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Teatime on a summer day at Ham Spray House, showing painter Carrington, her husband Ralph Partridge, and Lytton Strachey. Saxon Sydney-Turner. Archivo PartridgesStrachey |
Té sin azúcar
Ham Spray está solitario y en orden. La biblioteca, tu dormitorio, el jardín. He sembrado campanillas de invierno y narcisos junto al bosque de tejos donde quisiera que fueran enterradas mis cenizas con las tuyas. Tu muerte crece dentro de mí. En Golden Green, sin funeral ni ceremonia, según tu voluntad, sólo en presencia de James y Saxon, ardió tu cuerpo en el horno crematorio. Después, una escueta placa in memoriam, en Chew Magna, la capilla familiar. Roger se ha llevado ya tus libros antiguos, los impresos antes de 1841. Me pregunto por qué señalaste en tu legado esa fecha, irregular, caprichosa, si había alguna razón oculta o sólo fue para mostrarnos una vez más lo original e impredecible de todos tus actos.
Tu inteligencia, aquel aire de irrealidad, tu voz leyendo a Morley, Gibbon o Shakespeare, las veladas en que James interpretaba a Bach mientras yo leía en soledad a Platón o dibujaba un rostro, un paisaje, las conversaciones, sentados en el suelo frente a la chimenea, atenta a cada palabra tuya, transparente de felicidad, llena de adoración, asombrada de que toda aquella riqueza fuese para mí, una bohemia romántica, temerosa siempre de hacer las cosas mal, el pequeño caballo salvaje que hoy, sin ti, parece un cachorro abandonado, un niño perdido en el bosque de la vida.
Ahora leo sola los libros, la poesía que tú acostumbrabas a leerme después de la cena. Hablabas como el rey Lear en tu agonía. Te veo en los últimos momentos, la cara pálida, los ojos cerrados, la frente húmeda y fría, sin dolor aparente. Afuera la luna brillaba junto a la casa, filtrándose a través de los olmos, deteniéndose sobre los pajares. En el tejado del cobertizo se recortaban las siluetas de unas palomas contra la luz pálida de la noche y tú respirabas aún, muy rápida, muy profundamente. Ya no era el reloj el que marcaba el tiempo, sino los débiles latidos de tu corazón. He descrito tu muerte en el diario. Nadie podrá contar la mía.
Mi sentido del humor, ese dudoso ingenio, la alegre vitalidad, el gusto por la vida que yo tenía cuando nos encontramos en Asheham, el atractivo de la juventud que te conquistó aquel otoño de 1915, todo lo que yo quise conservar para ti mientras, a lo largo de los años, cultivaba hortalizas en el huerto, cocinaba, te servía sin preocuparme de mí misma, dejando inacabados los cuadros, poniendo más energía en el cuidado del jardín y en que tu vida fuera apacible que en luchar por sacar a flote mi talento, todo eso ya se ha perdido. Mis ojos azules achinados, mi cabello rubio, mi corazón libre, todo se ha apagado en estas últimas semanas.
Nuestra vida fue fascinante, nuestra relación tan íntima, tan fuerte, que me siento inútil para explicar cuánto y cómo era lo que tan firmemente nos unía. Dibujo en los márgenes de estas cuartillas, como único don para ofrecerte, preciosos gatos, como los que hay en la vajilla de la casa, gatos tocando el violín, dormidos en el brazo del sillón o encaramados al respaldo de una silla, un gato gigante dando de comer a Tiber, otro quieto, frente a un pájaro en el jardín, gatos con sombrilla o paraguas, bajo el sol o la lluvia, o sobre mi cama, ahora que no hay nadie.
Esto me trae el recuerdo de nuestros amantes mezclado al de la palidez de tu rostro, la inmensa pena de verte allí, en tu dormitorio, frío y solo. Ralph, tú, nuestra vida en Tidmarsh, aquel triángulo apasionado que la aparición de Francis hizo imposible.
Cuando la casa estaba llena de enfermeras, de familiares y amigos que leían novelas policíacas o hacían crucigramas para entretener la llegada de la muerte, Ralph puso toda su atención en mí, me preparaba tazas de té o me ofrecía brandy, y tras el momento final, salió al jardín y trajo un ramo de hojas de olivo con las que hice una corona para adornar tu frente. Era hermoso el contraste del verde olivo con el color de cera de tu piel. Besé tus labios y mis lágrimas cayeron sobre tu cara sin que fueras capaz de abrir los ojos. Horas antes yo había intentado quitarme la vida para seguirte hasta el fin. El azar hizo que Ralph me descubriese en el garaje cuando el gas aún no había hecho su efecto. Soy torpe hasta para planear mi muerte. Alguien pensará que fue un gesto histriónico. Oliver cree que tengo derecho a morir cuando lo desee. Nunca más que ahora.
Entro a tu dormitorio. La habitación está muy ordenada. La mirada cae sin ningún reproche sobre el mosaico de Anrep, la figura hermafrodita de la chimenea. Tú sabes que nunca hice demasiado caso a tus jóvenes amigos, si algo me irritaba es que no supieras valorar tu grandeza, comprender que nuestra unión no hubiera sido más profunda, más perfecta, de haber sido posible la sexualidad entre nosotros.
La libertad era seguir el rumbo de las emociones, no tener la obligación de elegir entre la extrema necesidad de moldear mi vida contigo, de acoplarla a la tuya en cada instante, o dejarme arrastrar por los apasionados amores que se sucedían y que yo acaso no hubiera aceptado sin tu aprobación. Estos episódicos amantes, del uno y del otro, que irrumpían con fuerza avasalladora, no siempre eran capaces de entender que tú o yo podíamos enamorarnos de otras personas permaneciendo fieles el uno al otro. Una relación indecente, absurda, para quien ha olvidado su niñez, la necesidad en la infancia de amar y ser amado sin límites, para quien vive según las reglas convencionales, que tanto odio, haciendo lo que no siente, pretendiendo ser algo distinto de lo que es, sin dejarse llevar por sus emociones. Una relación, la nuestra, absurda e indecente para los que no pueden admitir una actitud de vida en la que los celos no existen, tal era nuestra seguridad, un círculo emocional en el que los problemas se resuelven tratando de causar el menor daño a las víctimas. Quizá esto sólo sea posible entre gente compleja, excéntrica y rebelde, ¿así somos?, que siente que crece más el amor cuando está dividido.
Perdona esta rabieta, este desahogo, no te sientas molesto por mi adoración. Sabes que jamás escuché a los que hablaban de tu frialdad, de tu egoísmo, a los que comparaban nuestro amor con una taza de té sin azúcar. Quizá ésta sea sólo una expresión de Mark, de su pasión directa, insensible, violenta. No sé si se recuerda siempre mejor al primer amante o si esta presencia de Mark, aquí, mientras obsesivamente aliso la colcha de tu cama para que esté impecable, sin una sola arruga, se debe únicamente a esa frase, a esa idea de comparar el amor sin sexo al té sin azúcar. Cuando yo tenía veinte años, todo intento de dulzura, cada uno de los terrones que caían en mi taza de té, de una porcelana fragilísima, me dejaba herida, desconcertada, toda mi piel llena de arena, como si después de un baño en el mar me hubiese tendido directamente en la playa, sin una toalla protectora. Desde niña había sentido vergüenza de ser mujer, el sexo era un elemento intruso al que me resistía con todas mis fuerzas, el matrimonio era el diablo que, con su arpón amenazante, destruiría mi independencia, la libertad que había conquistado en una larga y agotadora lucha, una guerra en la que todo valía, incluso la mentira que tanto detesto.
Sobre la mesilla, en el dormitorio, Orgullo y prejuicio, que estuve leyendo hasta la tarde anterior a tu muerte, cuando ya tus ojos de spaniel estaban cerrados y jamás volverían a abrirse. Ahora soledad y soledad, frío, sólo he encendido la chimenea de tu estudio, y recuerdos.
Nuestro primer paseo por el campo, aquel otoño de 1915, cuando sin saber por qué inesperado impulso
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Dora Carrington. (EcuRed)
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me besaste. Yo era tan joven, tan celosa de mi intimidad, acostumbrada sólo a las monótonas demandas pasionales de Mark, tres terrones al mes eran mis débiles concesiones, que estaba furiosa. Dormí mal aquella noche y, al amanecer, entré sigilosamente en tu habitación dispuesta a vengarme. Iba a cortarte de raíz la barba, tu cabellera de Sansón, pero algo te despertó, saltaste como un felino, y casi me ahogas, confundiéndome en las sombras con un ladrón.
Y cuando te dije, sentada en la hierba de Mill House, en Tidmarsh, "Amo a Gerald muchísimo, tanto como a las ciruelas, el pato asado con guisantes, Venecia, las coronas imperiales, los tulipanes, las frambuesas con nata de Devonshire, pasear por Combe Downs, Padua... más más más que a todas esas cosas yo amo a Gerald".
Ahora, sentada al borde de tu cama, sin poder llorar, sintiéndome muy lejos de aquí, bajo la tierra que rodea el bosque de tilos, te amo más que a Mark, a Ralph, a Gerald, a Clare, a Henrietta, a Julia, más que a todas las mujeres que me compensaron del escaso placer que me dieron los hombres, más que a todos los hombres a los que se aferraban mis sentimientos, más que al campo en primavera, las llanuras de Ham Spray, la nieve cayendo sobre las colinas de Hurstbourne, los prados de Tidmarsh, el paisaje de Watendlath, más que a Teddy, más que a todos y cada uno de los cuadros que llenan las paredes de los museos, más que a cualquier hermoso lugar de la tierra, más que oírte recitar a Shakespeare mientras James interpreta a Bach, más más más que al azúcar que cae sobre una taza de té hirviendo, más que a todos los libros, toda la música, la respiración o el latido que me hacen seguir viviendo.
* * *
A la mañana siguiente, C. se disparó un tiro con una escopeta que había pedido prestada para cazar conejos. El jardinero llamó al médico y telefoneó a Ralph. Tardó en morir unas tres horas. En sus últimos momentos, pidió perdón por las molestias, se excusó por su torpeza. Hubiera deseado una muerte instantánea, sin testigos.
(Ana María Navales, Cuentos de Bloomsbury, Edhasa, 1991)
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Interior de Ham Spray House. (Pinterest)
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Cuentos de Bloomsbury es el tercer conjunto de relatos publicado por la escritora aragonesa
Ana María Navales. Tiene su germen en la pasión de la autora por el universo de Virginia Woolf y el grupo de Bloomsbury. Navales explica en la breve introducción a la primera edición que los cuentos son "una libre recreación de algunos de los personajes que protagonizaron el grupo de Bloomsbury" y, en la entrevista concedida a Ángeles Encinar para
Lectora 2 (1996), añade:
En Cuentos de Blomsbury hay un balanceo entre realidad-irrealidad, un intento de sacar a la superficie la rebeldía del artista, de descubrir los espacios ocultos en que él vive aislado, en tensión creadora.
Los doce cuentos constituyen una mirada caleidoscópica sobre el grupo de Bloomsbury, una muy libre recreación que busca la vertiente secreta de cada uno de los personajes, iluminados con enorme respeto. Es un libro escrito desde el punto de vista del seducido o enamorado que recuerda detalles y actuaciones dispersas del motivo de su amor.
En la mayoría de las narraciones, impregnadas de lirismo, la "indagación en el mundo femenino y la literatura son el telón de fondo", como observa Ángeles Encinar en "Cuentos escritos por mujeres: Crónica apasionada de una época" (1999).
A los doce cuentos de la edición inicial se añadió el relato "Mi corazón está contigo" en la edición de Calambur de 1999. En la tercera, también en Calambur (2003), se suman otros dos nuevos relatos ("Aquel verano de Carbis Bay" y "La última carta"), sumando un total de quince.
En opinión de Isabel Carabantes (Ana María Navales, la vida de un relato, 2017), la conexión entre los textos es tan poderosa que podría hablarse de una novela fragmentaria. Según esta estudiosa, es el ambiente el elemento que establece esa fuerte relación entre los relatos:
Es esa particular atmósfera la que hace que cada uno de los relatos funcione como una tesela que forma parte de un peculiar mosaico y, al mismo tiempo, sigue manteniendo su propio sentido.
Carabantes observa asimismo que "Té sin azúcar" fue el primero en aparecer, en 1987, en uno de los números iniciales de la revista Turia. El relato, cuyo título es una metáfora de la relación amorosa sin sexo, se centra en la peculiar relación entre el biógrafo y erudito Lytton Strachey y la pintora Dora Carrington.
Dora Carrington (1893-1932) fue una pintora inglesa que, aunque no formó parte del grupo de Bloomsbury, se la asocia indirectamente con este círculo por su vida bohemia y por su relación con uno de sus miembros, Lytton Strachey. Se conocieron en 1915, cuando Dora tenía veintidós años y Strachey, treinta y cinco. Entre ellos se estableció una relación tan estrecha y especial que, a pesar de la homosexualidad de Lytton, se fueron a vivir juntos en 1917. Carrington tuvo una breve relación amorosa durante los años de la Primera Guerra Mundial con el pintor Mark Gertler, uno de sus compañeros de la Escuela de Artes, y en 1919 inició un idilio intermitente y tormentoso con el escritor Gerald Brenan, el mejor amigo de Ralph Partridge, el hombre con el que Dora aceptó casarse en 1921, aunque no por amor. Ralph tuvo que admitir que Lytton formara parte de su matrimonio y los tres se trasladaron a vivir juntos. En 1924 se instalaron en Ham Spray House. Pero en 1926 Ralph inició una aventura con Frances Marshall y se marchó a vivir con ella a Londres, si bien seguía visitándolos todos los fines de semana. En 1928 Dora conoció a Bernard Penrose, amigo de Ralph, e iniciaron una relación que acabó cuando la pintora se quedó embarazada y sufrió un aborto. Esta fue su última aventura amorosa con un hombre. En enero de 1932, dos meses después de la muerte de Strachey a causa de un cáncer de estómago, Carrington se suicidó disparándose con un arma prestada. Sus cenizas fueron enterradas bajo los laureles del jardín de Ham Spray House.