jueves, 26 de septiembre de 2024

"Aquella cama en Creta", un relato de Ana Alcolea


Valle de Amari, en Creta


AQUELLA CAMA EN CRETA


     No sabía muy bien qué hacía allí, ni dónde estaba, ni por qué había venido. No entendía lo que me decía la enfermera. Hablaba un idioma desconocido. Me encontraba tendido en aquella cama blanca de la que solo veía el parapeto de los pies, con sus tubos metálicos plateados y una rejilla en el centro. Logré mover mi cabeza. En el lateral izquierdo de la cabecera, una raya quebrada como el rayo de Zeus parecía haber sido dibujada tiempo atrás con un cuchillo.

    Un hombre fuerte, con pelo oscuro y mostacho, me había conducido por un pasillo estrecho del que solo veía un techo agrietado y pintado de gris, y unas cuantas bombillas que corrían encima de mí sin esconderse. El hombre del bigote oscuro conducía velozmente aquella cama. Nunca había estado en una cama con ruedas. Me dolía terriblemente la cabeza, tenía una venda que tal vez algún día había sido blanca; me la toqué y me manché de sangre. Sangraba y tenía fiebre, pero no sabía qué hacía allí, ni dónde estaba ni cómo había llegado hasta aquel lugar. Solo recordaba algo blanco encima de mí, la sensación de haberme mecido entre las nubes antes de caer a esa cama que rodaba como mi coche nuevo sobre la carretera. Sí, tenía un coche nuevo. Un coche verde descapotable. Sí, había tenido un coche verde descapotable antes de que estallara la guerra.

***

   Habíamos llegado por la tarde a Amari, en pleno valle, con el monte Ida al fondo; estábamos saturados de ruinas minoicas, monasterios ortodoxos e iglesias bizantinas. Todo hablaba de un pasado glorioso en la isla, que ahora estaba salpicada de turistas que alquilaban coches semidescapotables, para ponerse morenos mientras conducían como locos por los caminos donde antaño acaso circularon los caballos del rey Minos y los jóvenes que acababan sacrificados al desgraciado minotauro que habitaba el laberinto.

     Comimos en la taberna del pueblo, carne con pimientos verdes recién cogidos de la huerta, y un dulce de naranja que me supo como imaginé que debía de saber la ambrosía que los dioses comían por allí cerca. Preguntamos por una habitación para pasar la noche. "Ningún problema contestó la tabernera—. Hay un hombre que les alquilará una habitación muy bonita y muy barata. Vendrá enseguida a tomarse el café. Viene todos los días. Espérenle aquí". Así lo hicimos. Media hora después, y mientras bebíamos un vaso de raki, vimos acercarse a un hombre de unos ochenta años, ligeramente encorvado y con ese aire de cansancio que da la vida cuando se siente que se ha vivido lo suficiente. Tenía un lejano aire aristocrático; su cabello blanco, el bigote también blanco, y su kaboloi en la mano. Su camisa recién planchada aunque raída, y la americana gris claro de puños ennegrecidos, le hacían diferente a los demás hombres del pueblo, de piel más oscura, camisas de manga corta, o camisetas de tirantes, y movimientos más rudos. Pensé que tal vez el hombre había sido el médico del pueblo, o el maestro. Sus manos eran muy finas, sus dedos  largos y delgados, no habían trabajado la tierra, eso era seguro, y su piel tampoco había estado expuesta al sol con el ganado entre los olivos. Exhalaba el olor a orina vieja de quien ha perdido parte de su olfato, de sus habilidades manuales y de su interés por la vida.

     No hablaba inglés y nuestra relación fue silenciosa. Nos llevó a su casa y lo primero que nos enseñó fue el cuarto de baño que íbamos a compartir con él. Había conocido tiempos mejores. La loza estaba mugrienta y llena de grietas por las que iban y venían las lagartijas. Sobre el lavabo una de esas maquinillas de afeitar pesadas, viejas y metálicas, a las que se cambian las cuchillas con mucho cuidado. A su lado, la pastilla de jabón y la vieja brocha con la que el hombre extendía la espuma sobre su cara para afeitarse cada mañana con menos éxito, porque ni sus ojos ni sus manos eran ya los que habían sido. Decidí que no pondría mi trasero en aquel inodoro que también había conocido mejores tiempos, y pensé que la mañana siguiente, el mundo tendría que soportar mi cuerpo sin duchar. 

     Enseguida, el anciano nos mostró la habitación con balcón donde pasaríamos la noche: dos camas pequeñas, muebles de finales del siglo XIX, un álbum de fotografías, una mesita cuadrada con un paño bordado encima, y grandes fotos viejas y coloreadas, colgadas de las paredes. Una de ellas representaba a nuestro anfitrión muchos años atrás, probablemente antes de la guerra, con el cabello y el mostacho aún oscuros. Debajo, la foto de una mujer, probablemente su madre: el mismo rictus sereno, los mismos ojos, los labios apretados de quien no quiere que se le escape el alma por la boca y la recoja el demonio. Encima de una de las camas, la imagen de un hombre que había sido anciano mucho tiempo atrás, y que estaba vestido con las ropas típicas de los campesinos cretenses: las botas altas con el pantalón por dentro, el gorro, la redecilla tapando la cabeza y el cuchillo en la cintura. 

     Las cama, blancas, pequeñas, de metal, con un colchón muy duro y estrecho. Las sábanas, cada una con un estampado diferente, parecían los restos de los naufragios de varias vidas. Me senté con las piernas estiradas en la cama, y empecé a pensar en aquellas gentes del pasado que habían vivido en el mismo lugar que yo iba a habitar durante unas pocas horas.


   Tenía tanta fiebre que mi frente chorreaba. El sudor se mezclaba con la sangre de la herida, y me llegaba hasta la boca con ese sabor salado al que sabe la desesperación  y la desesperanza. 

     Seguía sin saber qué hacía allí. No conseguía recordar cómo había llegado hasta aquel lugar. Solo guardaba la imagen del pasillo con las bombillas, la de una gran tela blanca que me cubría y la del hombre del mostacho oscuro, que empujaba la cama con una mirada que quería ser adusta pero que escondía cierta compasión. ¿Por qué mezclaba aquellos dos sentimientos? ¿Por qué sus ojos eran fieros y amables a la vez? Después había caído en el letargo, y cuando desperté ya estaba en aquella habitación. Me dolía la cabeza y casi no me podía mover dentro de aquella cama blanca de sábanas blancas. En el colegio habíamos estudiado que el cielo era un lugar en el que no existían los colores oscuros. Siempre lo pintábamos de blanco y de azul. Tal vez me había muerto y estaba en el paraíso. Pero no, no podía ser. Me dolía la cabeza, y las piernas. Y había sangre a mi alrededor. El cielo no podía ser un lugar manchado de sangre y de dolor. No. No estaba muerto. Tal vez tampoco estaba vivo.

     Miré a mi alrededor: otras camas blancas con sábanas tan blancas como las mías escondían a otros hombres vendados como yo. Oía lamentos en lenguas que no entendía. La enfermera hablaba con una sonrisa y en alto para todos, pero yo tampoco comprendía sus palabras. Era morena, y tenía unos ojos muy oscuros. Se acercó a mí. Me miró con una expresión que fundía el odio con la misericordia. Me pregunté por qué. Me dijo algo a lo que solo pude contestar con mi silencio. En ese momento me di cuenta de que no podía hablar. Algo le había pasado a mi cerebro o a mi garganta, que no me dejaba articular palabra. Le respondí con mi silencio y con una mirada que le preguntaba qué me pasaba y por qué me trataba de una manera tan diferente a como lo hacía con los demás. Mis ojos le inquirían también por qué no entendía su lengua. Me puso un termómetro en la boca enmudecida y comprobó que mi fiebre debía de ser muy alta. Sus ojos no pudieron ocultar una cierta piedad. Solo piedad.

     Llamó al hombre del mostacho, que debía de ser el médico. Se acercó. Me palpó la venda. Movió la cabeza de izquierda a derecha varias veces, y le dijo algo a la mujer, algo que tampoco pude comprender. El resultado fue que ella me cambió la venda. Antes vertió un líquido transparente en lo que debía de ser mi herida, que me escoció hasta provocarme un alarido que hizo reír a alguno de mis vecinos de habitación. Al menos podía articular sonidos, aunque fueran gruñidos, como hicieron los hombres de las cavernas antes de inventar el lenguaje. De algún modo, aquel grito me devolvía al origen de la vida. De la mía, y de toda la raza humana, vil, malvada y amable a partes iguales. El médico volvió a decir algo a la enfermera y ella bajó los ojos, avergonzada, se acercó a mí, me miró y puso su mano en mi mejilla, suavemente.

     Su mano me pareció delicada, pero fría sobre mi rostro caliente por la fiebre. Recordé la mano de mi madre, cuya presencia siempre me curaba cuando estaba enfermo de niño. Verla y sentir su mano en mi frente tenía un efecto curativo. Me pregunté dónde estaría ella ahora. Por qué no venía a verme. Probablemente estaba lejos de mi casa. Sí, me había mecido entre las nubes. Había cruzado el mar, que se veía desde debajo de la gran lona blanca que me cubría. 

     La muchacha me preguntó algo que no entendí. Metió su mano por debajo de la sábana que me tapaba parte del cuerpo y buscó algo. Encontró mi medalla, la miró, le dio la vuelta y leyó: "Hans". Había leído mi nombre. Su voz, pese a su extraño acento, me recordó a mi madre cuando me llamaba de niño. Cuando me quedaba horas jugando en el jardín y se hacía la hora de cenar. Sí, yo era Hans, y mi madre estaba muy lejos de aquel lugar donde no entendía a nadie. Noté cómo a las gotas de sudor se les unía una lágrima seguramente también salada, tan salada como el mar que había cruzado. Una gota de agua que bajaba por mi mejilla, se arrastraba por el cuello hasta que se varaba en mi pecho.

     La enfermera secó mi cara con su mano, que seguía pareciéndome gélida. Volví la cabeza y mis ojos se quedaron clavados en las ruedas de las patas de otra de las camas de metal plateado de la sala.


     Estaba tumbada en la cama. Enfrente tenía aquella foto juvenil de nuestro anfitrión. Había sido un hombre guapo. Aún lo era, con sus arrugas enmarcando unos ojos que habían visto mucho, tal vez demasiado. Mi marido había estado leyendo un libro sobre el palacio de Knosos, que habíamos visto por la mañana, y se había quedado dormido. Yo no me había podido dormir, rodeada por tantos objetos que estaban allí para hablarme. Me levanté y fui hacia el aparador. Era un mueble hermoso, de madera tallada, con un espejo manchado por el tiempo. Sobre el mármol, un álbum en cuya cubierta de piel había dibujados molinos de viento. "¡Ah! —pensé—, el viento, que todo lo lleva. Y que todo lo trae". Como aquellos vestigios del pasado que llegaban hasta a mí por la casualidad que nos había llevado hasta aquella casa de cuya existencia nada sospechábamos. No conocemos nada. Ni una diezmillonésima parte de lo que existe a nuestro alrededor. No pude resistir la tentación de abrirlo y contemplar aquellas imágenes en blanco y negro, imágenes de quién sabe qué y cuántas historias pasadas, llevadas ya por tantos vientos y por tantas tempestades.

     Sabía que estaba entrando en las vidas de los otros, de los que no me había sido concedido conocer. De aquellos que me miraban desde el papel tintado, como si estuviéramos juntos a uno y otro lado de un espejo.

     Había fotos de grupos de amigos, de parejas, de familias, de una joven y hermosa mujer de grandes ojos que se maquillaba en un camerino, luego sobre un escenario, la misma mujer con un uniforme blanco de enfermera. Allí estaba nuestro casero, vestido con ropa militar, luego con traje y corbata, con gafas de montura oscura en algún momento. En una imagen estaba sentado junto a un joven muy rubio, muy pálido, muy delgado, con una venda en la cabeza y en el cuello, y con una muleta. Era un hombre muy diferente a los de las demás fotografías, todos morenos y con facciones griegas. Saqué la foto de las pestañas que la fijaban, y miré el reverso: una fecha, mayo de 1941, y una letra mayúscula: "H". Aquel era el mismo año de la batalla de Creta, en la que cientos de soldados alemanes fueron lanzados en paracaídas para conquistar la isla. ¿Qué hacía aquel muchacho aún imberbe, de aspecto enfermizo, malherido, junto a nuestro anfitrión, alto, fuerte, con aspecto saludable? El hombre miraba a la cámara mientras rodeaba al endeble herido con su poderoso brazo. El joven lo miraba como si le debiera algo y no supiera muy bien el qué. Parecía confundido, perdido en un lugar que no era el suyo. Sus ojos miraban admirados, tristes y desorientados.

***

     Alguien abrió la ventana y un aire fresco entró y refrescó mi rostro. La fiebre había bajado. El viento en mi cara me trajo un vago recuerdo a la memoria. De repente, me vi lanzándome al vacío y sintiendo el aire en la parte de mi cara que no cubría el casco. Caía desde algún lugar cerca de las nubes y la tierra se iba acercando cada vez más deprisa, hasta que se abrió el paracaídas. Mi vuelo se iba convirtiendo en una danza, algo así como el balanceo de un equilibrista sin ninguna cuerda en que apoyar los pies. Cerré los ojos. Empezaba a recordar lo que hubiera estado mejor encerrado en el olvido. Sí, era primavera, la de 1941, y estábamos en guerra. Eso era, estaba lejos de casa, en algún lugar en el que yo era el enemigo. Yo, que era buen amigo de mis amigos, buen hijo, buen estudiante, y que aún no había conseguido enamorar a Marlene, porque me habían reclutado el mismo día en que pensaba decirle que la quería y que siempre estaría en mis pensamientos. Yo, Hans Lieber, el enemigo de todos aquellos desconocidos que me rodeaban. Estaba en un hospital en el que nadie hablaba mi lengua, con una herida en la cabeza, otra en la pierna, y una más en la garganta, que no me permitía decir palabra. Aunque hubiera dado igual: nadie me habría entendido. La lengua griega y la lengua alemana no se parecen en nada.

***

     Dejé el álbum y volví a la cama. Mi marido seguía durmiendo. Me tumbé sobre las sábanas de flores desleídas que un día habían formado parte de un juego de cama completo, y miré el techo. Pensé en el muchacho rubio de la fotografía de 1941. En la batalla de Creta. Mucha gente murió en aquellos días. Unos, por defender su país, otros por guardar su casa y sus campos. Y muchos otros sin saber por qué. Aquel chico podía ser inglés, o australiano. ¿Quién podía saberlo? Tal vez aquella mayúscula, aquella H, correspondía a la inicial de su nombre: quizás se llamara Henri, o Harold. Incluso podía llamarse Hans y ser un soldado del ejército invasor. Nunca lo sabría, así como tampoco conocería si había o no sobrevivido a sus heridas, si había vuelto a su país, o si habría muerto en una cama de algún hospital militar.

     Me di la vuelta, segura de que por muchas vueltas que le diera, nunca conseguiría saber nada más de la historia de aquella fotografía. Mi anfitrión solo hablaba griego, y además no iba a confesarle que había estado curioseando entre sus viejas fotografías. Miré la cabecera de la cama. Ya oxidada por los años, se veía una marca grabada por un cuchillo o un instrumento similar: parecía el rayo de Zeus. Aquella asociación de ideas era muy oportuna en aquel lugar, tan cerca del monte Ida. Olvidé al chico de la foto, y volví a recordar las leyendas de los dioses griegos, del Minotauro, de Dédalo e Ícaro, que volaron hasta lo más alto para intentar salir del laberinto.

     Me dormí. Soñé con enfermeras de ojos oscuros, soldados alemanes, campesinos cretenses, y con el dueño de la casa, que me contaba al oído viejas historias de la guerra. Soñé con el minotauro y con las doncellas y los jóvenes atenienses de los que se alimentaba cada año. Soñé con los hombres voladores, que habían osado acercarse demasiado a los dioses, y habían sido castigados por ello. Soñé con que nuestro anciano anfitrión se afeitaba frente al espejo que estaba sobre el aparador de nuestra habitación. Su americana tenía los puños limpios y la piel perfectamente rasurada. Olía a colonia fresca y no a orines oxidados. El espejo le devolvía su imagen rejuvenecida, tal y como estaba en la fotografía. Pensé en mi sueño que me podría haber enamorado de aquel hombre, si hubiéramos coincidido en otros tiempos. 

     Me desperté y me quedé mirando el suelo de la habitación. Solo entonces vi las pequeñas ruedas en las que terminaban las patas de la cama.

(VV. AA., Hablarán de nosotras. 13 - una escritoras aragonesas, Los libros del gato negro, Zaragoza 2016)

La escritora Ana Alcolea. /L. O.

Para saber más sobre la escritora zaragozana Ana Alcolea, Premio Cervantes Chico 2016, puedes leer varias entradas en este blog, entre ellas, las siguientes:

-Comentarios del alumnado del centro sobre las siguientes novelas juveniles de la autora:
        -Donde aprenden a volar las gaviotas, por Melania Cebrián Ferreras: AQUÍ. Y por Carmen Arasanz Jordán: AQUÍ.
        -La noche más oscura, por Paula Sierra Alastuey: AQUÍ.
        -El retrato de Carlota, por Carmen Arasanz: AQUÍ.

-Reseña de uno de los varios encuentros que se han celebrado entre el alumnado del centro y la escritora, en este caso para hablar de su novela Donde aprenden a volar las gaviotas: AQUÍ

[Imagen inicial: wildnature.gr]


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