miércoles, 2 de diciembre de 2020

'El corazón de las tinieblas', de Joseph Conrad

Grupo de lectura "Leer juntos" del IES "Goya"
Sesión del
16 de noviembre de 2020
Obra comentada:
El corazón de las tinieblas (1899)
Autor:
Joseph Conrad

 El viaje al corazón de las tinieblas de un Eneas victoriano” (Reseña)

 

Original de Inmaculada Martín

 Habían pasado ya catorce años desde que el segundo rey de los belgas, un Sajonia-Coburgo-Gotha, tomase un territorio setenta y ocho veces más grande que su propio país como propiedad privada para la explotación de todo tipo de recursos y beneficio exclusivamente propio, cuando un polaco escribió en inglés, su cuarta lengua por orden de adquisición, un libro cuyo título todas las demás patrias, por imitación o dejadez, tendieron a traducir, como El corazón de las tinieblas en lugar de, sin paliativos románticos, el de la oscuridad. Había sido bajo el auspicio de aquel conciliábulo de depredadores civilizados que firmaron el noble propósito cristiano de repartirse África en beneficio de la civilización y el bienestar moral y material de los africanos y al que, sacando pecho premonitorio, Otto von Bismarck llamó Conferencia de Berlín. Habrían de perderse una fiesta civilizadora tan memorable las toneladas de marfil, madera y minerales, las milenarias tradiciones culturales, los miles de miembros humanos amputados punitivamente y un diluvio de cadáveres no inferior a tres veces la población de Bélgica por entonces, negro arriba, negro abajo. Ha sido fama que el estruendo llegó a hacerse demasiado ruidoso, sólo gracias al empeño de esforzados denunciantes particulares, entre ellos un amigo directo del autor que nos interesa, pero el congreso de muñidores no tuvo a bien ponerle fin hasta veintitrés años después de comenzada la fiesta, previa admonición parlamentaria británica sólo dos años más tarde de la muerte de la Reina Victoria, prima de ese Leopoldo II mentado, rey de todos los belgas y amo de todos los congoleños, aunque la historiografía inglesa parece ser que no ha podido constatar que, pese a las evidencias, la Emperatriz de la India lo avalaba, mientras los demás hacían también la vista gorda. Habían pasado cinco años desde la publicación de su primera novela, de su matrimonio y de su retiro de la marinería en las sosegadas campiñas del sur de Inglaterra, ya nacionalizado, después de haber recorrido puertos y océanos, remontado las aguas del río Congo enrojecidas durante la fiesta y conocido el corazón humano desde su puesto de observador curioso ubicado en la popa de cientos de barcos de vela, así como toda la oscuridad que ese corazón puede albergar, así como la fascinación que esa oscuridad en otros corazones genera, cuando este autor, Joseph Conrad, a las puertas del cambio de siglo, publicaba por entregas el libro que nos ocupa.


  La ambigüedad del libro está atrapada entre los giros del discurso, en los recovecos de los pronunciamientos del narrador, en lo descarnado que nos irrita sin denuncia explícita, en cierta obediencia victoriana ineludible, en el distanciamiento del autor que deja al que cuenta con la carne viva de sus contradicciones. Cierto, pero lo evidente suele ser más pasajero que lo múltiple, y este libro, sin duda, fue escrito para quedarse.

He aquí una lectura.

Narradores hay dos, diría yo, y, por síntesis, dos protagonistas. El primer narrador parece en principio omnisciente para en seguida implicarse en la acción y pronto introducirse como personaje que cuenta en tercera persona: un marinero anónimo que forma parte del coro (y no será este el único elemento que trae efluvios de tragedia griega), que presenta como personaje al narrador principal, lo escucha y, con una ligereza histriónica, responde ante su relato y, finalmente, lo admira, describiéndolo como un ídolo o un Buda. Así como el protagonista del primer narrador es el capitán Marlow, el del segundo, este mismo auténtico, experimentado y apreciado marinero y vagabundo, es un concepto abstracto sobradamente encarnado, el del horror agazapado en espera de su oportunidad, la maldad misma, que habita entre los hombres, los encumbra y los destruye, sin perder nunca el brillo de admiración entre todos. Una maldad asociada metafóricamente a la ciudad, la ambición y la civilización, al espacio salvaje sin los límites que esa civilización, emblemáticamente representada por el otro personaje con nombre propio, Kurtz, convertido en un foco director de toda la acción y culminación de la trama, pero que sólo está presente como personaje en escasas páginas.

Marlow revive su aventura fluvial en búsqueda de Kurtz por encargo de la Compañía cuando ya ha completado, a la manera clásica, el regreso del viaje al inframundo (los Fados griegos Cloto y Láquesis habrán de mostrarse en la secretaría de la compañía vestidas de negro señalando la puerta de acceso al reino de la muerte) para conocer los oscuros límites de lo humano y ofrecer al coro de marineros, trasunto cómodo del lector, el inquietante valor de su experiencia vital: Marlow ha salido victorioso, y por tanto sabio y luminoso, de su catábasis, del descenso a los infiernos donde la práctica del mal que habita al hombre es todavía superada por el embrujo que le genera, o dicho con las palabras dedicadas al imaginado cuestor romano que invadiera las entonces tan salvajes, como ahora las africanas, tierras británicas, durante el comienzo del relato: la fascinación de lo abominable. Embrujo palpitante entre las civilizadas capitales de los imperios colonizadores (recuérdense la oscuridad tenebrosa de Londres o la blancura sepulcral de Bruselas), en las maquinaciones de la ambiciosa compañía y sus despiadados agentes, o entre los ambiguos admiradores del más exitoso de todos ellos, el propio Kurtz, que se transformó de prometedor hombre brillante en autoproclamado y venerado semidiós maligno cuando entró en contacto con el estrato más primitivo del ser humano.

El juego metafórico tal vez más reiterado es precisamente el de lo luminoso frente a lo oscuro. Así, por ejemplo, funciona el progreso de la oscuridad en el escenario desde el que se cuenta el relato, territorio por tanto del primer narrador, paralelo al internamiento del personaje Marlow en las profundidades de la selva, de las que la privacidad de luz es una constante, y al del descubrimiento de las prácticas perversas en territorio africano. Todo ello frente a los elementos lumínicos esporádicos, como los reflejos brillantes del crepúsculo vislumbrados desde la cubierta del Nellie, o la presencia súbita de la luz en la oscuridad, como la iluminación del rostro de Marlow con el mechero mientras descansa de su cuento en paralelo con el de la joven prometida de Kurtz con el fulgor de la antorcha en el cuadro por él pintado y ubicado a orillas del Congo, ambas escenas paralelas con la oscuridad total como fondo. El personaje luminoso después de su anábasis (con permiso de Orfeo y Virgilio) arroja luz sobre sus oyentes y más que el relato de la anécdota (episode en la versión original), le interesa la transmisión de su resplandor (glow en inglés, que también connota un cierto grado de encantamiento, una chispa de lucidez, que no implica el español).

Marlow cuenta su relato sobre la superficie del velero Nellie (el otro nombre propio que concede el autor) y, como protagonista, pasa casi todo el tiempo sobre la cubierta de alguna embarcación en el viaje que traslada al lector desde la desembocadura del Támesis hasta las interioridades del Congo. El Marlow que representa a Conrad, un nómada del mar (vagabundo y marinero) no parece concebir el mundo si no es visto desde la proa segura y distante de un barco que se desliza sobre el espacio líquido de acceso al misterio.

El concepto de civilización parece jugar un papel múltiple en la obra, contribuyendo a la ambigüedad señalada arriba. Conrad es crítico con la labor supuestamente civilizadora de los colonizadores representados por la compañía, que él reduce al rastrero suelo de su ambición, aunque distancia elogiosamente a los imperios modernos de la labor meramente conquistadora de los tiempos antiguos. En suelo africano, los atributos civilizadores de razón y coherencia parecen ausentes, a la par que insistentemente destacados, en las prácticas de los agentes dedicados a la explotación. Pero el término parece conservar su sesgo positivo en una adaptación medida y consecuente, de modo que señala la necesidad de los límites represores (el castigo, la horca) como los únicos capaces de contener la atracción por el mal latente en el hombre, en contraste con la brutal imagen de la represión contra los rebeldes que ofrece el campamento de Kurtz (cabezas clavadas en picas, a la manera clásica). El engaño piadoso con la prometida, a quien Marlow priva de la verdad de la sincera expresión identificadora final de Kurtz (el horror, el horror), para ofrecerle el enmascaramiento de su devocionado nombre, en una imagen del engaño consentido que las sociedades civilizadas se otorgaban a sí mismas sobre los métodos de sus chicos blancos en tierra de negros. Pero el propio Marlow, asceta búdico después de su viaje iniciático, se permite recordar al coro de sus seguidores que vino del último largo viaje por oriente con el propósito de civilizarlos benévolamente.

Conrad, finalmente, ha sabido seguir en esta obra los usos descriptivos propios de las modas impresionistas en la pintura del momento. Desde los cuadros hechos con pinceladas gruesas y manchas de colores en el crepúsculo de la desembocadura del Támesis a los manchones casi estridentes del bosque infinito a orillas del Congo. Y las caracterizaciones de los secundarios han seguido las huellas de un simbolismo impactante, y también algo grueso por la cercanía a la caricaturización, en personajes que pese a su breve aparición parecen dejar un retrato perdurable en la memoria del lector (el médico, el contable, el inútil fabricante de ladrillos…, y, sobre todo, ese arlequín ruso histriónico cuyo traje hecho a retazos y su actitud evasiva ante los problemas extremos se ha visto símbolo de la jauría depredadora de África).

El despreciable contexto colonizador lleva a Joseph Conrad en este relato breve e intenso a ir mucho más allá de la denuncia, afrontando esencialmente al hombre con sus propios riesgos constitutivos. Las versiones cinematográficas posteriores han enfocado sobre alguna de las facetas del brutal diamante: desde la gratificante aventura de La reina de África, con esa magnífica pareja de Bogart y la Hepburn unidos contra el mal evidente, unánime y externo de los nazis; pasando por la maldad enloquecida pero distante que tan genialmente representa Brando en Apocalipsis Now; hasta, por el momento, ese brillante giro consistente en convertir un Kurtz juicioso pero rebelde en el padre del Marlow que en el film de ciencia ficción Ad Astra representa un Brad Pitt contenido y profundo. El Kurtz de El corazón de las tinieblas, en efecto, se mueve con una paleta de colores muy amplia: desde el encumbramiento distante de sus admiradores, no obstante el reproche de sus inconvenientes extremos, y la devoción de sus huestes nativas adictas a la satrapía, hasta la precariedad del moribundo personaje, caído y arrastrado por el suelo que encuentra Marlow después de posicionarse personalmente, y a quien acabará confesando que su mayor inquietud era el impago de los marfiles acumulados por parte de la avara compañía. En efecto, el Marlow transmisor del resplandor de la anécdota logró finalmente doblegar a su súper-ego atrapado en la telaraña del mal, encarnado por Kurtz. La inquietud del viaje, la ineludible llamada del misterio, el afán por adentrarse en lo ignoto, le han proporcionado a este Odiseo victoriano la más provechosa de las aventuras.

Instantánea de la tertulia telemática

Carlos Salvador, Tertulia del Goya.

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