Cementerio alemán de Cuacos de Yuste, Cáceres. (wikipedia) |
Cementerio alemán
"Respeto y humildad para los muertos, mas,
no, nunca jamás, para la muerte". (2008)
ÁLVARO VALVERDE
Regreso al cementerio alemán
EL 28 DE MARZO DE 1943 un escuadrón británico de la base aérea de Gibraltar avistó y hundió cerca del Peñón de Ifach al submarino alemán U-77, uno de los que más daño había causado a los barcos aliados que navegaban por el Mediterráneo para abastecer a las tropas instaladas en África. De los cuarenta y cinco tripulantes del sumergible, murieron treinta y seis. El resto logró sobrevivir gracias al auxilio prestado por unos marineros calpianos. A los fallecidos los enterraron en Altea y Alicante y en 1983, junto a los restos de otros soldados alemanes de la Primera y la Segunda Guerra Mundial desperdigados por España, los trasladaron al cementerio de Yuste, en Cáceres. Fue allí donde vi por primera vez a Paul Kirkwood.
EL DÍA DE MI ENCUENTRO con Kirkwood, mi padre estaba de un humor de perros. De madrugada, cuando se levantó para mirar al cielo, empezó a gritar y a maldecir su suerte en la vida. Despertó a toda la familia. Por suerte para ellos, mis dos hermanos mayores se habían ido ya a trabajar a la central nuclear de Almaraz y, como siempre, mi padre acabó discutiendo con mi madre, como si ella fuera la culpable del mal tiempo. Aproveché para leer un rato antes de ir a clase. Cuando regresé del instituto, mi padre dormía la mona en un banco de madera que teníamos en la cocina. Mi madre veía la televisión. Tenía los ojos enrojecidos. No me hizo falta preguntar por qué. Se ofreció a servirme el almuerzo, pero le dije que no. Comí a toda velocidad, me calcé las botas de goma, guardé dos libros en uno de los bolsillos interiores del impermeable y salí de nuevo a la calle, en dirección al cementerio alemán. Solía refugiarme allí cuando quería estar solo.
Aún llovía con saña. Me sorprende que la gente deteste los días lluviosos. A mí me salvaban la vida. Un cielo crispado, amenazador, era mi pasaporte, el salvoconducto para disfrutar de mi tiempo libre. Me sentía un poco culpable por esos momentos de felicidad, a fin de cuentas vivíamos del campo, sobre todo de la cereza, pero el remordimiento cesaba en cuanto salía del pueblo.
Empecé a caminar. La cabeza escondida en la capucha no solo me protegía de la lluvia, también de las miradas untuosas de los vecinos. Cabizbajo, mi mundo se reducía a lo que veían los pies. Las calles empedradas, las vigas de madera que sujetaban las casas de adobe, una fuente, el porche de la iglesia, un sendero de tierra, el paso de un pequeño puente que cruza una cascada, una trocha que asciende en una loma, más gargantas, con la piedra pulida por la erosión de años, la carretera sinuosa que se abre en la montaña abancalada, el muro del monasterio de Yuste.
El agua emborronaba las letras grabadas en la lápida de bronce de la entrada del cementerio: "Recordad a los muertos con profundo respeto y humildad". Me gustaba pasear entre las tumbas, alineadas, como en un último desfile, manchas grises en un campo sesgado en terrazas de olivos, vides y cerezos. Casi me sabía de memoria el nombre de los soldados: Hermann Lange, Otto Meyer, Heinz Ernest, Friedrich Ludders, Otto Schüssler, Sigfried Lorenz, Paul Neumann... Me estremecía al leer la edad de los muertos, con apenas unos años más que yo cuando perdieron la vida.
El cementerio casi nunca recibía visitantes, pero esa tarde, sin embargo, había alguien más. Desde el parterre de la entrada vi a un joven entre las tumbas. Bajé las escaleras hasta el porche de piedra. Le observé. El joven parecía varado en la tumba de Otto Hartmann, el comandante del U-77 hundido por una escuadrilla de pilotos británicos. Llevaba una mochila pequeña y un impermeable verde, grueso, como el que usan los ganaderos y los pescadores. Me extrañó que no se hubiera puesto la capucha, el agua le resbalaba por la melena y daba a su cabeza un aspecto de medusa.
Mientras esperaba a que el joven se marchara, decidí cambiar de planes. Leer primero y pasear después. Me senté en uno de los muros del porche y me recosté en una columna. Uno de los libros que llevaba en el bolsillo me lo había regalado mi profesora de Literatura. Cuando me entregó el paquete después de clase, me quedé atónito. Me emocionó que se hubiera acordado de mi cumpleaños. En mi casa no se estilaban los regalos, para mi padre eran algo superfluo e innecesario. Rasgué el papel y leí el título, Una oculta razón, de Álvaro Valverde. Tiene un poema dedicado al cementerio alemán, me dijo la profesora, mientras revolvía mi pelo con la mano. A mi profesora le había enseñado algunos de mis ripios, inspirados en la lectura de una antología de los cincuenta que habíamos analizado en clase. Un libro que cambió mi vida. Si echo la vista atrás, compruebo que siempre ha habido un libro acompañando las decisiones importantes que he tomado, las que me han transformado como ser humano. Con los poetas de los cincuenta, los Brines, Rodríguez, Hierro y compañía, no solo aprendí a leer poesía, también a escribirla. Abrí el libro por el poema Cementerio alemán. Yuste. Con el mismo ritual de los últimos meses, lo leí en voz alta, mi voz amortiguada por la lluvia incesante:
Tiene la muerte una medida exacta.En línea, los túmulos recuerdanlos nombres y las fechas de los héroes.La edad ignora cuándopodría haber llegado el dulce fruto
final de la derrota.
Nada preserva, en cambio, la memoria
de aquellos que cayeron en combate.
Sus rostros son anónimos. Sus vidas,
hermosas y lejanas como el sueño
que habita las ciudades que dejaron.
Nos trae a este lugar una costumbre
de ausencia y de sosiego.
Hacia el sur, bajo el muro,
duermen viñas caídas
y a la sombra sin sombra de los viejos olivos
el silencio es solemne.
Con las últimas luces, la mirada se pierde,
luminosa de eterno.
Cuando terminé, lo guardé de nuevo en el bolsillo interior del impermeable. El joven seguía en el mismo sitio. Ahora formaba parte del paisaje, el verde del chubasquero parecía haberse fundido con la masa boscosa que se veía al otro lado del valle. Saqué la novela que tenía entre manos, La metamorfosis. Era de mi hermano mayor. Me había prohibido que le cogiera las cosas de la estantería sin su permiso, pero estaba seguro de que no se daría cuenta. Inmerso en la historia de Gregor Samsa, casi convertido yo mismo en un insecto, no oí los pasos del joven.
-Die Verwandlung -dijo una voz cavernosa.
Por un momento pensé que uno de los soldados alemanes había resucitado.
-¿Qué? -pregunté, como si me acabara de despertar.
-Perdona que te haya asustado -dijo, mientras sacaba de la mochila un ejemplar ajado de La metamorfosis, en alemán-. Cuando me acercaba he visto que leemos el mismo libro y me ha hecho gracia. Me llamo Paul, Paul Kirkwood.
Su español era casi perfecto, con un leve acento extranjero que no supe ubicar.
-¿Eres alemán?
-No -rió-. De Belfast. Irlanda del Norte.
Era la primera vez que hablaba con alguien de otro país y sentí una mezcla de intimidación y curiosidad. Me levanté. Paul era un poco más alto que yo. Sus facciones me resultaban familiares, la cara redonda, la mirada apacible, con un poso de ingenuidad que contrastaba con su voz. Su cara me sonaba, no sabía de qué. Le había visto antes, pero no en la vida real, sino en la televisión, de eso me di cuenta después. Aunque Paul era rubio, me recordó a Ed, el nativo americano de Doctor en Alaska, una serie a la que me había enganchado. Me preguntó si solía ir al cementerio a leer. Le dije que sí.
-Es un lugar idóneo. Este silencio -dijo, pero no terminó la frase, sino que giró la cabeza y con la mano abarcó las tumbas, lo que había más allá de la cortina de agua.
Nos sentamos en el poyo y estuvimos unos minutos sin hablar, hechizados por el sonido monocorde de la lluvia. Le dije que era raro que no le hubiera visto antes en el pueblo, que nadie hubiera hablado de él.
-Solo llevo un día aquí. Aún no ha dado tiempo para los chismes -dijo, entre risas-. Además, me alojo en el hotel rural. Casi no he salido de allí.
Me llamó la atención el vocabulario tan preciso que utilizaba. De no ser por su aspecto y el deje extranjero de su acento, habría pensado que era español. Me contó que había pasado temporadas en varios países y aparte del castellano hablaba con fluidez alemán, francés e italiano. Le pregunté por Irlanda del Norte. De Belfast yo apenas sabía nada. Asociaba el nombre al terrorismo y al IRA, a los atentados de los que cada cierto tiempo daban cuenta en la televisión. En clase de inglés habíamos visto hacía poco Agenda oculta, de Ken Loach, pero al final tenía la duda de si los irlandeses del IRA eran buenos o malos. Paul se rio.
-¿Matar a alguien es bueno o malo?
-Malo, claro, pero si lo haces en nombre de una causa, para defenderte, está justificado, ¿no? ¿Cómo habríamos derrotado a los nazis sin un ejército?
-Suponiendo que sea lícito el uso de la violencia en algunas situaciones, como la que dices, creo que el punto débil de tu argumento es cómo definir qué causa es la justa, por qué merece la pena matar a alguien y si tenemos derecho a hacerlo.
Me quedé un rato pensando.
-¿Qué tal la vida en el pueblo? ¿Estás contento? -Paul cambió de tema.
Fruncí el ceño. Le dije que no. Cuando terminara el instituto al año siguiente, iría a la Universidad. Paul me contó que había estudiado Económicas, pero no quería trabajar en ninguna empresa y la única opción laboral que le quedaba era dar clase en un instituto, algo que detestaba.
-No soporto a los adolescentes -dijo.
Al ver la expresión de mi cara, al fin y al cabo yo tenía dieciséis años, añadió.
-Como alumnos, claro -posó su mano en la mía durante unos segundos.
Le pregunté por su viaje a España. Había decidido tomarse un año sabático para escribir un libro, una novela, y pensaba que la visita al cementerio alemán podía servirle de inspiración. Quise saber por qué y observé que a Paul le cambió el gesto. Le temblaban los labios o eso me pareció. Temí que le hubiera sentado mal la pregunta. Había dejado de llover y su silencio era rotundo, más tenso. Yo le miraba, expectante.
-Déjame que lo piense -dijo al fin-. Es una especie de superstición. Puede parecerte raro, pero no me gusta hablar de lo que estoy escribiendo. Creo que si lo hago, de alguna manera modificaré el resultado, como una teoría de la física cuántica, que el observador altera lo observado a escala atómica.
Era la primera vez que hablaba con un escritor, cara a cara, y me sentí orgulloso, importante. Aunque no entendía muy bien su reparo a hablar de su libro ni sus explicaciones, me halagaba que compartiera esa intimidad conmigo, con un desconocido. Pensé que Paul era alguien con quien podía conectar, que hablábamos el mismo idioma, aunque viviésemos en países distintos y en realidades diferentes. Era un sentimiento nuevo y excitante.
CUANDO SALIMOS del cementerio, me propuso que fuéramos a tomar algo. Le dije que sí sin dudarlo, no deseaba que el día terminara nunca. Como era viernes, podía regresar más tarde, no me importaba que a la mañana siguiente tuviera que levantarme de madrugada para ir a la finca.
-Mientras regresábamos al pueblo, apenas hablamos. Después de desahogarse durante todo el día, las nubes flotaban ahora con mansedumbre entre los últimos rayos de sol, los charcos espejeaban a nuestro paso. Paul me preguntó si conocía algún lugar para cenar. No era un hábito que tuviéramos en mi casa, nunca salíamos excepto en las bodas o comuniones. Ni siquiera lo hacían mis hermanos mayores, que podían permitírselo y habían visto algo de mundo. Me daba vergüenza que Paul pensara de mí que era un paleto, pero le dije la verdad, que no se me ocurría ningún sitio, salvo el bar "Los leones". Lo descarté porque mi padre estaría chateando allí en ese momento con sus amigos y no quería encontrarme con él, menos si iba con Paul.
-Te comprendo -dijo.
No sabía a qué se refería, pero no quise indagar.
-Si te parece bien, podemos ir a mi hotel. Allí no nos verá nadie -dijo, como si de pronto nuestro encuentro se hubiera convertido en algo clandestino, una idea que aportaba una nueva dimensión del momento.
EL HOTEL ESTABA al otro lado del pueblo, se accedía a través de un camino de tierra. Bajo la techumbre de los robles y castaños, el cielo adquirió un tono ceniciento. Apenas llevaba abierto un año y casi todo el mundo, incluidos mis padres y mis hermanos, hablaban mal de él, con desconfianza, lo veían como una amenaza a su forma de vida secular, dedicada a la agricultura y la ganadería. Con el paso de los años, cualquiera que tuviera una casa vieja aprovecharía la oportunidad de las subvenciones para convertirla en alojamiento rural, pero en aquella época la llegada de los visitantes aún se percibía como una novedad inquietante.
Cuando llegamos no se veía a nadie. Nos adentramos en el vestíbulo y subimos un tramo de las
escaleras que llevaban a las habitaciones. La oscuridad impregnaba nuestra presencia allí de un barniz clandestino, prohibido.
El submarino U-77 sumergiéndose. (guerra-abierta.blogspot.com) |
-Hola -gritó Paul varias veces, hasta que de una puerta enorme y pesada salió un hombre joven, de unos treinta años.
Supuse que era el dueño de la casa. Paul le preguntó si podíamos cenar algo y el hombre nos llevó al comedor. Estaba cerrado, también a oscuras. El hombre nos trajo la carta y nos señaló los platos que podíamos pedir y los que no. Me sorprendió saber que Paul era vegetariano. Me parecía algo exótico, como casi todo lo que iba conociendo de él. Cuando terminamos de cenar, subimos a su habitación. Había dos camas y me senté en una de ellas. Me sentía cohibido por estar con alguien a quien acababa de conocer en un lugar tan íntimo, y tomé una de las revistas que había en la mesita de noche. Paul empezó a pasear de un lado a otro, parecía inquieto. Yo le observaba con el rabillo del ojo. Al cabo de un rato, por fin se tumbó en la otra cama y empezó a hablar, al principio con una voz temblorosa.
Me contó que su abuelo estaba destinado en la base de Gibraltar cuando los dos cazas de la RAF hundieron el U-77. Al parecer, el talón de Aquiles de estos temibles submarinos era su escasa autonomía. Cada cierto tiempo debían emerger para recargar la batería del motor eléctrico, un momento que podían aprovechar los aviones enemigos para hundirlo, como así ocurrió. Aunque el abuelo de Paul no participó directamente en el ataque, que con el tiempo adquiriría tintes heroicos, su paso por la guerra no era algo de lo que se sintiera orgulloso. Sus abuelos hablaban poco de esos años. En realidad, me dijo Paul, la vida de sus abuelos era casi un secreto para sus hijos y para sus nietos, no porque tuvieran algo que ocultar, sino porque apenas le daban importancia, se vive, sin más, decían, se asumen las luces y las sombras, no hay necesidad de hablar, ni siquiera de episodios tan dolorosos como la guerra, en la que sus abuelos se habían enfrentado de cara a la muerte. Cuando Paul descubrió por azar que había un cementerio alemán en el que estaban enterrados los soldados del U-77, quiso visitarlo.
-Mi abuelo había muerto años atrás y ya no podía compartir la noticia con él. Pero a medida que pensaba en el cementerio, en su significado, de algún modo empecé a desentrañar también la vida de mi abuelo, a entender qué fue lo que lo atormentó durante tantos años, aunque se negase a hablar de ello. ¿Qué habría sido de los jóvenes si el conflicto bélico no se los hubiera llevado por delante? Estoy seguro de que mi abuelo se lo había preguntado decenas de veces. Y en parte para honrar su memoria, decidí escribir una historia inventada de cada uno de los soldados muertos, pequeñas biografía imaginadas, como si la vida les hubiera otorgado una segunda oportunidad.
ME QUEDÉ DORMIDO pensando en la historia que me había contado Paul y cuando desperté era de día. La luz arañaba los cristales de las ventanas. Me había dormido con la ropa puesta. Me giré y vi el cuerpo de Paul en la otra cama, bajo la sábana. Me levanté con cuidado. La vivienda estaba a oscuras y tuve que bajar con sigilo para no despertar a los dueños. Me costó abrir el portón de madera. La casa se encontraba a pocos metros de un riachuelo y a esa hora se oía el palpitar del agua, parecido al de mi corazón cuando eché a correr para llegar a casa.
PIENSO EN AQUEL DÍA, el de mi encuentro con Paul. Medio pueblo andaba buscándome. Se habían llevado a mi padre al hospital. Nunca más volvería a verlo con vida. Tampoco vi más a Paul. Justo ahora estoy sentado en el mismo lugar en el que conversamos durante horas, guarecidos de la lluvia. Esta mañana las tumbas reflejan la luz de un sol primaveral, como si estuvieran enviando un mensaje al cielo. Como antaño, voy a aprovechar el silencio de los muertos para abrir un libro y leer. The other lives, by Paul Kirkwood. Las otras vidas. Las de Hermann Lange, Otto Meyer, Heinz Ernest, Friedrich Ludders, Otto Schüssler, Sigfried Lorenz, Paul Neumann. Aunque a través de otros, quiero pensar que de alguna manera su novela habla también de mi propia vida, la que vino después. Tal como quería, dejé el pueblo para estudiar en la Universidad. Aprobé unas oposiciones y ahora enseño Lengua y Literatura castellana en un instituto de la periferia de Barcelona. Tengo la misma edad que Paul cuando nos conocimos, pero no se me da mal el trato con los adolescentes, incluso me gusta. Y dentro de poco publicaré mi primer libro de poemas, en el que aún resuena el eco de los versos que leí tantas veces en el cementerio alemán.
(Javier Morales, La moneda de Carver, Madrid, Reino de Cordelia, 2020, pp. 31-43)
Javier Morales. (elperiodicodeextremdurura.com) |
Javier Morales (Plasencia, España, 1968) es escritor, periodista y profesor de escritura en varios centros y universidades. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense (UCM) de Madrid, ciudad en la que reside actualmente. Prepara una tesis doctoral sobre el escritor y crítico de arte John Berger. Ha publicado los libros de relatos La despedida, Lisboa, Ocho cuentos y medio y La moneda de Carver, las novelas Pequeñas biografías por encargo y Trabajar cansa, y el ensayo autobiográfico El día que dejé de comer animales.
Ha colaborado con los principales medios de comunicación españoles, como reportero y como periodista literario: El País, El Mundo, EFE, Quimera, Leer, entre otros. Desde hace años mantiene una columna semanal sobre libros, Área de Descanso, en El Asombrario, revista cultural asociada al diario Público.es. Ha recogido sus artículos en un libro con el mismo título, Área de Descanso. Diario de lecturas.
Con un lenguaje conciso y eficaz, los ocho relatos que componen La moneda de Carver se centran en la infancia en el mundo rural, el paso a la edad adulta, la búsqueda de la felicidad, las respuestas que el arte puede ofrecer a las grandes preguntas o la vida malograda de algunos escritores como Raymond Carver.
Otro poema de Álvaro Valverde en este blog:
http://elhacedordesuenos.blogspot.com/2015/11/ciudad-de-ceniza-de-alvaro-valverde.html
http://elhacedordesuenos.blogspot.com/2015/11/ciudad-de-ceniza-de-alvaro-valverde.html
¡Precioso...sí, pero me duele un poco esa visión negativa del trabajo en el campo; como si el pragmatismo del labrador enfrentado al capricho del tiempo, a la dureza del trabajo físico y la vulgar rutina del quehacer mecánico no disculpen su mirar poco poético o filosófico -hablo de los agricultores comunes, que de todo hay, como demostró Miguel Hernández o un conocido mío, agricultor y poeta aficionado-. No sé cómo sería el padre del escritor pero más o menos comparte con el mío y con muchos de sus coetáneos, la preocupación por el trabajo tenaz que permite al hijo estudiar y alcanzar esa vida de entrega a la reflexión y la belleza, y a mí no me gusta la imagen que transmite de él en este texto.
ResponderEliminarPor otro lado, es muy bonita la historia del cementerio alemán y la belleza de ese entorno donde se ubicó.
Carlos San Miguel
No hay que pensar que el personaje del padre esté inspirado en el padre del autor.El chico se siente feliz porque la lluvia le permite dedicarse a la lectura, pero dice también que no puede evitar sentirse culpable, ya que la familia vive del campo.
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado.