miércoles, 30 de marzo de 2016

E. L. Doctorow: "El escritor de la familia" [Fragmento]





EL ESCRITOR DE LA FAMILIA 

[FRAGMENTO] 

Traducción de Carlos Milla Soler e Isabel Ferrer Marrades 

En 1955 murió mi padre y su anciana madre aún vivía en una residencia de la tercera edad. La mujer tenía noventa años y ni siquiera se había enterado de que él estaba enfermo. Temiendo que el disgusto la matase, mis tías le dijeron que se había trasladado a Arizona por su bronquitis. Para la generación inmigrante de mi abuela, Arizona era el equivalente en Estados Unidos a los Alpes, el lugar adonde uno iba por salud o, para ser más exactos, el lugar adonde uno iba si tenía el dinero necesario para ir. Dado que mi padre había fracasado en todos los negocios de su vida, ése fue el aspecto de la noticia en el que se centró mi abuela, el hecho de que su hijo por fin había alcanzado cierto éxito. Y fue así como mientras nosotros, en casa, llorábamos su pérdida con una mano delante y otra detrás, mi abuela alardeaba ante sus amistades de la nueva vida de su hijo en el aire seco del desierto.
   Mis tías habían decidido esa línea de acción sin consultarnos y eso suponía que ni mi madre ni mi hermano ni yo podríamos visitar a la abuela porque supuestamente nosotros, como familia que éramos, también nos habíamos trasladado al Oeste. A mi hermano Harold y a mí no nos importó: la residencia había sido siempre una pesadilla, con todos aquellos ancianos allí sentados mirándonos mientras intentábamos entablar conversación con la abuela. Ella tenía un aspecto espantoso, padecía un sinfín de males y se le iba la cabeza. No verla tampoco representaba una decepción para mi madre, ella nunca se había llevado bien con la vieja y no la visitaba ni siquiera cuando aún podía. Pero lo molesto fue que  mis tías habían actuado como era habitual en esa rama de la familia, ejerciendo la autoridad en nombre de todos: por un lado, ellas, las auténticas ciudadanas por lazos de sangre; por otro lado, los demás, ciudadanos inferiores por lazos matrimoniales. Era precisamente esa actitud la que había atormentado a mi madre durante toda su vida de casada. Sostenía que la familia de Jack nunca la había aceptado. Se había enfrentado a ellos durante veinticinco años como intrusa.
   Pocas semanas después de nuestro duelo ritual, mi tía Frances nos telefoneó desde su casa de Larchmont. La tía Frances era la más rica de las hermanas de mi padre. Su marido era abogado y sus dos hijos estudiaban en Amherst. Había llamado para decir que la abuela preguntaba por qué no tenía noticias de Jack. Yo había atendido el teléfono. "Tú eres el escritor de la familia -dijo mi tía-. Tu padre tenía mucha fe en ti. ¿Te importaría inventarte algo? Envíamelo y yo se lo leeré a ella. No notará la diferencia."
   Esa noche, en la mesa de la cocina, aparté mis deberes y redacté una carta. Intenté imaginar cómo habría respondido mi padre a su nueva vida. Él nunca había viajado al Oeste. Nunca había ido a ningún sitio. En su generación el gran viaje era de la clase trabajadora a la clase profesional. Eso tampoco lo había conseguido. Pero adoraba Nueva York, la ciudad donde había nacido y vivido su vida, la ciudad donde siempre descubría cosas nuevas. Adoraba especialmente las zonas antiguas por debajo de Canal Street, donde encontraba proveedores de buques o empresas que comerciaban al por mayor con especias y té. Era vendedor al servicio de un mayorista de electrodomésticos, con clientes repartidos por toda la ciudad. Le encantaba llevar a casa quesos raros o verduras exóticas de otros países que se vendían sólo en determinados barrios. Una vez llevó a casa un barómetro, otra vez un catalejo antiguo en un estuche de madera con cierre de latón.
   "Querida mamá -escribí-. Arizona es un sitio precioso. Luce el sol todo el día y el aire es cálido, hacía años que no me sentía tan bien. El desierto no es tan yermo como podría pensarse sino que está lleno de flores silvestres y cactus y extraños árboles torcidos que parecen hombres con brazos extendidos. Puedes ver a grandes distancias mires a donde mires y al oeste hay una cordillera, quizá a unos ochenta kilómetros de aquí, pero por la mañana, cuando el sol la ilumina, se ve la nieve en los picos."
   Mi tía telefoneó al cabo de unos días y me dijo que fue al leer la carta en voz alta a la vieja cuando sintió el pleno efecto de la muerte de Jack. Tuvo que disculparse y salir a llorar al aparcamiento.
   -No sabes cómo lloré -dijo-. Lo añoré tanto.Tienes toda la razón, le encantaba ir a sitios, le encantaba la vida, le encantaba todo.
                                                         En Cuentos completos, Malpaso, 2011, páginas 39-43


El escritor estadounidense Edgar Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931-2015), hijo de un matrimonio de inmigrantes judíos de segunda generación, se crio en el Bronx y estudió en el Kenyon College. Empezó a escribir estimulado por los relatos de vaqueros que leía para una productora cinematográfica. Sus novelas, que contribuyeron a fijar en la memoria de los lectores episodios recientes de la historia de su país, lo han convertido en el gran cronista de la historia norteamericana y en uno de los maestros de la literatura contemporánea. Basta recordar obras como El libro de Daniel (1971), sobre el caso Rosenberg; Ragtime (1975), la historia de Nueva York entre 1900 y la Primera Guerra Mundial; La gran marcha (2005), acerca de la operación militar del general Sherman durante la guerra civil, o Homer y Langley (2009),  la historia real de los hermanos Collyer, que murieron en su mansión  de Harlem sepultados en la basura que habían acumulado durante años. Entre otros premios, ha recibido el National Book Award y, en tres ocasiones, el National Book Critics Award.
   De sus cuentos, publicados a lo largo de cuatro décadas, escribe Eduardo Lago en el Prólogo a la edición de Cuentos completos: "El encuentro con los relatos breves de Doctorow supone una verdadera revelación: en ellos hay algo que no se manifiesta de la misma manera en las novelas mayores. Para decirlo de manera sumaria, como autor de relatos breves, Doctorow fue un escritor más directo, poético y fugaz; más emotivo y cercano; más íntimo y elusivo; más profundo y misterioso; y, a la postre, mucho más desconcertante".

domingo, 27 de marzo de 2016

"Ver llover", de Juan Gil-Albert


Foto: Josef Sudek



                 VER LLOVER
                             
                                A Rosalía de Castro


Cuando llueve la tierra
suspende sus labores
y el hombre se recrea en su silencio
como si nada externo fuera nada,
sino tan sólo el húmedo murmullo
del agua universal. Se asoma enfrente
de mi balcón un rostro entre penumbras
y ambos lejanos, mudos, solitarios,
contemplamos el raudo deshacerse
de las nubes ha poco luminosas.
No hay como estas paradas de la vida
para que todo adquiera fugitivo
su semblante más vasto: su invisible
poder evocador: ¿Será la vida
más que nuestro ajetreo este trastorno
dulcemente fragante, esta fragancia
trastornadora, un eco
de lo que por debajo de la tierra
se cumple ante los ojos en la forma
de una suave bondad? ¿Es todo un aire
sombrío que se anega en su belleza?
Mucho ha indagado el hombre de las cosas
que en torno lo rodean; mas si llueve
olvídase de todo y sólo entonces
asiste a este extenderse por el mundo
de lo que nunca fue ciencia ni arte:
una música gris, una cadencia
triste como es el alma pensativa
de quien la escucha.

          Juan Gil-Albert, Concierto en mí: 
Antología poética, Renacimiento,
 Sevilla, 2004

Juan Gil-Albert (Alcoy, 1904-Valencia, 1994) es el seudónimo literario adoptado por el  español Juan de Mata Gil Simón, escritor minoritario, autor de una obra muy depurada. 
   Pasó su infancia  en su ciudad natal, pero cuando contaba nueve años su familia se trasladó a Valencia, donde acabó el bachillerato y comenzó los estudios de Derecho y Filosofía y Letras. Se dio a conocer en 1927 con dos libros en prosa en la estela del modernismo: La fascinación de lo irreal y Vibración del estío, que rebelan su admiración por Valle-Inclán y Gabriel Miró. A estas seguirán otras obras influidas por las vanguardias.
  Su poesía surge en las vísperas de  la guerra civil: en 1936 publica Misteriosa presencia, compuesto por treinta y seis sonetos de contenido erótico, y  Candente horror, poesía comprometida en la que se percibe la influencia del surrealismo. El compromiso se acentúa con Siete romances de guerra (1937) y Son nombres ignorados (1938). En estos años se relacionó con escritores como García Lorca, Altolaguirre o Cernuda; colaboró en la fundación de la revista Hora de España, órgano de los escritores republicanos, y participó en la organización  del II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, celebrado en Valencia durante la Guerra Civil.
   Acabada la guerra, se exilió en México, donde colaboró en algunas revistas, como Taller, dirigida por Octavio Paz. Después se trasladó a Buenos Aires, ciudad en la que conoció a Borges y publicó Las ilusiones (1945), obra de tono elegíaco compuesta en endecasílabos, que representa su vuelta al clasicismo.
   Tras regresar a Valencia en 1947, publicó El existir medita su corriente (1949) y Concertar es amor (1951), pero permaneció apartado de los ambientes culturales. Su figura comenzó a ser reconocida en la década de los 70, tras la publicación de la antología Fuentes de la constancia (1972). No fue ajena a este reconocimiento la admiración de los poetas novísimos, que lo consideraban uno de sus maestros. De ahí que en los años siguientes se editaran varios libros escritos durante sus años de exilio interior: La metafísica (1974),  Homenajes e in promptus (1976) y Variaciones sobre un tema inextinguible (1981), que forman parte de una obra poética caracterizada por la elegancia y perfección formal en la que se perciben ecos de los clásicos y un sentimiento de melancolía impregnado de sensualidad.
Juan Gil-Albert es, además, un notable ensayista y narrador. En 1982 recibió el Premio de las Letras del País Valenciano.

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martes, 22 de marzo de 2016

LIBROS: NOVEDADES

Estos son algunos de los libros y cómics adquiridos por la biblioteca de nuestro centro:


Del árbol del corazón 2016



Hojas del árbol caídas
juguetes del viento son:
las ilusiones perdidas,
¡ay! son hojas desprendidas
del árbol del corazón.
(José de Espronceda)

Durante el mes de febrero pasado, los pasillos del pabellón sur se han ido viendo decorados día tras día de corazones y otras representaciones multicolores, festejando la llegada anual de la poesía de amor al instituto. Junto a poemas de Pablo Neruda, Gustavo Adolfo Bécquer, Pedro Salinas, Mario Benedetti, Felipe Benítez Reyes y de otros célebres poetas, hemos podido leer también, ilustrados o recogidos en imaginativas formas,   los versos que libremente han brotado de la inspiración y el trabajo de muchos alumnos y alumnas de ESO que se han sumado a nuestra cita anual, la séptima, con la poesía amorosa. En las clases de literatura se han recitado y comentado poemas y se han realizado talleres literarios, de cuya producción publicaremos en breve una selección que constituirá nuestro número 19 de “Cuadernos de Biblioteca”.
















domingo, 20 de marzo de 2016

"Soneto a Helena" (Sonnet à Hélène), de Pierre de Ronsard


Dibujo atribuido a Leonardo



                         Soneto a Helena

Cuando seas muy vieja, a la luz de una vela
y al amor de la lumbre, devanando e hilando,
cantarás estos versos y dirás deslumbrada:
"Me los hizo Ronsard cuando yo era más bella".

No habrá entonces sirvienta que al oír tus palabras,
aunque ya doblegada por el peso del sueño,
cuando suene mi nombre la cabeza no yerga
y bendiga mi nombre, inmortal por la gloria.

Yo seré bajo tierra descarnado fantasma
y a la sombra de mirtos tendré ya mi reposo;
para entonces serás una vieja encorvada,

añorando mi amor, tus desdenes llorando.
Vive ahora; no aguardes a que llegue el mañana:
coge hoy mismo las rosas que te ofrece la vida.

 De Sonetos para Helena. Versión de Carlos Pujol.
Bruguera, 1982


VERSIÓN ORIGINAL EN FRANCÉS:

                           Sonnet à Hélène

Quand vous serez bien vieille, au soir, à la chandelle,
Assise auprès du feu, dévidant et filant,
Direz, chantant mes vers, en vous émerveillant:
Ronsard me célébrait du temps que j’étais belle.

Lors, vous n’aurez servante oyant telle nouvelle,
Déjà sous le labeur à demi sommeillant,
Qui au bruit de mon nom ne s’aille réveillant,
Bénissant votre nom de louange immortelle.

Je serai sous la terre et fantôme sans os:
Par les ombres myrteux je prendrai mon repos:
Vous serez au foyer une vieille accroupie,

Regrettant mon amour et votre fier dédain.
Vivez, si m’en croyez, n’attendez à demain:
Cueillez dès aujourd’hui les roses de la vie.

Pierre de Ronsard, Sonnets pour Hélène, 1578


Pierre de Ronsard, uno de los poetas franceses con mayor prestigio universal, fue el introductor  en Francia de una nueva poesía que, siguiendo a los maestros italianos del Renacimiento, proponía la imitación de los clásicos grecolatinos y un mayor rigor formal.
   Nació en 1524 en el castillo de la Possonière,  cerca de Vendôme, en una familia noble. Desempeñó los oficios de paje real y escudero,  y estaba destinado a una brillante carrera militar que frustró la sordera causada por una enfermedad contraída durante un viaje a Alsacia. Este contratiempo le hizo orientarse hacia la carrera eclesiástica (llegó a ser capellán de Carlos IX y a conseguir dos prioratos) y el estudio de los clásicos.
   En 1549 fundó, con algunos amigos estudiantes de la Sorbona, el grupo de la Pléyade, del que formaba parte Joaquim du Bellay, autor, bajo la inspiración de Ronsard, del manifiesto poético Defense et illustration de la langue française. En él defiende el uso del francés frente al latín y rechaza las formas poéticas medievales. Durante muchos años Ronsard fue el poeta favorito de la corte y el defensor de los ortodoxia católica frente a los hugonotes, y de la monarquía de los Valois. 
  Publicó en primer lugar los cuatro volúmenes de las Odas (1550-1552), poemas académicos compuestos sobre modelos de Píndaro y Horacio, fríos e impersonales. Escribió sátiras e himnos y un fracasado intento de epopeya clásica (La Franciada), pero es sobre todo el poeta de Les Amours (Amores),   compuestos y editados a lo largo de toda su vida, con sonetos dedicados a diferentes mujeres. La joven Cassandra Salviati, hija de un banquero florentino, es la destinataria del primero de los Amores (1552), en el que tras el convencionalismo se percibe cierta sensibilidad personal y la impresión de la fugacidad del tiempo.  La segunda serie, Continuación de los amores (1555-1556), más personal que la anterior, está dedicada a dos Marías distintas: la pastora del valle del Loira Marie Dupin (una muchacha  de quince años que no le había hecho caso veinte años antes) y Marie de Clèves, amada por el que sería Enrique III, para la cual escribe por encargo la serie de poemas "sur la mort de Marie", añadidos en 1578. 
  Pero lo mejor de su poesía se encuentra en la tercera serie de Amores (1578), en los desengañados y crepusculares Sonetos para Helena, cumbre de su poesía por su sentimiento y perfección. Fueron escritos por indicación de la reina regente Catalina de Médicis, para consolar a Hélène de Surgères, joven dama de la corte, por la pérdida de su amado en la guerra. 
   Ronsard es el poeta del amor pero también de la fugacidad de la vida, del tiempo que se escapa y de la necesidad de apresarlo antes de que sea demasiado tarde. Los temas del tempus fugit, del carpe diem  y la imitación del colige, virgo, rosas de Ausonio, son recurrentes en sus composiciones, de lo que es una excelente muestra el poema elegido, en el que encontramos el mejor Ronsard.
   El prestigio de Ronsard fue menguando con la aparición del joven poeta Desportes, lo que motivó su abandono de la corte y su amargura final.  Falleció, olvidado, en 1585. El olvido se prolongó hasta el siglo XIX, cuando fue reivindicado y editado por el poeta romántico Gérard de Nerval (1808-1855).


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jueves, 17 de marzo de 2016

Día Mundial de la Poesía 2016




                               FULGORES

                              Nadie es la patria.
                              J.L. BORGES

Nada ni nadie es la poesía.
Ni el personaje solo en una roca
que mira los embates
del mar. Ni el mar, lo único
que ha perdurado en la mitología.
Poesía no eres tú. Ni los crepúsculos,
ni el inútil prestigio de la rosa,
ni haber escrito el verso más triste alguna noche.
Nada ni nadie es la poesía.
Ni el ínfimo temblor de las estrellas,
ni mármol y ceniza, reunidos por los clásicos,
ni los muelles al alba, ni las hojas muertas,
ni escuchar la canción Les feuilles mortes.
Nada ni nadie es la poesía.
Ni las cartas de Rilke, ni Venecia,
ni la bala en la sien de Maiacovski*,
ni la luz del farol entre la niebla
donde siempre esperará Lili Marlene.
Nada ni nadie es la poesía,
pero ella es quien me salva de este monstruo
que acecha en un lugar dentro de mí,
la bestia que me hace compañía.

                               Joan Margarit, de Aguafuertes, 1995


Desde el año 2001, el 21 de marzo, coincidiendo con el equinoccio de primavera, se celebra el Día Mundial de la Poesía, una conmemoración propuesta por la UNESCO, en su 30.ª Conferencia General, celebrada en París en 1999. La celebración es "una invitación a reflexionar sobre el poder del lenguaje y el florecimiento de las capacidades creadoras de cada persona, y, sobre todo, el valor de la pregunta y de lo próximo"Bajo diferentes denominaciones (Fiesta de la poesía, Poetry day, Le Printemps des Poètes), se organizan en diferentes países múltiples actividades en las que participan poetas y lectores.

Un año más,  El hacedor de sueños quiere sumarse a la celebración con una composición  de Joan Margarit* cuyo tema es la poesía, un poema en que los lectores podrán identificar numerosas referencias  literarias y culturales.


Mensaje de la Directora General de la UNESCO, Irina Bokova, con motivo del Día Mundial de la Poesía

21 de marzo de 2016


Shakespeare, de cuya muerte se cumplen ahora 400 años, escribió en El sueño de una noche de verano que la imaginación del poeta «va dando cuerpo a objetos desconocidos, su pluma los convierte en formas y da a la nada impalpable un nombre y un espacio de existencia».
Al rendir homenaje a aquellas y aquellos para quienes la palabra libre, fuente de imaginación y de actuación, es el único instrumento, la UNESCO reconoce el valor de la poesía como símbolo de la creatividad de la mente humana. Al dar forma y palabras a lo que todavía no tiene ni una cosa ni la otra (la belleza inexplicable que nos rodea, los enormes sufrimientos y la miseria del mundo), la poesía contribuye a la expansión de nuestra humanidad común, y ayuda a hacerla más fuerte, más solidaria y más consciente de ella misma.
Las voces que transmiten la poesía contribuyen a realzar la diversidad lingüística y la libertad de expresión. Colaboran en el esfuerzo mundial en favor de la educación artística y la difusión de la cultura. A veces, la primera palabra de un poema es suficiente para recuperar la confianza ante la adversidad y encontrar el camino de la esperanza frente a la barbarie. En la época de la robotización la inmediatez extrema, la poesía también abre un espacio de libertad y aventura inherente a la dignidad humana. Cada cultura tiene su arte poético, ya sea el arirang coreano, la pirekua mexicana, el hudhud de los Ifugao, el alardah saudí, el görogly turkmeno o el aitys kirguís, y se sirve de él para transmitir conocimientos, valores socioculturales y una memoria colectiva que fortalecen el respeto mutuo, la cohesión social y la búsqueda de la paz.
En este día quiero rendir homenaje a los profesionales, comediantes, narradores y desconocidos que están comprometidos con la poesía y a través de ella, mediante recitales realizados en la sombra y a la luz de los proyectores, en los jardines y en las calles. Hago un llamamiento a todos los Estados Miembros para que apoyen este esfuerzo poético que tiene la capacidad de unirnos, con independencia del origen o las creencias, a través de lo más profundo que tiene la humanidad.
                                                    Irina Bokova

*Entradas relacionadas:
http://elhacedordesuenos.blogspot.com/2017/10/tantas-ciudades-las-que-debimos-haber.html




Puedes escuchar Les feuilles mortes, interpretada por Yves Montand:



También puedes escuchar la canción "Lili Marlene": https://youtu.be/9mgin_TSNl0

miércoles, 16 de marzo de 2016

Azorín: "Las nubes"


Foto: Josefina López


LAS NUBES

Calixto y Melibea se casaron —como sabrá el lector si ha leído La Celestina[1]— a pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían en el jardín. Se enamoró Calixto de la que después había de ser su mujer un día que entró en la huerta de Melibea persiguiendo un halcón. Hace de esto dieciocho años. Veintitrés tenía entonces Calixto. Viven ahora marido y mujer en la casa solariega de Melibea; una hija les nació, que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa[2]. Desde la ancha solana que está a la puerta[3] trasera de la casa se abarca toda la huerta en que Melibea y Calixto pasaban sus dulces coloquios de amor. La casa es ancha y rica; labrada escalera de piedra arranca de lo hondo del zaguán. Luego, arriba, hay salones vastos, apartadas y silenciosas camarillas, corredores penumbrosos con una puertecilla de cuarterones en el fondo, que, como en Las Meninas de Velázquez, deja ver un pedazo de luminoso patio. Un tapiz de verdes ramas y piñas gualdas sobre un fondo[4] bermejo cubre el piso del salón principal; el salón, donde en cojines de seda puestos en tierra se sientan las damas. Acá y allá destacan silloncitos de cadera guarnecidos de cuero rojo o sillas de tijera con embutidos mudéjares; un contador con cajonería de pintada y estofada talla, guarda papeles y joyas; en el centro de la estancia, sobre la mesa de nogal, con las patas y las chambranas talladas, con fiadores de forjado hierro, reposa un lindo juego de ajedrez con embutidos de marfil, nácar y plata; en el alinde de un ancho espejo refléjanse las figuras aguileñas sobre fondo de oro de una tabla colgada en la pared frontera.
Todo es paz y silencio en la casa. Melibea anda pasito por cámaras y corredores. Lo observa todo, ocurre a todo. Los armarios están repletos de nítida y bienoliente ropa, aromada por gruesos membrillos. En la despensa, un rayo de sol hace fulgir la ringla de panzudas y vidriadas orcitas talaveranas. En la cocina son espejos los artefactos y cacharros de azófar que en la espetera cuelgan, y los cántaros y alcarrazas obrados por la mano de curioso alcaller en los alfares vecinos muestran bien ordenados su vientre redondo limpio y rezumante. Todo lo previene y a todo ocurre la diligente Melibea; en todo pone sus dulces ojos verdes. De tarde en tarde, en el silencio de la casa, se escucha el lánguido y melodioso son de un clavicordio: es Alisa que tañe. Otras veces, por los viales de la huerta se ve escabullirse calladamente la figura alta y esbelta de una moza: es Alisa que pasea entre los árboles. La huerta es amena y frondosa. Crecen las adelfas a par de los jazmineros; al pie de los cipreses inmutables ponen los rosales la ofrenda fugaz —como la vida— de sus rosas amarillas, blancas y bermejas. Tres colores llenan los ojos en el jardín: el azul intenso del cielo, el blanco de las paredes encaladas y el verde del boscaje. En el silencio se oye —al igual de un diamante sobre un cristal— el chiar de las golondrinas que cruzan raudas sobre el añil del firmamento. De la taza de mármol de una fuente cae deshilachada, en una franja, el agua. En el aire se respira un penetrante aroma de jazmines, rosas y magnolias. «Ven por las paredes de mi huerto», le dijo dulcemente Melibea a Calixto hace dieciocho años[5].

***

Calixto está en el solejar[6], sentado junto a uno de los balcones. Tiene el codo puesto en el brazo del sillón y la mejilla reclinada en la mano. Hay en su casa bellos cuadros; cuando siente apetencia de música, su hija Alisa le regala con dulces melodías; si de poesía siente ganas, en su librería puede coger los más delicados poetas de España e Italia. Le adoran en la ciudad; le cuidan las manos solícitas de Melibea; ve continuada su estirpe, si no en un varón, al menos, por ahora, en una linda moza de viva inteligencia y bondadoso corazón. Y sin embargo, Calixto se halla absorto, con la cabeza reclinada en la mano. Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, ha escrito en su libro:

                                  …et crei la fabrilla
                                  que dis: Por lo pasado no estés mano
                                                                         en mejilla.[7]

No tiene Calixto nada que sentir del pasado; pasado y presente están para él al mismo rasero de bienandanza. Nada puede conturbarle ni entristecerle. Y sin embargo, Calixto, puesta la mano en la mejilla, mira pasar a lo lejos sobre el cielo azul las nubes.
Las nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como el mar— siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas —tan fugitivas— permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos las miraron hace doscientos, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros. Cuando queremos tener aprisionado el tiempo —en un momento de ventura— vemos que van pasado ya semanas, meses, años. Las nubes, sin embargo, que son siempre distintas en todo momento, todas los días van caminando por el cielo. Hay nubes redondas, henchidas de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los cielos traslúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso. Las hay grises sobre una lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como velloncitos iguales e innumerables que dejan ver por entre algún claro un pedazo de cielo azul. Unas marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente. Algunas, de color de ceniza, cuando cubren todo el firmamento, dejan caer sobre la tierra una luz opaca, tamizada, gris, que presta su encanto a los paisajes otoñales.
Siglos después de este día en que Calixto está con la mano en la mejilla, un gran poeta —Campoamor— habrá[8] de dedicar a las nubes un canto en uno de sus poemas titulado Colón.[9] Las nubes —dice el poeta— nos ofrecen el espectáculo de la vida. La existencia, ¿qué es sino un juego de nubes? Diríase que las nubes son «ideas que el viento ha condensado»; ellas se nos representan como un «traslado del insondable porvenir». «Vivir —escribe el poeta— es ver pasar». Sí; vivir es ver pasar: ver pasar allá en lo alto las nubes. Mejor diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver todo un retorno perdurable[10], eterno; ver volver todo —angustias, alegrías, esperanzas—, como esas nubes que son siempre distintas y siempre las mismas, como esas nubes fugaces e inmutables.
Las nubes son la imagen del tiempo. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el porvenir?[11]

***

En el jardín lleno de silencio se escucha el chiar de las rápidas golondrinas. El agua de la fuente cae deshilachada por el tazón de mármol. Al pie de los cipreses se abren las rosas fugaces, blancas, amarillas, bermejas. Un denso aroma de jazmines y magnolias embalsama el aire. Sobre las paredes de nítida cal resalta el verde de la fronda; por encima del verde y del blanco se extiende el añil del cielo. Alisa se halla en el jardín sentada, con un libro en la mano. Sus menudos pies asoman por debajo de la falda de fino contray; están calzados con chapines de terciopelo negro adornados con rapacejos y clavetes de bruñida plata. Los ojos de Alisa son verdes, como los de su madre; el rostro más bien alargado que redondo. ¿Quién podría contar la nitidez y sedosidad de sus manos? Pues de la dulzura de su habla, ¿cuántos loores no podríamos decir?[12]
En el jardín todo es silencio y paz. En el alto de la solana, recostado sobre la barandilla, Calixto contempla extático a su hija. De pronto un halcón aparece, revolando rápida y violentamente por entre los árboles. Tras él, persiguiéndole todo agitado y descompuesto, surge un mancebo. Al llegar frente Alisa se detiene absorto, sonríe y comienza a hablarle.
Calixto lo ve desde el carasol y adivina sus palabras. Unas nubes redondas, blancas, pasan lentamente sobre el cielo azul en la lejanía.
               
                                  Azorín: Castilla. Ed. Juan Manuel Rozas. Labor, 1973, pp. 133-138



NOTAS DEL EDITOR:

[1] Sólo de tarde en tarde se muestra Azorín irónico con el lector, como en este paréntesis, en el que indica la técnica que van a tener los siguientes capítulos: continuar, con distinto final, un texto clásico.
[2] En efecto, Alisa se llama, en la obra de Rojas, la madre de Melibea. Pero en ABC Azorín las llamó Lucrecia a ambas, confundido, tal vez con la criada de la protagonista que así se llama.
[3] ABC, 1912 y 1943: parte, que parece mejor lectura.
[4] 1912 y 1943: sobre fondo.
[5] ABC: veintitrés años. Y en la cita, seguramente por errata, huerta por huerto.
[6]ABC: solana.
[7] Versos de la estrofa 179. En la ed. de Manuel Criado de Val y E. W. Naylor, Madrid, CSIC, 1965, pág. 53, se da la lectura siguiente: …e crey la fabrilla / que diz: “por lo perdido non estes mano en mexilla”. Y lo mismo en las eds. de Chiarini, Cejador, etc.
[8] ABC: había.
[9] Es uno de los poemas más ambiciosos que escribió Campoamor. La cita corresponde al principio del Canto XII, titulado precisamente Las nubes, cuyos primeros versos son: “Vivir es ver pasar. Ya iba alboreando / del dieciocho de septiembre el día, / cuando estaban las gentes contemplando / las mil nubes y mil que el sol tenía. / Tantas nubes tan varias, revolando, / el juego de la vida parecía. / Y, bien pensado al fin, ¿qué es en la esencia / más que un juego de nubes la existencia?”. Por la coincidencia de títulos y conceptos se ve que el influjo del poema de Campoamor es fundamental para este capítulo. […] La influencia de Campoamor ha sido admitida por Azorín en Clásicos y modernos (II, 901). Al poeta de las Doloras le ha dedicado varios estudios (II, 852-57; VII, 755-61, etc.).
[10] ABC, 1912 y 1943: Es ver volar todo en un retorno perdurable.
[11] 1912 y 1943, respectivamente: lo por venir y lo porvenir. Esta última forma es la usada en ABC.
[12] Imita con estas interrogaciones retóricas el lenguaje de La Celestina y, en general,  del siglo XV.


José Martínez Ruiz, Azorín, (1873-1967) fue un escritor español, miembro de la Generación del 98. Nació en Monóvar (Alicante) en una familia acomodada de ideología  tradicional. Tras estudiar en el colegio de los Escolapios de Yecla, inició Derecho en la Universidad de Valencia, pero pronto decidió dedicarse al periodismo.
   Durante su juventud simpatizó con el anarquismo, aunque a partir de 1897 fue moderando su posición hasta llegar a ser elegido diputado por el Partido Conservador de Maura en 1907. En 1896 se trasladó a Madrid, donde, salvo breves interrupciones, vivirá hasta su muerte. Allí conoció a otros escritores, entre ellos, a Pío Baroja y a Ramiro de Maeztu, con quienes formará el grupo de "los Tres". Juntos participarán en diversos actos -como la difusión de un Manifiesto, en 1901, en el que denuncian los males del país: la "descomposición" de la "atmósfera moral", la desorientación de la juventud...- que darán pie a la formación de la generación del 98.
   En los primeros años del siglo XX publica sus primeras novelas, de carácter autobiográfico y centradas en lo subjetivo y personal: La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo, publicada en 1904, año en que adopta definitivamente el seudónimo "Azorín" y abandona la novela para pasar a escribir una serie de textos de difícil clasificación que suelen considerarse como ensayos. La mayor parte de estos libros son recopilaciones de artículos de prensa en los que intenta captar la realidad española y la esencia de lo intemporal a través de detalles de la vida cotidiana, llenos de nostalgia por el paso del tiempo -El alma castellana (1900), Los pueblos (1905), La ruta de don Quijote (1905), Castilla (1912)-; otros de tema político o sobre temas literarios, como Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), en el que acuña la etiqueta de "generación del 98", Al margen de los clásicos (19015) o Con Cervantes (1945). A partir de 1922 escribirá otra vez novelas, en las que predomina una voluntad experimental: Don Juan (1922) o Doctor Death de 3 a 5 (1927). Es autor, asimismo, de algunas obras de teatro: La fuerza del amor (1901), Old Spain (1926) y  Brandy, mucho brandy (1927).
   En 1924 entró en la Real Academia Española. Durante la Guerra Civil se trasladó a París. Falleció en Madrid.

    Como señala Juan Manuel Rozas, en "Las nubes", igual que en otros capítulos de Castilla, utiliza el argumento de un autor clásico (La Celestina, en este caso) para crear una ficción nueva que continúa  la ideada por Fernando de Rojas, cambiando el desenlace y  el género de la tragedia por el cuento. En la segunda parte, cuando Calixto medita contemplando las nubes, la narración se detiene para comentar el poema de Campoamor que da sentido al capítulo entero, cuyo tema es el paso del tiempo, un tiempo que se convierte en la tragedia cotidiana de los personajes a quienes Azorín ha resucitado, según explica Rozas en el prólogo a su edición:
Frenada la tragedia, el grito de dolor, el planto de Pleberio, sólo queda vivir en paz, en el tiempo. Pero este tiempo, alargado para los héroes tras su resurrección, desemboca de nuevo en dos calles sin salida. Una, en la tercera parte del capítulo, el eterno retorno. Alisa y el joven del halcón vuelven a ser Calixto y Melibea. Otra, en la parte central: el hombre está preso de su tiempo, de su meditación en su tiempo, porque está hecho para morir y para darse cuenta de su cotidiana y anodina agonía. El eterno retorno de las cosas y la cotidianidad aburrida de los días es un freno a la tragedia de la pasión y el grito (muerte y suicidio), pero es una tragedia más honda, segura y consciente. Ese mundo igual y monótono de Calixto y ese eterno retorno de las cosas es la esencial tragedia del hombre, y es el centro de la meditación literaria de Azorín. No quiere el final de la tragedia. Pero sí le interesa la otra tragedia, la cotidiana, la invisible destrucción del hombre por el tiempo.

domingo, 13 de marzo de 2016

'Oda a la inmortalidad', de W. Wordsworth [fragmento]


ODA A LA INMORTALIDAD
   [FRAGMENTO]
Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas,

aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la yerba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo.
En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre,
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
 en la fe que mira a través de la
muerte,
y en los años que traen consigo 
la mente filosófica.
   De “Oda: Imitaciones de Inmortalidad de los Recuerdos de una
Infancia Temprana”, en Poemas en dos volúmenes (1807)

 VERSIÓN ORIGINAL EN INGLÉS:
What though the radiance which was once so bright
Be now for ever taken from my sight,
Though nothing can bring back the hour
Of splendour in the grass, of glory in the flower;
We will grieve not, rather find
Strength in what remains behind;
In the primal sympathy
Which having been must ever be;
In the soothing thoughts that spring
Out of human suffering;
In the faith that looks through death,
In years that bring the philosophic mind.

 “Ode: Intimations of Immortality from Recollections
of Early Childhood”, in Poems in Two Volumes (1807)

William Wordsworth (1770-1850) fue un poeta británico perteneciente, junto a Samuel Taylor Coleridge y Robert Southey, al grupo de poetas lakistas, denominados así por haber vivido en Lake District, región de los lagos en el noroeste de Inglaterra.
   Wordsworth nació en el norte  del país y pasó su infancia y juventud en constante contacto con la naturaleza, circunstancia que tendrá una profunda influencia en su obra.      Tras un recorrido a pie por los Alpes y por Francia, llegó a París cuando se celebraba el primer aniversario de la Revolución. Movido por su simpatía hacia los revolucionarios, regresó a Francia, donde se unió a la joven Annette Vallon, a quien abandonaría, tras tener una hija, por motivos económicos y  diferencias familiares. No obstante, en 1802 (el mismo año en que contrae matrimonio con  Mary Hutchinson, que le dará cinco hijos) irá a visitarlas,  y les envía dinero cuando disfruta de cierto alivio económico.
    Conoció a Coleridge, con quien le unió una estrecha amistad, y del que más tarde se distanciaría debido a la evolución ideológica de Wordsword hacia posiciones cada vez más conservadoras. Juntos realizaron un viaje a Alemania para estudiar la filosofía idealista, y  se establecieron en la región de  los lagos que daría nombre al grupo; Wordsworth, acompañado de su hermana Dorothy,  gran compañera y colaboradora.
   En 1798 apareció el libro anónimo Lyrical Ballads, with a few other poems  (Baladas líricas con otros pocos poemas),  un volumen de poesía en verso blanco del que eran autores ambos poetas: Coleridge había escrito las cuatro primeras composiciones, y Wordsworth, el resto. La aparición del libro señala el nacimiento oficial del Romanticismo en Inglaterra, y su prefacio constituye un auténtico manifiesto.

    Wordsworth es el poeta de la naturaleza por excelencia, que se revela como fiel seguidor de Rousseau en su amor por el mundo  tal como ha sido creado, y en su rechazo de las ciencias empíricas y las artes industriales. Por otra parte, la búsqueda de la universalidad de la poesía lo lleva a democratizar el lenguaje huyendo de la artificiosidad y acercándose al lenguaje de la prosa.
  Entre sus obras más importantes figuran: Un paseo por la tarde (1793), Esbozos descriptivos (1793), Michael (1800), Poemas dedicados a la libertad y a la independencia nacional (1802-1816), El preludio (1805-1850), de carácter autobiográfico; Poemas en dos volúmenes (1807), su obra maestra, que contiene algunas de sus odas más célebres; La excursión (1814), La blanca paloma de Rylstone (1815), Peter Bell (1819) y Sonetos eclesiásticos (1822).
    En 1843 alcanzó la dignidad de poeta laureado, pese a lo cual, este renovador del lenguaje poético en inglés fue rechazado por la siguiente generación de poetas románticos  a causa de sus ideas.

Esplendor en la hierba

Algunos  versos del fragmento seleccionado encierran la clave de la película Esplendor en la hierba (Elia Kazan, 1961). Ambientada en los años veinte del pasado siglo y protagonizada por los jovencísimos Natalie Wood y Warren Beatty, narra la historia de amor imposible, debido a las diferencias sociales y las circunstancias históricas, entre los adolescentes Bud Stamper y Deanie Loomis. En dos momentos de la película se hace referencia a los versos de Wordworth. Primero la protagonista, completamente rota por el dolor, los lee en voz alta a petición de la profesora, en clase de literatura*. Después, en la escena final, recuerda estos versos, que adquieren para ella un nuevo sentido.

Puedes leer el poema "Los narcisos": AQUÍ.

[La imagen inicial procede de www.panoramio.com]

*Puedes ver esta escena en versión original: