martes, 29 de abril de 2014

Ramón J. Sender, estudiante en Zaragoza



Sender visto por Luis Grañena

Parque Crónica del alba. Foto: Josefina López
El escritor Ramón J. Sender (1901-1982) regresa estos días a la actualidad cultural e informativa por la celebración de la XI Semana de las Letras del barrio de Torrero, centrada en el recuerdo y homenaje al autor aragonés, con conferencias, exposiciones, proyección de películas y la inauguración del parque Crónica del alba, hermoso y sugerente nombre tomado del título de una de sus  novelas más conocidas y ambiciosas.
   Es de sobra conocido  que Ramón José  Sender Garcés nació en Chalamera (Huesca), donde su padre trabajaba como secretario del ayuntamiento, pero vivió muy poco tiempo en esta localidad ya que su familia se trasladó pronto a Alcolea de Cinca (población de la que eran originarios sus padres), más tarde a Tauste y posteriormente a Zaragoza.
   En Tauste inicia su relación  con Valentina Ventura, hija del notario de la localidad, y recibe clases de mosén Joaquín, capellán del convento de Santa Clara, quien lo prepara para el examen de Ingreso  y de algunas materias de Bachillerato, de las que se examina como alumno libre en el Instituto General y Técnico de Zaragoza (actual IES Goya), situado entonces en un edificio anexo a la universidad, en la plaza de la Magdalena. Y es precisamente de  su paso por este centro de enseñanza de  lo que vamos a tratar en estas líneas.

ESTUDIANTE DE BACHILLERATO

Según consta en el expediente conservado en nuestro centro (del que existe un exhaustivo estudio  del profesor Mariano Amada), realizó el examen de Ingreso el 17 de junio de 1912 (ver solicitud abajo), y en la convocatoria de junio de ese mismo año se examina, como alumno libre, de Lengua Castellana y de Geografía general y de Europa, materias de primer curso de Bachillerato; mientras que en septiembre realiza las pruebas de Caligrafía y de Nociones de Aritmética y Geometría (en ambas obtiene la calificación de sobresaliente).
   Con arreglo al Real decreto de 17 de agosto de 1901, los estudios generales del Grado de Bachiller se cursaban en seis años; había que aprobar un total de veintisiete asignaturas y se podía cursar, además,  Religión en los tres primeros cursos.
En la convocatoria de junio del curso 1912-13, Sender supera los exámenes de todas las materias a las que se presenta: dos asignaturas de 1º (Lengua latina y Gimnasia) y dos de 2º (Geografía especial de España y Aritmética).
   Pero a comienzos del curso 1913-14 ingresa  como alumno interno en el colegio de San Pedro Apóstol de los Hijos de la Sagrada Familia de Reus (Tarragona). Según consta en la Certificación Académica expedida por el Instituto General y Técnico de Reus, al acabar el curso tenía aprobadas trece asignaturas.
  Los cursos siguientes los realiza como alumno oficial en el Instituto de Zaragoza. De sus vivencias de aquellos años ha dejado constancia en El mancebo y los héroes, cuarto libro de Crónica del alba (1942-1966), extraordinario testimonio de  la vida española durante las cuatro primeras décadas del siglo XX. El joven Pepe Garcés, protagonista de la novela y alter ego del autor, refleja así el ambiente de la ciudad y del instituto mientras Europa se veía inmersa en la Primera Guerra Mundial:
En nuestros días la ciudad seguía siendo liberal. Los periódicos más importantes, como "Heraldo de Aragón" y "La Crónica", eran liberales. La opinión media de la gente era, pues, contraria a los alemanes.
Sólo era germanófilo "El Noticiero", diario de la grey beata, que leía mi padre. Yo compraba los otros dos y los llevaba a mi casa de un modo ostensible.
En el instituto, las clases duraban desde las ocho hasta las doce. También había allí mayoría de chicos partidarios de la victoria de los aliados. Así, pues, mi atmósfera era de optimismo y alegría, al menos por la mañana. Por la tarde -en mi casa-, depresiva y sombría.
   (Crónica del alba, 1. Colección Áncora y Delfín, Destino, 2ª ed., Barcelona, 1977, pág. 410)
 A pesar de todo, muestra pronto su decepción ante lo que el centro (donde en cada clase había alrededor de ciento diez o ciento quince alumnos) le ofrece, si bien el lugar le resulta agradable e incluso idílico:
Desde el principio yo comprendí que el instituto no tenía interés. La cultura -si tal cosa existía- debía estar en otra parte. Todo era incómodo y falso. Nadie leía la lección ni ponía fe alguna en lo que estaba haciendo. Se trataba de engañar a los profesores.
La cosa no tenía el menor atractivo.
Estaba el instituto en el costado izquierdo de una vasta manzana de edificios, todos dedicados a la enseñanza. Por el frente principal que daba al Coso se entraba a la universidad ( facultades de Letras y Derecho). En el flanco hacia el río daban algunas clases de escuela Normal. En aquel lado había también un cuartelillo de policía
La parte nuestra -el instituto- era limpia, moderna, bastante agradable. Los claustros de la planta baja o del piso superior alrededor de un vasto patio cuadrado, estaban cubiertos de cristales. En la primavera, cuando se sentía calor, abrían algunos paneles y entraba el aire perfumado por los árboles en flor. (pág. 411)
                                                                                        

José María -uno de los amigos de instituto del joven Garcés, con vocación de editor profesional- lo nombra redactor jefe de la revista "El Escolar", en cuyo segundo número Garcés publica un artículo sobre Las memorias de un revolucionario, de Kropotkin, que le "dieron de pronto en el instituto una reputación de hombre peligroso." Junto a su amigo adquiere en esta época "un sentido romántico de la literatura  y un respeto por la letra impresa que me han durado hasta hoy".

Los cursos 1914-15 y 1915-16  pasan para el rebelde Ramón José Sender "sin pena  ni gloria"; en ellos aprueba, con calificaciones nada brillantes, diez nuevas asignaturas. Tan solo le faltaban cuatro materias para obtener el título de Bachillerato, pero en el curso 1916-17, cuando cursa 6º, estallan los problemas: suspende las cuatro asignaturas en junio (en tres de ellas consta como No Admitido), intenta recuperarlas en septiembre, pero suspende dos, Agricultura y Química general, que tampoco consigue superar  en la convocatoria extraordinaria de enero de 1918. Sin duda, el centro estaba castigando así la conducta inadecuada del alumno Sender. En su expediente académico no aparece ninguna referencia al respecto.

¿Qué  había sucedido? Pepe Garcés, el personaje literario, lo explica así:
En el instituto las cosas fueron de mal en peor. Los chicos de sexto año, los más grandes, se declararon en huelga, insultaron al director, agredieron al profesor de química en el laboratorio (aprovechando la oscuridad de un experimento con sales de plata) y se declaró la huelga. Abandonamos las clases, gritamos en los pasillos y abucheamos al director.
[...]
Aquellos días yo me agitaba mucho y el director me echó la culpa a mí, tal vez porque hasta él había llegado mi reputación de secuaz y correligionario del príncipe Kropotkin. Eso me molestaba y me halagaba al mismo tiempo. Pero los desórdenes alcanzaron cierta gravedad. Un día asaltamos el tranvía donde acababa de montar el director y rompimos los cristales. El pobre director salió corriendo hasta que pudo alcanzar un coche de alquiler. No pensábamos agredirle, sino solo asustarlo.
Todos me echaron la culpa a mí, a causa de mi artículo sobre Kropotkin. Yo no había hecho sino secundar la huelga, cuya iniciativa salió de no sé dónde. En vano, el bedel Guadalaxara declaró ante el director en favor mío. Por fin, resuelta la huelga y vueltos a la normalidad, el director me llamó y me dijo que yo era el culpable de todo. Añadió que perdería los cursos y que podía trasladar la matrícula a otro instituto. Me negué, con lo cual debí tomar un aire de reto y desafío.
-Entonces -dijo el director altivo-, aténgase a las consecuencias.
Perdí todos los cursos aquel año. Me suspendieron en todas las asignaturas. (páginas 510-511)
Conviene recordar, no obstante, que nunca debemos confundir vida y literatura aunque, como  en este caso, caminen muy próximas la una a la otra. La versión no literaria de los hechos  se recoge en el Libro de Actas del Claustro del Instituto. En el acta correspondiente a la sesión celebrada el 30 de noviembre de 1916, se hace constar el agradecimiento del director del Instituto a los miembros del Claustro, autoridades académicas y gubernativas, a la prensa y a los padres de familia "por la eficaz colaboración prestada para lograr la normalidad en las enseñanzas de este establecimiento, perturbada por los alumnos de sexto año, en los días 24, 25 y 27 del corriente, dentro del Instituto [...]".

Y en un  anexo se da detallada cuenta de los sucesos de esos días. Como antecedente de los disturbios, se cita la denuncia del alumno Sr. Gonzalvo, expresada en la  clase de química del 22 de noviembre,  de la existencia de "un escrito y un dibujo pornográfico" que iba pasando de mano en mano entre los estudiantes. El viernes 24, en la clase de la misma asignatura, se constituye un Jurado escolar, "resultando autores de un escrito inmoral e indecoroso y de un dibujo pornográfico" los alumnos C.C.* y F.U.*, "los cuales se declaran convictos y confesos. En su virtud fueron expulsados de la clase de química por el Catedrático y esta expulsión fue ratificada  y confirmada por unanimidad de los alumnos. Este acuerdo se comunicó por oficio  a los padres de los interesados y a los Catedráticos de 6º curso". Así pues, en las conclusiones del Jurado no se establece ninguna relación de Ramón J. Sender  con  dicho escrito, como se ha querido insinuar en alguna ocasión.

Los disturbios de los días 25 y 27 de noviembre se resumen así en el citado anexo:
a) Sábado 29 de noviembre de 1916. A las 8 menos cuarto de la mañana grupos de  alumnos de 6º curso del Instituto y algunos de la Escuela de Comercio intentaron estorbar la entrada a los de Matemáticas y no lo consiguieron porque el Director vigilaba desde las 7 1/2  frente a la Iglesia de la Magdalena y porque intervino enérgicamente en la calle.
b) A las 9 los alumnos de 6º curso se esfuerzan por impedir la entrada a la clase de Agricultura, desoyendo al Catedrático; interviene el Director y consigue que entren; pero una vez dentro, arman formidable estruendo, aullando y pateando en presencia del Catedrático Sr. Sánchez. El Director tiene que intervenir dirigiéndoles la palabra y reflexiones oportunas acerca de los deberes escolares y logra calmarles y que se dé la clase.
A las 10 se repite el alboroto a la entrada de Historia Natural y a las 11 en la clase de Lógica. Los mismos propósitos albergan los estudiantes respecto a  la jornada del lunes 27, para lo que han pedido colaboración al alumnado de la Escuela Normal, por lo que el director convoca Claustro de Catedráticos a las 8 horas del día 27. En esta sesión se autoriza unánimemente al director "para conminar con la exclusión de exámenes de Mayo a los alumnos de 6º curso, que persistiendo en su actitud de rebeldía y desacato, se nieguen a entrar en clase". Y continúa el relato como sigue:
9 de la mañana. Se presentan los alumnos de 6º curso, acompañados de un centenar de estudiantes de otros centros, especialmente de la Escuela Normal de Maestros y de la de Comercio y hacen irrupción violenta y atronadora en la escalera y en la galería del Instituto. Con alardes de desobediencia y con tenacidad insolente gritan y vociferan, impidiendo la entrada de los alumnos y penetran en la clase de Agricultura, intentando con violencia inusitada sacar a los alumnos que deseaban se diese la clase.
Apiñados dentro de la clase de Agricultura, tratan de ahogar la voz del Director, que los exhorta con reflexiones de afecto paternal, y ya duró la lucha más de 1/2 hora cuando el Director invita a que se reúnan en torno suyo a los concurrentes de aspecto más varonil, especialmente de la Escuela Normal de Maestros, y consigue convencerles de que por estar mal informados, defienden una causa mala y fea. Desde ese momento la revuelta está dominada y los elementos extraños deponen su actitud y, a ruego del Director, dejan a los alumnos del Instituto en libertad de marcharse o quedarse.
[...]
A las 10, clase de Historia natural y a las 11, clase de Lógica, los alumnos de 6º curso sin apoyo de elementos extraños, y a pesar de la presencia de todos los Catedráticos, de Directores de Colegios y de honorables padres de familia que prestan con su presencia apoyo moral al Director del Instituto, repiten una obstinada resistencia a entrar en clase con igual actitud de griterío e insubordinación, viéndose el Jefe del Establecimiento oficial obligado a conminar repetidas veces con la pérdida de curso y diciéndoles por último: "Señores, a la calle o a la Cátedra; a la calle que significa pérdida de curso; o a Cátedra que significa ponerse en condiciones de ganarlo".
Los alumnos se sometieron y las clases todas se dieron por fin en este día.
Tales son los hechos principales, cuyo recuerdo debe conservarse para tenerlo en cuenta en ocasión oportuna.
Ni una sola mención a Ramón J. Sender, quien parece haber sufrido la misma suerte que  otros alumnos participantes en la revuelta. Sin embargo, el autor  transforma el plural en singular y hace  de su protagonista Pepe Garcés una especie de héroe romántico, un joven revolucionario convertido en cabeza de turco de la revuelta debido a su ideología. No obstante,  la crónica de los hechos, tal como se recoge en el acta mencionada, parece demostrar que el escritor no se significó especialmente en los disturbios. Su comportamiento no fue el de un   héroe pero tampoco el de  un villano, pues queda meridianamente claro que no se le puede atribuir el escrito pornográfico con que se inició la revuelta estudiantil.

En 1917 la familia de Sender había fijado su residencia  en  Caspe, donde el padre había vuelto a ejercer
como secretario tras la ruina económica a la que se vio abocado  por la compra de bonos alemanes, entre otros motivos. Pero el escritor, que tenía serias diferencias con su padre,  se traslada a Alcañiz en 1918 para trabajar como mancebo de botica, oficio que había aprendido durante su estancia en Zaragoza. Desde allí, en instancia fechada el 12 de abril de 1918, solicita el traslado de expediente alegando que "según acredita la certificación adjunta el exponente tiene obligación de residir en esta ciudad de Alcañiz donde se halla ganando la vida y como existe colegio de segunda enseñanza donde poder continuar estudios, el cual colegio se halla incorporado al Instituto de Teruel, se ve en la precisión de trasladar sus estudios a este último Instituto para no tenerlos que abandonar".
    La certificación adjunta a que se refiere es un certificado del farmacéutico Alberto López con el visto bueno del alcalde de Alcañiz, ciudad donde aprueba finalmente las dos asignaturas pendientes, lo que le permite obtener el título de Bachiller.


SELLO CONMEMORATIVO

En el año 2001, con motivo de la conmemoración del centenario del nacimiento del autor, el claustro de profesores  del IES Goya solicitó la emisión de un sello conmemorativo, cuyo primer día de circulación fue el 31 de marzo de 2003, como consta en el matasellos especial diseñado por un profesor del centro; en él figura la imagen del autor, en primer término,  y la fachada de la antigua universidad, al fondo.



CARMEN SENDER, PROFESORA DEL I.E.S. GOYA

No acaba aquí la relación del IES Goya con la familia Sender, pues Carmen Sender Garcés, la menor de los hermanos del escritor, ejerció durante muchos años en nuestro centro como profesora de Lengua y Literatura. Persona de gran discreción y profesionalidad, formó parte del claustro de profesores desde 1960 hasta su jubilación. Tras su fallecimiento, sus compañeros del Departamento de Lengua y Literatura se reunieron en sesión extraordinaria, celebrada el 5 de octubre de 2007, para honrar su memoria. En el acta correspondiente se puede leer lo que sigue:
      Se reúnen todos los miembros del Departamento para recordar a Carmen Sender Garcés, antigua profesora de este instituto, que falleció el día 29 de junio.
      Llegó al Instituto Goya, mediante concurso de traslado del Instituto Ramón y Cajal de Huesca, y tomó posesión como Agregada de Lengua y literatura el día 1 de noviembre de 1960. Aquí ejerció de profesora hasta su jubilación, el día 27 de enero de 1988.
     Sus compañeros de Departamento recordamos a Carmen como una persona cálida y cercana; de trato afable y humano; como una luchadora incansable por la enseñanza y por la solidaridad. 
La lectura del poema "A Carmen Sender ante Ítaca", compuesto por el profesor  Emilio Gutiérrez, puso fin a tan emotivo acto en recuerdo de la  compañera desaparecida.
                                                                                           
                                                                                                  Josefina López Granada, profesora del IES Goya

*El derecho al olvido nos lleva a citar a los alumnos responsables con sus iniciales.

Agradezco la colaboración de las exprofesoras Concha Gaudó y Carmen Romeo, quienes me han orientado en la búsqueda de información.

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domingo, 27 de abril de 2014

"Tempus tempore", de Laura Lahoz Ruesga


Foto: Barbara Morgan


TEMPUS TEMPORE

Recuerdas aquellos tiempos 
de poesía y baile.
Todo se perfila con muescas
de tiempo
a tiempo, llegar a tiempo
con tino, con acierto.
A casa viene cada treinta y uno
el gran monstruo del tiempo.
Un Jano también bifronte
de este lado del hemisferio.
Un gato se estira sobre
el baldosín negro, sin prisa,
tiempo al tiempo.
Escribir y no parar,
no parar ni el tiempo.
El tiempo clásico es de género neutro.
Hay salidas,
sólo es cuestión de tiempo.

            Laura Lahoz Ruesga, de Constantes vitales, Papeles de 
Trasmoz, Olifante, 2014


Foto: Mario Vivo Bosque
Laura Lahoz Ruesga (Zaragoza, 1977), exalumna del IES Goya,  es licenciada en Filología Clásica por la universidad de Zaragoza, máster en Edición por la universidad de Salamanca, y en Fomento de la Lectura por la de Alcalá de Henares.
   Su ámbito de trabajo son las labores editoriales, las de gestión cultural y la docencia de lenguas clásicas.
      Está incluida en la antología Yin. Poetas Aragonesas: 1966-2010 (Zaragoza, Olifante, 2010). 
   Constantes vitales es su primer poemario. Sus poemas   retoman y actualizan la tradición clásica a través de una breve y singular odisea por diversos países y ciudades que definen un paisaje humano. Los elementos mitológicos y las concreciones de espacio y tiempo combinan el pasado con el presente y se asoman simbólicamente a un imprevisible futuro eterno. Los temas elegidos y el punto de vista adoptado son los de un narrador subjetivo y objetivo a la vez, que vive con serenidad exterior y agitación interna el paso del tiempo. La indagación sobre el lenguaje, la reflexión sobre la poesía, la síntesis de ironía y humor, la concisión y la elipsis son las constantes vitales de este libro.

domingo, 20 de abril de 2014

Sobre García Márquez

Gabriel García Márquez (1927-2014) /Getty Images

Muere Gabriel García Márquez: Un encantador de serpientes

FELIPE BENÍTEZ REYES

En gran medida, García Márquez nos ganaba por el oído: su prosa tenía una cadencia envolvente, hipnotizadora, apoyada en recursos estilísticos endiabladamente artificiosos, aunque sin perder nunca su apariencia de oralidad

Hay escritores que tienen la facultad insólita de ganarse el favor de esa abstracción surtida que englobamos bajo el concepto de “gran público” y de ganarse a la vez la admiración respetuosa y asombrada de sus colegas, al menos de los que no hayan perdido la capacidad de admirar a sus contemporáneos, pues de todo puede haber. Uno de esos escritores fue Charles Dickens, por ejemplo, adorado en su día por el gran público y admirado por los literatos, aunque es verdad que menos por los de su tiempo que por los posteriores, ya que a veces las cosas van lentas. El del colombiano Gabriel García Márquez es un caso similar al del británico, y las coincidencias se extienden hasta la dedicación de ambos al periodismo -que fue su campo de batalla contra la realidad cuando la realidad decidía ponerse intolerable-, en paralelo a sus respectivos ámbitos imaginarios, donde la realidad es menos un punto de partida que un punto de llegada: una construcción.
Al igual que Dickens, García Márquez fue un novelista en estado puro: un prodigioso encantador de serpientes. Desde las primeras líneas de una novela suya, ya te había arrastrado a su territorio. Ya estabas “allí”, adonde había querido llevarte. A Macondo mismo, que viene a ser una miniatura exótica no sólo del mundo, sino de todos los mundos literarios posibles: desde los cuentos de hadas hasta el folletín, desde la epopeya a las historias de fantasmas.
En gran medida, García Márquez nos ganaba por el oído: su prosa tenía una cadencia envolvente, hipnotizadora, apoyada en recursos estilísticos endiabladamente artificiosos, aunque sin perder nunca su apariencia de oralidad: el gran cuentista que te encandilaba con su timbre de voz, con sus argucias de embaucador infalible. Pocos escritores han tenido una prosa más melodiosa que él, más ornamental y a la vez menos ornamentada, pues era la suya recia y concisa, mágicamente certera, ondulante, con su barroquismo jamás espeso, sino liviano y luminoso.
De joven tuvo aspecto de rumbero tarambana. De mayor, ascendió de rango y se le puso pinta de cantante de boleros. Y algo de bolero tienen sus novelas: entran por el oído para descender desde allí al corazón.
En sus últimos años andaba a malas con su memoria. Dicen sus próximos que ni siquiera recordaba que era el dueño de un mundo. El mundo que nos regaló. Ese mundo que seguirá girando sobre sí, aunque su dios haya muerto
                                                                 (Publicado en ABC, 18/04/2014)




García Márquez y Borges, nuestro Dioniso y nuestro Apolo


No podrían parecer más distantes, pero los une la misma convicción: han sido en el siglo XX los dos escritores más influyentes y poderosos de la región y de la lengua

Por Jorge Volpi  | El País

 Una vez que se extingan las ceremonias fúnebres y se adormezca el duelo, que se agoten los homenajes y las exequias, y se desdoren las figuras públicas y se olviden las antipatías abruptas o las declaraciones estertóreas, se volverá una convicción natural lo que algunos han vaticinado desde hace décadas: que los dos colosos surgidos de esa brillantísima Edad de Oro de la narrativa latinoamericana que se prolongó durante la segunda mitad del siglo XX fueron Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Los dos escritores más influyentes y poderosos de nuestra región y nuestra lengua. Los dos más admirados e imitados en el orbe. En ese juego de dualidades que tanto nos gusta, nuestro Platón y nuestro Aristóteles. O, mejor, nuestro Apolo y nuestro Dioniso.

Sin duda fueron acompañados por una asombrosa cohorte de titanes, con poéticas al gusto de cada uno, de Rulfo a Vargas Llosa, de Donoso a Fuentes, de Sábato a Ibargüengoitia, de Ribeyro a Cortázar, pero las voces más oídas, más singulares, más originales -si entendemos por originalidad una mutación insólita entre las enseñanzas del pasado y la serena rivalidad con sus contemporáneos- fueron las del poeta y cuentista argentino y las del cuentista y novelista colombiano, suma de todos los esfuerzos que los precedieron, de Machado de Assis y Jorge Isaacs a Macedonio Fernández y Alfonso Reyes, y umbrales de todos aquellos que los han seguido, de Roberto Bolaño a quienes hoy publican, a su sombra, sus primeros libros.
A la distancia no podrían parecer más contrarios, más distantes. De un lado, el escritor ciego y puntilloso, tan acerado como melancólico, hierático hasta casi fungir como profeta, dueño de un sutilísimo humor aún malentendido, el hombre cercano -a su pesar- a la derecha, el vate unánimemente venerado que jamás recibiría el Nobel. Del otro, el escritor jacarandoso y bullanguero, tan dotado para desenrollar la sintaxis como para reconducir los mitos, sonriente hasta convertirse en amigo de todas las familias -esas que sin conocerlo hoy sin pudor lo llaman Gabo-, el hombre cercano a la izquierda y a Fidel Castro, el bardo unánimemente adorado que recibió el Nobel más joven que ningún otro en América latina.
Sí: en lontananza encarnan vías antagónicas. Borges es, evidentemente, el apolíneo. El escultor que pule cada arista y cada ángulo. El prestidigitador que obsesivamente trastoca cada adjetivo y cada adverbio. El criminal que siempre esconde la mano. El modesto anciano que odia los espejos y la cópula y sin embargo multiplica los Borges a puñados. El detective que en su búsqueda esconde que al mismo tiempo es el criminal. El filósofo nominalista y el físico cuántico que se pierde en la Enciclopedia. El autor de las paradojas y bucles más aventajado desde Zenón. García Márquez es, en cambio, el dionisíaco. El torrencial demiurgo de genealogías y prodigios. El audaz dispensador de metáforas y laberintos de palabras. El cartógrafo de la jungla y el cronista de nuestra circular cadena de infortunios. El ídolo sonriente que trasforma la Historia -y en especial la sórdida trama colombiana- en mil historias entrecruzadas, tan tiernas y atroces como inolvidables. El bailarín que, al conducirnos a la pista, nos obliga a seguir su hipnótico ritmo a rajatabla. El sagaz escriba que se burla de los tiranuelos con los que tanto ha convivido. El desmadrado cuentero que finge no seguir regla alguna fuera de su imaginación, excepto que las que él mismo se -y nos- impone.
Apolo y Dioniso. Y sin embargo estas dos vías, como ya apuntaba Nietzsche, no son excluyentes sino complementarias. Las dos mitades del mundo. De nuestro mundo. Para empezar, García Márquez no hubiese escrito como García Márquez sin aprender de Borges, su predecesor y su maestro. Y Borges no habría encontrado mejor continuador que este discípulo rejego, dispuesto no a copiar sus trucos o su doctrina sino a usarlos en su provecho para huir de la Academia y fundar una nueva, exitosísima escuela, el realismo mágico. Ninguno tiene la culpa, por supuesto, de su ingente legión de copistas: sus invenciones resultaban demasiado deslumbrantes como para que cientos de salteadores de caminos no quisieran agenciárselas.
Los dos han sido justamente elevados a los altares. O, mejor aún, a los altares privados que cada uno erige en su hogar: son nuestros penates. Imposible no adorarlos y no querer, a la vez, descabezarlos. Imposible no aspirar a reiterar -Vargas Llosa dixit- su deicidio.

 

En la redacción de El Espectador


El inventor del hielo

JUAN VILLORO

Desde sus primeras crónicas, García Márquez decidió que la realidad es una rama de la mitología.

Gabriel García Márquez solía recordar que llegó a México el día de la muerte de Hemingway. Ciertos momentos se definen por lo que perdemos: el 17 de abril del 2014 falleció la única persona que hubiera escrito bien esa noticia.Desde sus primeras crónicas, publicadas en Cartagena de Indias y Barranquilla, García Márquez decidió que la realidad es una rama de la mitología, llena de cosas tan difíciles de probar y tan inolvidables como estas: no hay nada más dramático que una negra engreída, suicidarse es una forma de ser chino y el azúcar murmura cuando sube a las naranjas. 
    Después del asesinato del político liberal Jorge Eliécer Gaitán, la prensa colombiana pasó por una fuerte censura. Imposibilitado para cubrir acontecimientos, el joven García Márquez narró la vida íntima de un bandoneón, los problemas de tráfico causados por los muertos y el desconcierto producido por una vaca que se creyó urbana.
     Como su maestro Daniel Defoe, renovó el periodismo para renovar la literatura. El autor de Robinson Crusoe tuvo que llegar a los sesenta años para describir el desconcierto que produce una huella en la arena de una isla desierta. Nacido en Piscis –signo aliado de la fortuna–, García Márquez encontró más pronto a su náufrago. José Salgar, encargado de la cocina de El Espectador, bajó la escalera en espiral del diario y pidió al joven periodista de Aracataca (al que apodaban ‘Trapo Loco’ por su fantasiosa mezcla de ropas) que escribiera El relato de un náufrago. Todo el mundo conocía la noticia. García Márquez encendió un cigarrillo pensando en pretextos para negarse, pero el diálogo lo llevó a una revelación: podía escribir en primera persona, como Crusoe en su isla. Los lectores conocían la información, pero nadie, ni siquiera el náufrago, conocía la vida interior de la información.
     García Márquez entendió el periodismo en clave cervantina. Los datos que el mundo pone frente al Quijote son arbitrarios, abigarrados, caóticos; se trata de “noticias”. Desde su perspectiva, la época ha enloquecido; desde la perspectiva de la época, él ha enloquecido. Gracias a este desfase, todo se comprende dos veces: con la mirada alucinada del Quijote y con la sensatez del entorno. El resultado es la literatura moderna. A los 53 años, Alonso Quijano concluye su aventura de lector absoluto, transformando la realidad en libro. A los 19 años, García Márquez inicia su aventura narrando la realidad como fábula.
     En un buen reportaje, los detalles son inobjetables y la trama tiene la desmesura de lo que solo es lógico porque así sucedió y puede ser probado. Con esa estrategia, García Márquez escribió dos obras maestras de la novela breve: El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada. El narrador actúa como reportero de investigación de sus propias creaciones. Los datos son tan exactos que no dudamos del resto.
    En sus clases en la Fundación de Nuevo Periodismo, Gabo recordaba que “la ética debe acompañar al periodismo como el zumbido al moscardón”. Para el novelista, la apariencia de realidad es el zumbido del moscardón. El episodio de Cien años de soledad en que Remedios la Bella sube al cielo no es un triunfo de la exageración sino de la exactitud. La chica, de por sí etérea, sale a un patio donde las sábanas se secan como velas de navío. La escena va por buen camino pero le falta “realidad”. Un reportero que ha cubierto homicidios sabe que si la víctima lleva calcetines de distintos colores es porque se vistió en la oscuridad. Con el mismo sentido de la precisión, García Márquez buscó un dato para apuntalar su fantasía. Acercó a Remedios a una taza de chocolate; un líquido espumoso, ascendente. Buen combustible. Cuando ella lo bebió, no hubo Dios que la parara.
    El cronista de la fabulación ofrecía informes únicos: el gasto militar del planeta podría usarse para perfumar de sándalo las cataratas del Niágara… la conquista de la Luna no dejó otro saldo que una bandera en una tierra sin vientos…
Hay cosas cuyo valor depende del deseo. En el primer capítulo de Cien años de soledad, García Márquez brindó una exclusiva del trópico: el hielo es el gran invento de nuestro tiempo.
     Descubrir el agua tibia no tiene chiste; reinventar el hielo fue un golpe de genio, la noticia que solo podía dar el mayor reportero de la imaginación latinoamericana.
  
                                                 (el Periódico // cuaderno del domingo/ 20 de abril de 2014)



Con una de las primeras ediciones de Cien años de soledad/ COLITA

En Aracataca empezó todo

Tras las huellas del escritor en su pueblo natal, donde se ubica el territorio mítico de Macondo

JESÚS RUIZ MANTILLA


Todo queda a mano en Aracataca. Todo a un paso. Aunque en mitad del trayecto que lleva del Instituto Picardía a la estación, uno pueda caer víctima del soponcio por ese calor húmedo que aprieta y reblandece hasta convertir en gelatina interna, el improbable calcio de los huesos.
   Por eso extraña más. Por eso no deja de llamar la atención que la inmensa e inabarcable dimensión de Macondo saliera un día de aquel olvidado trozo de terruño al que llegaron aquellos gitanos guiados por Melquiades y portadores de todas las claves de la sabiduría, así como de las orillas donde defecaran los cocodrilos, se confundieran sin parar todas las costumbres y el niño Gabo, Gabito, recorriera agolpando en el radar de sus sentidos cada olor, cada vestigio de vida, cada sonido animal y vegetal, hasta ensancharlo para dejar boquiabierto al mundo como su vasto territorio imaginario.
Dicen que Aracataca desembocó en el disfraz de otro nombre porque al niño Gabo le atraía cada vez que pasaban por delante el cartel de una finca bananera. Lo relata en sus memorias, Vivir para contarla. “El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino, que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética”.
    Lo de menos era enterarse de qué se trataba: “Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera que significaba… Lo había usado ya en tres libros, como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual, que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde, descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los makondos y pensé que aquel podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca”.
    Sin embargo ya nadie en el planeta saca a colación los demás significados de dicha palabra encomendada al solar de su magia. Macondo ya para siempre es el territorio inventado por García Márquez. Y ese territorio está inspirado en la ciudad donde nació  el Nobel en 1927. Allí, junto a su casa, uno puede imaginar sus diarios recorridos. Allí sigue en pie la iglesia donde fue bautizado en la Plaza Bolívar. Un espacio —no la iglesia, la plaza— cuyos jardines fueron construidos gracias a la financiación de las putas que lo frecuentaban.
     Con una de tantas crisis, escasearon los clientes y las peleas fueron habituales. Por cada riña, el alcalde las conminó a aportar una cantidad que serviría para plantar árboles o acotar jardineras, como cuenta Rubiela Reyes, guía local. Seguido está la calle de los turcos, que más que turcos eran libaneses o sirios católicos despistados. Habían cambiado el calor seco del desierto por el húmedo borbotón de la selva a miles de kilómetros de distancia de sus orígenes.
     Allí estaba el teatro Olimpia, por allí sigue viviendo Magdalena Bolaño, la niñera del escritor, quien aún lo recuerda como muy tremendo, y un poco más alejado, a la derecha, la ruta que lleva al colegio María de Montessori, donde Gabo cuenta que le costó mucho aprender a leer. Una prueba que logró pasar cuando se adentró en un volumen polvoriento que andaba por la casa y que mucho tiempo después descubriría que se trataba de Las mil y una noches.
    Al otro lado de la calle, al parecer, don Nicolás Márquez, coronel retirado que insufló para siempre en él cierta fascinación por el poder y otros enigmas desde que le regalara su primer diccionario, nada más soltar al crío en manos de sus maestras, se dejaba querer por una de sus amantes en la casa de enfrente. Fue un secreto que el nieto jamás reveló a nadie. Quizás por lealtad, quizás por no ver sufrir a su abuela Tranquilina.
    Vicios menores y negocios mayores dejaban constancia de la inclinación hacia las mujeres de este personaje que fue el primer héroe de Gabito. Un hombre cercano, curioso y avispado para desenvolverse entre las filas del liberal Rafael Uribe, caudillo que dio mucho juego posterior al autor de Cien años de soledad. El abuelo Nicolás, aparte de sus aficiones por la gramática en un país donde al menos cuatro presidentes de la república habían publicado compendios sobre la materia en sus años de juventud, parece ser que regentó un burdel dedicado a prestar servicios a los extranjeros en las afueras del pueblo. No muy alejado de la estación, aquel antro se dio en llamar con un guiño de elegancia La Academia de Baile.
    Por allí se dejaban caer los mandamases de la United Fruit Company antes y después de la matanza bananera que asoló el lugar en diciembre de 1928. Silenciada entonces para no alentar la rabia de todos los sindicalistas del país que hubieran podido levantarse en armas, pasó de puertas para afuera como una anécdota y quedó grabada en el lugar como una supurante sombra de silencio. Sólo años después, certificado por el Departamento de Estado en Estados Unidos, se supo que por aquellos altercados se había llevado a cabo una matanza indiscriminada con más de mil víctimas bajo orden del presidente Miguel Abadía Méndez.
     A partir de entonces nada volvió a ser lo mismo. Aracataca fue fundiéndose en la ciénaga terrenal de una irremediable decadencia. Hasta que aquel niño, testigo inquieto de las epopeyas calladas que protagonizaron los suyos, elevó aquel lugar a los cielos inmortales de la literatura con otro nombre. El que resuena hoy en todos los oídos con un eco de luto conocido como Macondo.

                                                         (EL PAÍS, 18 de abril de 2014)



Enemigos íntimos

Crecimos en un mundo dividido entre los partidarios de Gabriel García Márquez y los de Mario Vargas Llosa. Uno era el exotismo y la revolución, el otro el realismo y la democracia de partidos

Por SANTIAGO RONCAGLIOLO

En 1976, durante el estreno de una película en México, Mario Vargas Llosa tumbó de un puñetazo en la cara a Gabriel García Márquez. Hasta entonces, los dos habían sido grandes amigos, incluso vecinos en el barrio barcelonés de Sarriá, y a su alrededor se había formado el movimiento literario del 'boom'. Ese día se rompió su amistad. Nunca explicarían las razones del puñetazo. Tampoco volverían a verse.
     Los latinoamericanos que nacimos por esos años crecimos en mundo dividido entre los partidarios de uno y otro, como si se tratase de dos equipos de fútbol. García Márquez defendía la Revolución Cubana. Vargas Llosa, la democracia de partidos. García Márquez encarnaba el exotismo latinoamericano y el pensamiento mágico. Vargas Llosa era un novelista realista, frecuentemente urbano, y un intelectual racionalista. García Márquez usaba guayabera. Vargas Llosa, traje y corbata.
     Pero los dos equipos nunca estuvieron parejos. Más bien, como el Madrid galáctico y el Barcelona de Guardiola, vivieron su gloria en momentos diferentes.
    Durante mi infancia, escuché millones de veces a mis tíos intelectuales de izquierda odiando a Vargas Llosa. En cambio, de García Márquez lo adoraban todo. Para estos señores con gafas de carey y barbita estilo Che Guevara, García Márquez era mucho más que un escritor: era un modelo de vivir y de pensar, incluso de hablar. Y en un país sin 'best sellers' ni clase media, ellos eran los únicos lectores.
En consecuencia, todo latinoamericano quería escribir como García Márquez. Las novelas se poblaron de personajes voladores, espíritus y sabor tropical. Aún hoy, la única latinoamericana leída en todo el planeta, Isabel Allende, es una heredera de esa forma de escribir.
     Hasta que ocurrió lo que nadie esperaba. Lo irreal. Lo mágico: cayó el muro de Berlín. De un día para otro, se volvió mentira todo lo que los intelectuales latinoamericanos habían defendido por décadas. El sistema soviético desapareció. Cuba entró en el terrible periodo especial, y dejó de ser una utopía y una esperanza para convertirse en una vulgar dictadura. Mis tíos se afeitaron y se pusieron corbatas. Abandonaron sus ONG y montaron empresas. La mayoría se divorció. La democracia que hasta entonces habían llamado 'burguesa' y 'decadente' era ahora la única que quedaba. Y su principal gurú era el outsider de cinco minutos antes: Mario Vargas Llosa.
    La literatura, por supuesto, no fue ajena a estos cambios. A mediados de los años noventa, apareció una antología de nuevos narradores latinoamericanos editada por los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez. La crítica la recibió con escándalo: estos recién llegados contradecían todo lo que había sido la narrativa hasta entonces. Eran capitalinos, urbanos, realistas y bebían de la cultura pop, incluso de Hollywood. El título de la antología era una provocación: 'McOndo', como McDonalds. El tsunami alcanzó también el extremo Norte de la región. En México, autores como Jorge Volpi e Ignacio Padilla formaron el 'crack', un movimiento que escribía novelas ambientadas en las guerras mundiales, la Unión Soviética o el Himalaya. Los latinoamericanos se negaban de plano a ser exóticos, mágicos, incluso políticos.
Han pasado veinte años desde entonces, y el mundo está irreconocible. En toda América Latina -menos Cuba- rigen democracias de partidos. Los antiguos guerrilleros participan en elecciones, y hasta las ganan. La industria editorial sufre crisis en España y crece del otro lado del océano. Los escritores de la región son masivamente realistas.
    Pero algo no ha cambiado: los dos viejos enemigos mantienen trayectorias opuestas. El fin de Gabriel García Márquez coincide con el máximo esplendor de Mario Vargas Llosa: la recepción del Nobel y la inauguración del premio literario bienal que lleva su nombre.
Algunos han querido ver en este azar un triunfo final cuarenta años después de la pelea. Para mí, más bien, es momento de recordar lo que ocurrió antes, cuando los dos juntos lo cambiaron todo, hasta convertirse en símbolos de momentos históricos sucesivos.
    Gabriel García Márquez encarnó como nadie el sueño latinoamericano de nuestros padres, y de hecho, inspiró a muchos de los presidentes que hoy gobiernan nuestros países. Incluso para oponernos a él, los autores posteriores lo hemos tomado como referencia. Gracias a él sabemos quiénes somos. Y sólo con él se puede entender todo lo que significó el siglo XX para América Latina.

                                       (el Periódico // cuaderno del domingo /20 de abril de 2014)


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Puedes leer "La soledad de América Latina", el discurso de aceptación del Nobel de Literatura 1982:

  
 
En Barcelona  durante la redacción de El otoño del patriarca. Foto: Rodrigo García

"Se querían", de Vicente Aleixandre




                                           SE QUERÍAN


     Se querían.
Sufrían por la luz, labios azules en la madrugada,
labios saliendo de la noche dura,
labios partidos, sangre, ¿sangre dónde?
Se querían en un lecho navío, mitad noche, mitad luz.

     Se querían como las flores a las espinas hondas,
a esa amorosa gema del amarillo nuevo,
cuando los rostros giran melancólicamente,
giralunas que brillan recibiendo aquel beso.

     Se querían de noche, cuando los perros hondos
laten bajo la tierra y los valles se estiran
como lomos arcaicos que se sienten repasados:
caricia, seda, mano, luna que llega y toca.

     Se querían de amor entre la madrugada,
entre las duras piedras cerradas de la noche,
duras como los cuerpos helados por las horas,
duras como los besos de diente a diente solo.

     Se querían de día, playa que va creciendo,
ondas que por los pies acarician los muslos,
cuerpos que se levantan de la tierra y flotando…
Se querían de día, sobre el mar, bajo el cielo.

      Mediodía perfecto, se querían tan íntimos,
mar altísimo y joven, intimidad extensa,
soledad de lo vivo, horizontes remotos
ligados como cuerpos en soledad cantando.

     Amando. Se querían como la luna lúcida,
como ese mar redondo que se aplica a ese rostro,
dulce eclipse de agua, mejilla oscurecida,
donde los peces rojos van y vienen sin música.

     Día, noche, ponientes, madrugadas, espacios,
ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas,
mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal,
metal, música, labio, silencio, vegetal,
mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo.

           Vicente Aleixandre, de La destrucción o el amor,
1933

Vicente Aleixandre (Sevilla, 1898-Madrid, 1984), poeta español perteneciente a la generación del 27,  pasó su infancia en Málaga, la "ciudad del Paraíso", y en 1909 se trasladó con su familia a Madrid, donde residió el resto de su vida. Aunque por sus estudios de Derecho y Comercio y por sus primeros trabajos parecía esperarle una carrera profesional de economista o profesor, una enfermedad crónica le obligó desde 1925 a pasar largos periodos de reposo y lo mantuvo apartado de toda actividad profesional. No obstante, quizá este hecho (como en el caso de Juan Ramón o Alberti) influyó decisivamente en su dedicación a la literatura.  Su vocación poética se despertó leyendo en 1917 un libro de Rubén Darío prestado por Dámaso Alonso, al que seguirán los poemas de Bécquer, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. En 1928 publicó su primer libro de versos y solo cinco años más tarde  recibió el Premio Nacional de Literatura por La destrucción o el amor.  En aquella época era amigo de muchos de los poetas de su generación, y poco después estrechará lazos de amistad con Pablo Neruda y Miguel Hernández. Durante la guerra permaneció enfermo en Madrid, y en la posguerra su casa se convirtió en lugar de acogida de los poetas jóvenes, para los que se convirtió en un referente. En 1949 fue elegido miembro de la Real Academia, y en 1977 recibió el Premio Nobel de Literatura, que él insistió en considerar como un reconocimiento colectivo a todos los poetas de su generación.
     Para Aleixandre la poesía es, ante todo,   comunicación. De ahí que no existan, en su opinión, palabras feas o bonitas sino palabras necesarias, vivas, y palabras muertas. Por tanto, en un poema la palabra es poética si es necesaria y la labor del poeta será situar cada palabra en el lugar del poema donde esta alcance su plenitud. El surrealismo ejerció en él una gran influencia en el uso de imágenes visionarias (muchas de ellas vinculadas a lo cósmico), del verso libre y de los versículos. En su producción poética se distinguen tres etapas:
    En la primera el tema fundamental es la naturaleza, el cosmos,  como unidad cohesionada por el amor. El ser humano aparece como un elemento integrante de ese comos, pero es el ser más vulnerable del universo, una criatura del dolor. Por eso el poeta, como Rubén Darío en  "Lo fatal", envidia lo vegetal y lo mineral, y su aspiración más profunda sería volver a  la tierra, fundirse con la naturaleza para participar de su unidad.  Abre esta etapa con la poesía pura de Ámbito (1928), obra a la que suceden otras influidas por el surrealismo, como Espadas como labios (1932) y La destrucción o el amor (1933). El surrealismo se atenúa en los libros posteriores, entre los que destaca Sombra del paraíso (1944), obra de gran influencia en la poesía de posguerra.
     En la segunda,  la temática de sus obras se centra en el ser humano, en su tiempo y circunstancias, con una visión positiva y solidaria. En sus versos prima la claridad, las imágenes se hacen más sencillas y se abandona el surrealismo. Pertenecen a esta etapa Historia del corazón ( 1954), En un vasto dominio (1962) y Retratos con nombre (1965).
     La última etapa, representada por Poemas de la consumación (1968) y Diálogos del conocimiento (1974), supone un retorno a la línea más surrealista y difícil para indagar sobre el sentido de la vida y del mundo, aceptando la muerte sin angustia ni trascendencia religiosa alguna, como forma de fusión con el cosmos.

La destrucción o el amor es el libro más importante de su segundo ciclo. En él el amor equivale a la destrucción (la conjunción o del título es identificativa), y la pasión amorosa se confunde con la pasión por una muerte liberadora. Se trata, pues, de una actitud panteísta, en la que el mundo es una gran unidad hacia la que tiende el ser humano por amor. En el poema elegido el amor alcanza una dimensión cósmica al difundirse por toda la naturaleza. El amor de dos personas resume el amor del mundo; su pasión lo abarca todo, trasciende el contexto de los amantes, los desborda y se funde con el universo. La larga enumeración caótica de la estrofa final sintetiza la variedad de imágenes usada en el poema y  es expresión perfecta de esa fusión, la culminación del amor-pasión del universo.

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miércoles, 16 de abril de 2014

Leer juntos 'Una habitación en Babel', de Eliacer Cansino

Club de lectura.
30 de marzo de 2014

  Hola chicos y chicas del club de lectura y de todos los cursos de ESO:
   Hemos vuelto a reunirnos para comentar uno de los libros que hemos leído estas últimas semanas. ¿De qué libro se trata? De UNA HABITACIÓN EN BABEL, de Eliacer Cansino.
   ¿Qué puedo decir de este libro? Aparte de que es una novela muy premiada, interesante, instructiva, de actualidad por los temas que trata y, sobre todo, ¿cómo diría yo?,  un libro que se puede leer, un libro con el que, cuando abres la primera página, no te entran ganas de tirarte por una ventana de lo tostón que es sino que te apetece saber más sobre los personajes, más sobre la historia narrada… y seguir y seguir leyendo. Bueno, y ahora hablando aún más en serio, el pasado jueves, además de compartir nuestras opiniones y sensaciones sobre esta lectura (LEER JUNTOS, se llama el grupo), merendamos y lo pasamos estupendamente, porque cuando empiezas a comentarla unos temas te llevan a otros y surgen nuevas líneas de conversación: sobre la traición, la piratería, la inmigración ilegal, la frustración, la amistad, la solidaridad… Y sí, chicos y chicas, el club de lectura se convierte en un lugar donde puedes exponer y expresar libremente tus opiniones, donde puedes escuchar a los otros y, al conocer sus puntos de vista, se te abren nuevas perspectivas. En definitiva, que es un lugar en el que, a pesar de que como ya dije en otra ocasión la lectura no es uno de mis fuertes, puedes aprender mucho de los demás e incluso de ti mismo.
    La historia comienza en el pueblo de Alfarache, donde hay una torre enorme que aparece en el título de la novela como Babel (por las distintas lenguas y culturas de los que en ella viven). Este edificio destaca porque es un bloque muy grande, está a las afueras de la ciudad y, sobre todo, porque tiene una singular comunidad de vecinos (como en La que se avecina). Los personajes que viven en sus distintos pisos están entrelazados por diversas razones. Allí residen los que podemos denominar protagonistas: Berta, que vive con su madre Lucía, y su abuela; Rashid, que según Berta, y también en mi opinión, es el típico engreído, aparentemente sin ningún objetivo claro en la vida; y Stefano, amigo de Rachid, repartidor de pizzas porque es el hijo del dueño de la pizzería y otro engreído, cuentista y egoísta que, además, guarda un gran secreto. También encontraremos a Ángel, el viudo profesor de filosofía del instituto al que van los chavales de la torre (los que van) y a Gil Amador, el viejo del séptimo, un hombre culto y solitario que vivió la Guerra Civil española, regresó de su exilio en Alemania y, por curiosos avatares de la vida, guarda un ejemplar de la edición princeps del Guzmán de Alfarache que, al final, será muy útil para uno de los personajes (¿no sabes de qué estoy hablando? Tienes que venir al Club la próxima vez).
     La trama principal de la novela se relaciona con Nor, chico senegalés, inmigrante y muy buen estudiante. Vive con su tía (también en la torre) y comparte instituto con el resto. Un día desaparece sin que se sepa por qué. Solo deja una carta a su profesor preferido, Ángel, en la que le dice que va a buscar a su hermano a la costa. El profesor se verá arrastrado por esta historia, y decidirá ir en su ayuda. Durante la búsqueda encontrará apoyos inesperados, también provenientes de la torre. Otra trama nos descubre un extraño triangulo sentimental entre Berta, Marcos, (su compañero de clase, según él capaz de predecir el futuro) y Stefano. Berta ha perdido su cuaderno de notas más preciado y tiene que encontrarlo. ¿Qué hay en él escrito?, ¿una historia de amor no acabada? Y mientras se van desarrollando los acontecimientos asistiremos a otra relación amorosa, esta vez entre dos adultos: Lucía, la madre de Berta y Ángel, el profe de Filo. También conoceremos al Chanca, un personaje básicamente repugnante: para saber su historia tendréis que leeros el libro porque yo no voy a adelantar nada más.
   Y aquí os dejo con la intriga, ¿encontrará Berta su “libreta negra”?, ¿encontrará Ángel a Nor y a su hermano?, ¿será verdad lo que dice Marcos sobre sus poderes adivinatorios?, ¿triunfará el amor entre los adultos?, ¿y entre los jóvenes? Solo hay una manera de que lo descubráis: LEYENDO EL LIBRO vosotros mismos, por ejemplo.

    Un saludo de vuestra compañera del club de lectura Patricia Remiro (3ºD).

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