperanza como inequívoco signo de madurez, y cuántas veces se descuidaba y volvía a hacer su aparición: Era débil.
"Lo habrá olvidado, seguro, anda demasiado ocupado. Qué idiotez, me estoy agarrando a algo que dejó de existir, soy una estúpida por venir, por haber tolerado este deseo del todo inútil, darán las tres, no se presentará y me veré deshaciendo este mismo trayecto como si nada, mejor convencerse de que da igual, de que vengo por mi propio capricho, por simple curiosidad, y aquí no ha pasado nada. Otro cadáver en el ataúd de la memoria, otro más..." Cosas así había ido rumiando en dirección al restaurante hasta que dieron las tres y, en efecto, allí no acudió nadie. Preguntó cuánto era, el maître respondió "por Dios, ni se le ocurra, ¿quiere que le digamos algo a ese señor si llega?" "No sé, a lo mejor es que me he equivocado de sitio. Ahora que caigo, puede que quedáramos en El Estragón, voy a acercarme..." "Tenga en cuenta que es fin de semana, hace un tiempo estupendo y el tráfico está fatal, ¿seguro que no le apetece quedarse a comer?" "No, en serio, muchas gracias."
Dio las buenas tardes dejando tras de sí un tufo de melancolía y acumuló cuanta dignidad le fue posible. Naturalmente, no se dirigió hacia El Estragón: volvió a pasar por delante de las obras, escuchó la misma ordinariez y enfiló la vuelta como si hubiera decidido realmente dónde ir. Estaba asfixiada —un verano adelantado se adueñaba de la ciudad—, llena de congoja, reconcomida por su torpeza, furiosa por haberse plantado aquella prenda gris y rosa, vacilante ante sus pisadas.
Era hora de comer pero no tenía hambre y además el jerez le había comunicado un sopor desagradable. Desechó la idea de sentarse a la mesa de cualquier otro sitio, aunque fuera conocido y todavía estuviera a tiempo de que le prepararan algún bocado. Al pasar cerca de la oficina la sacudió el sentido común de la vida y, casi inconscientemente, estaba recogiendo un material con el que trabajaría ese fin de semana. Creía que no habría nadie ya, pero la secretaria le abrió la puerta. "¿No habías quedado para comer?" "Sí... es que hace un día tan bueno que hemos decidido salir fuera." "Un poco tarde, y con el tráfico que hay..." "Nos hemos entretenido con el aperitivo." Agarró la carpeta y salió sin dar más explicaciones.
Nada de dejarse vencer por el abatimiento, era cuestión de disciplinarse en los movimientos cotidianos aplicando esa torpe mecánica que nunca falla y que nos instala en lo que denominan vida. Obedeciendo, repasó mentalmente el congelador hasta recordar una caja de Findus: esos apestosos trozos de carne protegidos por queso, que se fríen en un momento y que dejan la cocina perdida de motillas grasientas. Se prepararía un par de ellos y una ensalada verde. Normalidad.
Recogió del buzón toda clase de información innecesaria, giró la llave y notó algún alivio en la penumbra. Se quitó los zapatos arrojándolos contra la pared como si fueran culpables y se despojó de la dichosa prenda con actitud irónica. Al entrar en la cocina se colocó un delantal de felpa, de esos que llevan estampado el anuncio de una salsa, desconectó enérgicamente el contestador y vertió aceite en la sartén. Cuando las dos piezas comenzaban a tranquilizarse, cesado el estrepitoso chisporroteo y dejándose dorar, sonó el teléfono. Se abalanzó con tanta rapidez que casi se le derraman el aceite y el aparato: "va a ser él".
Al otro lado del hilo una voz femenina con acento extranjero había empezado a dar noticia de lo mal que lo estaba pasando, amenazando con quemar la poca paciencia que le quedaba y los dos trozos de carne. "Perdona un momento", dijo, nada indiferente al humazo que ya se desprendía de la sartén, dio la vuelta a aquellos chismes y regresó al auricular maldiciendo a la voz intempestiva. "Es que me estaba preparando la comida." "Ah, pegdóname tú, te llamo un poco más tagde." "Vale, mejor." Y colgó, enaltecida por una ola de desamparo sólo comparable a la insulsa comida que se disponía a ingerir. Buscó su programa de radio favorito "Música sólo música", rabiosamente dispuesta a sacudirse aquel muermo. Precisamente en viernes.
El teléfono volvió a sonar. Ya no esperaba nada y, para confirmárselo, dejó que los pitidos se prolongaran respondiendo "¿Sí?" en tono neutro. Casi le da un pasmo al reconocer su voz: "Dios mío, creí que no iba a llegar nunca, no te imaginas cómo estaba la carretera..." "Pensé que te habías olvidado o que a lo mejor no lo dijiste en serio." "Cómo iba a olvidarme, ¿es que no has oído el mensaje que te dejé esta mañana?" "¿Esta mañana? Pues no, además hubiera dado lo mismo porque no estaba." "Bueno, es lo mismo, vente para acá." "¿A esta hora? No nos darán de comer." "¿Cómo que no? Dice este señor que podemos quedarnos todo el tiempo que queramos, no sabes lo preocupado que estaba. En cuanto llegué me hizo una descripción completa de ti y mandó a un camarero a buscarte a El Estragón, él mismo sacó el perro a dar una vuelta por si te encontraba. Anda, deja lo que estés haciendo y vente."
Ni un taxi. Llegó exhausta pero con el corazón distendido. En cuanto abrió la puerta volvieron a abrazarse rotundamente mientras el maître les contemplaba como un boy-scout tras haber realizado la buena acción del día. Se sentaron en una mesa esquinada "esa chaqueta me suena". Pidió dos dry martinis y le relató su peripecia matinal, lo imposible que era salirse de la autopista, cómo había parado en una gasolinera para pedir una guía de teléfonos, cómo no había guía, cómo en información no sabían, cómo cuando consiguió dar con el número la siguiente cabina estaba averiada, cómo se consumió en el trayecto... "Sólo me angustiaba no llegar, sabía perfectamente lo que me jugaba." Y lo dijo con tanta naturalidad que ella sintió vergüenza de sus dudas, ni las apuntó.
Eran las cinco cuando les trajeron el primer plato. Afuera, el ruido del tráfico era apabullante pero ninguno de los dos oía nada.
(En Cuentos de este siglo. 30 narradoras españolas contemporáneas. Ángeles Encinar (ed.), Barcelona, Lumen, 1995)
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Mercedes Soriano. (elperiodicomediterraneo.com) |
Mercedes Soriano fue una escritora española a la que se suele incluir entre los autores de narrativa social por su crítica de la impostura de la Transición. Nació en Madrid en 1953. Dirigió la prestigiosa revista literaria El Urogallo y colaboró en medios como El País, Blanco y Negro o el Número Internacional Oficial del Libro.
Tras la aparición de su relato "La gran vía" en el diario El País, en 1987, publicó su primera novela, Historia de no (1989), primera entrega de una trilogía en la que pretendía reflejar la memoria de la Transición española narrada de manera intimista. Le siguió Contra vosotros (1991), sobre las aspiraciones de la clase media española, y ¿Quién conoce a Otto Weininger? (1992), en la que dio un giro a su narrativa al abandonar la exploración de la realidad española de la época y centrarse en la figura del filósofo austriaco autor del ensayo Sexo y carácter. Una prudente distancia (1994), defensa de la conciencia ecologista, es su última novela publicada.
En la década de los noventa, cuando gozaba de la consideración de la crítica y de los lectores, se apartó de la vida cultural madrileña y se retiró a los rincones apartados del cabo de Gata. No volvió a publicar más. Vivió en la barriada de Las Presillas Bajas, en el término municipal de Níjar (Almería). Con 49 años, falleció en 2002 en el hospital Torre Cárdenas de Almería. Estaba casada y tenía dos hijos de corta edad.
En 2021 el escritor Miguel Ángel Muñoz publicó Aposento, novela basada en la desaparición de Mercedes Soriano cuando se encontraba en la cima de su carrera.
[Imagen inicial: theforkmanager.com]