martes, 29 de junio de 2021

Lecturas en francés

 Continuando con la labor de difusión de las lecturas en lenguas extranjeras entre nuestros estudiantes y demás usuarios de la biblioteca escolar, publicamos en el siguiente boletín las referidas a la lengua francesa.

 

Lecturas en Francés by Biblioteca_IES_Goya

domingo, 27 de junio de 2021

"Lo olvidado" y otro poema de Susana Benet


Joaquín Mir, El Raval, Xum


LO OLVIDADO

Cómo amo los lugares olvidados.
La calleja que ya nadie transita,
el íntimo cobijo de las cuevas,
el fondo rumoroso del barranco
donde el agua se estanca y los insectos
tejen islas brumosas en el aire.
Tenderme en el pretil de antiguos puentes
revestidos de zarzas y hojarasca
y escuchar cómo zumban las abejas
en la calma fragante del romero.
Acercarme al misterio de las casas
donde no habitan más que los rosales,
deshojándose lentos en la tierra.
Internarme ligera en la espesura
de secretos parajes, donde el paso
ávido de los hombres no perturba
la paz de los guijarros, ni el festivo
desfile del espliego por las sendas.
Y atravesando el filo de la tarde,
emprender el camino de regreso
sintiendo que, de pronto, me acompaña
la vacua plenitud de lo olvidado.

De Lo olvidado, Frailejón, Colombia, 2015


DÍAS ETERNOS
     
A Silvia Pratdesaba, Manuel Ramírez y Manuel Borrás

Toda la luz que entonces
reflejaba el rocío en sus espejos,
el destello del sol sobre las aguas,
latiendo entre los juncos, en los tréboles.

Todas aquellas sendas que mis huellas
abrían sobre el barro,
la lluvia retenida entre las hojas,
el color acerado de los frutos,
su efímero perfume.

Todo lo que brilló
en los días eternos de la infancia,
alumbra todavía
la niebla interminable de mis noches,
y me devuelve en sueños los paisajes
perdidos, olvidados.

De Don de la noche, Pre-Textos, Valencia, 2018

Susana Benet. (conlaa.com)
Susana Benet (Valencia, 1950) es poeta, narradora y acuarelista. Licenciada en Psicología (1981) por la Universidad de Valencia, se inició en poesía a través del haiku: en 2003 comenzó a colaborar en la página digital "El Rincón del Haiku" y tres años después publicó su primera colección de haikus, Faro del bosque (Pretextos, 2006). Junto a otros poetas promovió, por estas mismas fechas, la Tertulia del Almudín, dedicada al haiku. Ha publicado los poemarios Lluvia menuda (2007), Jardín (2010), Huellas de escarabajo (2011), La durmiente (2013), Lo olvidado (2015), La enredadera. Haikus reunidos (2016), El último gesto (2017), Grillos y luna (2018), Don de la noche (2018) y Falsa primavera (2021). Es coautora de la antología de haiku Un viejo estanque (2013). En 2007 obtuvo el Segundo Premio en el I Concurso Internacional de Haiku, organizado por la Universidad Castilla-La Mancha, y en 2013, el Primer Premio de Haiku Ciudad de Medellín. Sus haikus han sido traducidos a varios idiomas e incluidos en diversas antologías. Como acuarelista, ilustra portadas de libros, dedicados al haiku principalmente, y de otras publicaciones. Junto al pintor Gabriel Alonso ha publicado el cómic Los Magrana (2016). 

[Imagen inicial: theartmarket.es]

domingo, 20 de junio de 2021

"Domingo" y "Asturias", de Pedro Garfias


Plaza de la Seo, Zaragoza. Foto: Josefina López


Domingo

Los campanarios
con las alas abiertas
bajo el cielo combado

En los cristales
hay bandadas de luz

Y coplas anidadas en los árboles

Las veinticuatro horas
cogidas de la mano
bailan en medio de la plaza

Y el sol alborozado voltea la mañana

De El ala del sur, 1926. En Poesía de la vanguardia
española (Antología), ed. de Germán Gullón, Taurus,
Temas de España 109, Madrid, 1981


Asturias

Asturias, si yo pudiera,
si yo pudiera cantarte...
Asturias verde de montes
y negra de minerales.
Yo soy un hombre del Sur:
polvo soy, fatiga y hambre,
hambre de pan y horizontes...
¡Hambre!
Bajo la piel resecada,
ríos sólidos de sangre
y el corazón asfixiado
sin venas para aliviarte.
Los ojos, ciegos los ojos
ciegos de tanto mirarte
sin verte, Asturias lejana,
hija de mi misma madre.

Dos veces, dos, has tenido
ocasión para jugarte
la vida en una partida,
y las dos te la jugaste.
¿Quién derribará ese árbol
de Asturias, ya sin ramaje,
desnudo, seco, clavado
con su raíz entrañable
que corre por toda España
crispándonos de coraje?
Mirad, obreros del mundo,
su silueta recortarse
contra ese cielo impasible
vertical, inquebrantable,
firme sobre roca firme
herida viva su carne.

Millones de puños gritan
su cólera por los aires,
millones de corazones
golpean contra sus cárceles.

Prepara tu salto último,
lívida muerte cobarde,
prepara tu último salto,
que Asturias está aguardándote,
sola en mitad de la Tierra,
hija de mi misma madre.

Poesías de la guerra española, 1937


El poeta Pedro Garfias. (ABC)
Pedro Garfias Zurita
fue un poeta español del grupo de los "olvidados" de la Generación del 27. En su juventud despuntó como miembro de la vanguardia ultraísta, de la que se alejó a comienzos de los años 20 con una poesía neopopular.

Hijo de padres andaluces, nació en Salamanca en 1901, pero pasó su infancia y juventud entre Osuna, Cabra y Écija.  En 1918 marchó a Madrid, donde inició los estudios de Derecho y pronto entró en contacto con las vanguardias. Fue uno de los firmantes del primer Manifiesto ultraísta (1918), y entre 1922 y 1923, dirigió la revista de vanguardia Horizonte. En 1926 publicó El ala del sur, su primer poemario, y el único vanguardista de toda su producción, reseñado por Benjamín Jarnés en la Revista de Occidente. Al año siguiente participó en Sevilla en el homenaje a Góngora en el que se dieron a conocer los jóvenes escritores de la Generación del 27.

Afiliado  al Partido Comunista tras la proclamación de la II República, realizó labores de divulgación cultural y colaboró en las revistas Octubre, fundada por Alberti y María Teresa León en 1933, El Mono Azul y Hora de España. Durante la Guerra Civil (1936-1939) fue comisario político en Pozo Blanco (Córdoba), capitán del ejército republicano en diversos frentes y comisario de cultura del Batallón Villafranca y del Bautista Garcet. Figura entre los fundadores de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura. En 1938 un jurado formado, entre otros, por Antonio Machado, Enrique Díaz Canedo, Tomás Navarro Tomás y María Zambrano le concedió el Premio Nacional de Literatura por su libro Poesías de la guerra española (1937). Ese mismo año apareció su poemario Héroes del Sur.

En febrero de 1939 emprendió el camino del exilio, como miles de republicanos españoles. Cruzó la frontera francesa durante la noche del 9 al 10 de febrero y, junto a otros muchos integrantes del llamado Batallón del Talento, fue internado en el campo de concentración de Saint Cyprien, desde donde escribieron cartas solicitando ayuda internacional. Tuvo la fortuna de  formar parte del grupo de españoles seleccionados por Lord Faringdon para una estancia temporal en su finca de Eaton Hastings, al oeste de Londres.  Embarcó rumbo a Inglaterra el 6 de marzo, mientras Margarita, su mujer, permanecía en París. Partió de nuevo hacia Francia el 16 de mayo, al tener noticia de que, tanto él como su esposa, habían sido incluidos en el pasaje del buque Sinaia,  para el viaje a México organizado por el Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) y la organización mexicana Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados Españoles. El barco zarpó el 25 de mayo del puerto de Sète, cerca de Marsella,  y atracó en Veracruz (México) el 13 de junio de 1939. Con Garfias viajaron otros muchos intelectuales españoles, como Juan Rejano, Manuel Andújar, Benjamín Jarnés o Antonio Sánchez Barbudo. Durante la travesía  Garfias compuso el poema "Entre España y México", que se convertiría en himno de los exiliados españoles.

A pesar de la extraordinaria acogida dispensada en México a los exiliados españoles, Garfias, que nunca superó la añoranza de España y se sentía "flotando como un madero inútil",  se convirtió en un hombre triste dominado por el alcohol. En México publicó en 1941  el libro compuesto durante su breve estancia en Inglaterra, Primavera en Eaton Hastings, el mejor poemario del exilio español, en opinión de Dámaso Alonso. También publicó su poesía de compromiso (Poesías de la guerra española, 1941; Elogio a la presa de Dnieprostoi y otros poemas, 1943), así como su poesía existencial: De soledad y otros pesares (1948), Viejos y nuevos poemas (1951) y Río de aguas amargas (1953).  De 1943 a 1947 estuvo vinculado a la Universidad de Monterrey. En esta ciudad falleció el 9 de agosto de 1967. Fue enterrado en el cementerio de El Carmen. Sobre su tumba, sufragada por sus numerosos amigos,  se grabó el siguiente epitafio: "Pedro Garfias, poeta. 1901-1967. La soledad que uno busca / no se llama soledad". Max Aub lo convirtió en personaje literario en su novela Campo de almendros (1968) y Roberto Bolaño, en Amuleto (1999).

Sobre El ala del sur, libro al que pertenece el primer poema seleccionado, Casandra Garza (http://www.criticismo.com/de-soledad-y-otros-pesares/) observa que su adhesión al ultraísmo parece más ideológica que estética pues, a pesar de la abundancia de metáforas (rasgo propio del ultraísmo), no está presente  en sus poemas el elogio de la modernidad acorde con la estética vanguardista,  sino la realidad cotidiana y la exaltación del paisaje. 

Pedro Garfias compuso el poema "Asturias" en plena Guerra Civil, tras la caída de Asturias en poder del ejército franquista el 20 de octubre de 1937, aunque parece que la idea surgió a raíz de la Revolución Asturiana de 1934 y la posterior represión a manos del gobierno republicano, lo que impresionó vivamente al poeta, según declaró su viuda, Margarita Fernández, en 1992. A ambos sucesos, la caída de Asturias y la frustrada revolución de 1934, se hace referencia en el poema: "Dos veces, dos,  has tenido / ocasión para jugarte / la vida en una partida, / y las dos te la jugaste".  El poema es un canto  a las luchas por la libertad del pueblo asturiano, expresado por un hombre del Sur. Juan Matas Caballero destaca: "El rigor y la precisión estilística (concatenaciones, metáforas, antítesis, paralelismos...), el ritmo ágil del verso octosílabo, la rima asonantada propia del romance [...]". El poema, muy popular entre los exiliados españoles en México, fue popularizado en España por el cantautor Víctor Manuel San José. Este lo escuchó por primera vez durante su primer viaje a México a finales de 1970, en una cena celebrada en el restaurante El Hórreo de Ciudad de México, propiedad del asturiano Raimundo Fernández. La impresión fue tan viva que esa misma noche empezó a poner música al texto. De regreso a España, lo incorporó a su repertorio, si bien no se autorizó su grabación en España hasta 1976. 

Puedes escuchar el poema "Asturias" en la voz de Víctor Manuel.

Pedro Garfias en el restaurante El Hórreo de Ciudad de México, hacia 1950.
(Archivo Margarita Fernández)

jueves, 17 de junio de 2021

"Las lunas de Júpiter", un cuento de Alice Munro


Lunas de Júpiter. (es.ripleybelieves.com)



 Las lunas de Júpiter


Encontré a mi padre en el ala de cardiología, en el octavo piso del Hospital General de Toronto. Estaba en una habitación semiprivada. La otra cama estaba vacía. Dijo que su seguro hospitalario cubría solo una cama en el pabellón, y que estaba preocupado por que pudieran cobrarle un suplemento.

Yo no he pedido una semiprivada —dijo.

Le dije que probablemente las salas estuvieran llenas.

No. He visto algunas camas vacías cuando me llevaban con la silla de ruedas.

Entonces será porque te tenían que conectar con esa cosa le dije. No te preocupes. Si te van a cobrar un suplemento, te lo dicen.

Eso será probablemente dijo. No querrían esos trastos en las salas. Supongo que eso estará cubierto.

Le dije que estaba segura de que sí.

Tenía cables pegados al pecho. Una pequeña pantalla colgaba por encima de su cabeza. En ella, una línea brillante y dentada parpadeaba continuamente. El parpadeo iba acompañado de un nervioso zumbido electrónico. El comportamiento de su corazón estaba a la vista. Intenté ignorarlo. Me parecía que prestarle tanta atención exagerar, de hecho, lo que debería ser una actividad totalmente secreta era buscar problemas. Cualquier cosa exhibida de aquel modo era propensa a estallar y  volverse loca.

A mi padre no parecía importarle. Decían que le tenían con tranquilizantes. "Ya sabes decía, las pastillas de la felicidad". Parecía tranquilo y optimista.

Había sido distinto la noche anterior. Cuando le llevé al hospital, a la sala de urgencias, estaba pálido y con la boca cerrada. Abrió la puerta del coche, se quedó de pie y dijo despacio:

Quizá sea mejor que me traigas una de esas sillas de ruedas.

Utilizaba la voz que siempre ponía en una crisis. Una vez, nuestra chimenea se incendió; era domingo por la tarde y yo estaba en el comedor poniendo alfileres en un vestido que estaba haciendo. Entró y dijo con aquella misma voz flemática y admonitoria:

—Janet, ¿sabes dónde hay polvos de levadura?

Los quería para echarlos al fuego. Luego dijo:

Supongo que ha sido culpa tuya. Coser en domingo...

Tuve que esperar más de una hora en la sala de espera en urgencias. Llamaron a un especialista de corazón que estaba en el hospital, un hombre joven. Me hizo pasar a una sala y me explicó que una de las válvulas del corazón de mi padre se había deteriorado tanto que debía ser operado inmediatamente.

Le pregunté qué sucedería si no.

Tendría que estar en la cama dijo el médico.

¿Cuánto tiempo?

Quizá tres meses.

He querido decir, ¿cuánto tiempo vivirá?

Eso es lo que yo también he querido decir dijo el doctor.

Fui a ver a mi padre. Estaba sentado en la cama que había en el rincón, con la cortina descorrida.

Es malo, ¿verdad? me preguntó. ¿Te ha dicho lo de la válvula?

No es tan malo como podía ser le dije. Luego repetí, incluso exageré, cualquier cosa esperanzadora que el médico me hubiese dicho. No estás en peligro inmediato. Tu condición física es buena, por lo demás.

Por lo demás dijo mi padre con pesimismo.

Yo estaba cansada de haber conducido todo el camino hasta Dalgleish, preocupada por devolver el coche de alquiler a tiempo, e irritada por un artículo que había estado leyendo en una revista en la sala de espera. Era sobre otra escritora, una mujer más joven, más guapa y probablemente con más talento que yo. Yo había estado en Inglaterra durante dos meses, de modo que no había visto antes aquel artículo, pero se me pasó por la cabeza  mientras lo estaba leyendo que mi padre lo habría leído. Podía oírle decir: "Bueno, no he visto nada sobre ti en Maclean's". Y si hubiese visto algo sobre mí diría: "Bueno, no tengo una gran opinión de ese reportaje". Su tono sería festivo e indulgente, pero produciría en mí una familiar tristeza de espíritu. El mensaje que recibí de él era sencillo: Hay que luchar por conseguir la fama y luego pedir perdón por ella. Tanto si la consigues como si no, tú tendrás la culpa.

No me sorprendieron las noticias del médico. Estaba preparada para oír algo parecido y estaba contenta conmigo misma por contármelo con calma, del mismo modo que estaría contenta conmigo misma por vendar una herida o por mirar desde el endeble balcón de un edificio alto. Pensé: Sí, es la hora; tiene que haber algo, aquí está. No sentí la protesta que habría sentido veinte, incluso diez años antes. Cuando vi por la cara de mi padre que él la sentía, que el rechazo le subía de un salto tan prontamente como si hubiese sido treinta o cuarenta años más joven, mi corazón se endureció, y hablé con una especie de atormentadora alegría.

Por lo demás, estás pletórico dije.

Al día siguiente era de nuevo él mismo.

Así es como yo lo habría expresado. Dijo que ahora le parecía que el joven, el médico, pudiera haber estado demasiado impaciente por operar.

Un bisturí un poco fácil dijo. Estaba burlón y alardeando de jerga hospitalaria. Dijo que otro doctor le había examinado, un hombre mayor, y le había expresado su opinión de que descanso y medicación podían surtir efecto.

Yo no pregunté qué efecto.

Dice que tengo una válvula defectuosa. Está ciertamente dañada. Querían saber si tuve fiebres reumáticas cuando era niño. Yo le dije que no lo creía, pero entonces la mitad de las veces no te diagnosticaban lo que tenías. Mi padre no era ciertamente alguien que fuese a buscar al médico.

Imagen: pxfuel.com


El recuerdo de la infancia de mi padre que yo siempre me había imaginado como sombría y peligrosa la modesta granja, las hermanas atemorizadas, el padre severo, me hicieron menos resignada ante su muerte. Pensé en él huyendo para irse a trabajar en los barcos del lago, corriendo por las vías del ferrocarril hasta Gorderich, a la luz del anochecer. Acostumbraba a contar aquel viaje. En algún lugar de la vía encontró un membrillo. Los membrillos son raros en nuestra zona del país; de hecho, no he visto nunca ninguno. Ni siquiera el que encontró mi padre, aunque una vez nos llevó de excursión para ir a buscarlo. Pensó que conocía el cruce cerca del que estaba, pero no pudimos encontrarlo. No pudo encontrar el fruto, desde luego, pero quedó impresionado por su existencia. Le hizo pensar que había llegado a una nueva parte del mundo.

El muchacho fugado, el superviviente, un anciano atrapado aquí por su corazón estropeado. Yo no buscaba estos pensamientos. No me importaba pensar en su personalidad de joven. Incluso su torso desnudo, fornido y blanco tenía el cuerpo de un trabajador de su generación, raramente expuesto al sol era un peligro para mí, parecía tan fuerte y joven. El cuello arrugado, las manos y los brazos manchados por la edad, la estrecha y comedida cabeza, con su pelo fino y canoso y su bigote, se parecían más a lo que yo estaba acostumbrada.

¿Y para qué quiero que me operen? decía mi padre razonablemente. Piensa en el riesgo a mi edad, ¿y para qué? Unos cuantos años como máximo. Creo que lo mejor que puedo hacer es irme a casa y tomármelo con calma. Rendirme con elegancia. Eso es todo lo que se puede hacer a mi edad. Tu actitud cambia, ¿sabes? Se sufren cambios mentales. Parece más natural.

¿El qué? le pregunté.

Bueno, la muerte. No hay nada más natural. No, a lo que yo me refiero, en particular, es a no operarme. 

¿Eso parece más natural?

Sí.

Tienes que decidirlo tú le dije, pero yo lo aprobaba. Eso era lo que yo habría esperado de él. Siempre que yo hablaba a la gente de mi padre subrayaba su independencia, su autosuficiencia, su paciencia. Trabajaba en una fábrica, trabajaba en su jardín, leía libros de historia. Podía hablar de emperadores romanos o de la guerra de los Balcanes. Nunca se quejaba.

Judith, mi hija pequeña, había ido a buscarme al aeropuerto de Toronto dos días antes. Había ido con el chico con el que estaba viviendo, y cuyo nombre era Don. Se iban a México por la mañana, y mientras yo estuviera en Toronto me quedaría en su apartamento. Por ahora vivo en Vancouver. A veces digo que no tengo mi centro de operaciones en Vancouver.

¿Dónde está Nichola? pregunté, pensando de inmediato en un accidente o en una sobredosis.

Nichola es mi hija mayor. Era estudiante del conservatorio, después se hizo camarera, luego se quedó sin trabajo. Si hubiese estado en el aeropuerto, probablemente yo habría dicho algo inoportuno. Le habría preguntado cuáles eran sus planes y ella se habría echado el cabello hacia atrás con elegancia y habría dicho: "¿Planes?", como si fuese una palabra que yo hubiese inventado.

Sabía que lo primero que harías sería preguntar por Nichola.

No es así. He dicho hola y...

Bueno, coge tu maleta dijo Don con voz neutral.

¿Está bien?

Estoy segura de que sí dijo Judith en un falso tono de burla. No estarías así si fuese yo  quien no estuviera aquí. 

Pues claro que sí.

No. Nichola es el bebé de la familia. ¿Sabes? Tiene cuatro años más que yo.

Yo debería saberlo.

Judith dijo que no sabía exactamente dónde estaba Nichola. Dijo que Nichola se había ido de su apartamento (¡aquel basurero!) y que la había telefoneado incluso (lo que ya es mucho, se podría decir, que Nichola telefonee) para decir que quería estar incomunicada durante un tiempo, pero estaba bien.

Le dije que te ibas a preocupar dijo Judith más amablemente, camino de la furgoneta. Don estaba delante, con mi maleta. Pero no te preocupes. Está bien, créeme.

La presencia de Don me incomodaba. No me gustaba que él oyera estas cosas. Pensé en las conversaciones que debían de haber tenido, Don y Judith. O Don, Judith y Nichola, porque Nichola y Judith estaban a veces en buenas relaciones. O Don, Judith, Nichola y otros cuyos nombres ni siquiera conocía. Habrían hablado de mí. Judith y Nichola intercambiando opiniones, contando anécdotas; analizando, lamentando, culpando, perdonando. Ojalá hubiese tenido un chico y una chica. O dos chicos. No habrían hecho eso. Los chicos probablemente no pueden saber tanto de una. 

Yo hacía lo mismo a esa edad. Cuando tenía la edad que tiene ahora Judith hablaba con mis amigos en la cafetería de la facultad, o por la noche, tomando café en nuestras habitaciones baratas. Cuando tenía la edad que Nichola tiene ahora, yo la tenía a ella en un capazo, o revolviéndose en mi regazo, y tomaba también café todas las tardes lluviosas de Vancouver, con una vecina amiga, Ruth Boudreau, que leía mucho y estaba desconcertada por su situación, como yo. Hablábamos de nuestros padres, de nuestras infancias, aunque durante algún tiempo no hablamos de nuestros matrimonios. Cuán minuciosamente tratamos de nuestros padres y madres, lamentamos sus casamientos, sus equivocadas ambiciones o su miedo a la ambición. Con cuánta competencia los archivamos, los definimos más allá de cualquier posibilidad de cambio. Qué presunción.

Observé a Don caminando delante. Un muchacho alto y de aspecto ascético, con el cabello oscuro cortado a la manera de los franciscanos y un estudiado asomo de barba. ¿Qué derecho tenía a oír hablar de mí, a saber cosas de mí misma que probablemente yo había olvidado? Decía que su barba y su estilo de peinado eran afectados.

Una vez, cuando mis hijas eran pequeñas, mi padre me dijo:

¿Sabes? Esos años en los que crecías..., bueno, son solo una especie de impresión borrosa para mí. No puedo distinguir un año de otro.

Yo me ofendí. Yo recordaba cada año distinto con dolor y claridad. Podría haber dicho la edad que tenía cuando iba a ver los trajes de noche en el escaparate de Benbow's Ladies'Wear. Cada semana, durante todo el invierno, un traje nuevo, iluminado —el de lentejuelas y tul, el rosa y lila, el zafiro, el narciso trompón—, y yo, una adoradora fría en la fangosa acera. Podría haber dicho la edad que tenía cuando falsifiqué la firma de mi madre en un boletín de malas calificaciones, cuando tuve el sarampión, cuando empapelamos la habitación delantera. Pero los años en que Judith y Nichola eran pequeñas, cuando yo vivía con su padre..., sí, borrosos sería la palabra adecuada. Recuerdo tender pañales, recoger y doblar pañales; puedo recordar las cocinas de  dos casas y dónde estaba el cesto de la ropa. Recuerdo los programas de televisión: Popeye el marino, Los tres secuaces, Divertirama. Cuando empezaba Divertirama era el momento de dar la luz y hacer la cena. Pero no podía diferenciar los años. Vivíamos e las afueras de Vancouver en un barrio dormitorio: Dormir, Dormitorio, Dormilón..., algo así. Entonces estaba siempre soñolienta; el embarazo me daba sueño, y los biberones nocturnos, y la lluvia incesante de la costa Oeste.

Ramas de cedro. (publicdomainpictures.net)

Oscuros cedros goteando, el laurel brillante goteando, las esposas bostezando, sesteando, haciendo visitas, bebiendo café y doblando pañales; los maridos llegando a casa por la noche desde la ciudad atravesando el agua. Cada noche le daba un beso a mi marido cuando llegaba a casa con su Burberry empapada y esperaba que pudiera despertarme; servía carne y patatas y una de las cuatro verduras que él toleraba. Comía con un apetito voraz, y luego se quedaba dormido en el sofá de la sala. Nos habíamos convertido en una pareja de caricatura, más de mediana edad a nuestros veinte años de lo que seríamos en la edad madura.

Esos torpes años son los años que nuestras hijas recordarán toda su vida. Rincones de los patios que yo nunca visité permanecerán en sus mentes.

—¿No quería verme Nichola? —le pregunté a Judith.

—La mitad de su tiempo no quiere ver a nadie —respondió.

Judith se adelantó y tocó el hombro de Don. Yo conocía ese gesto: una disculpa, una seguridad ansiosa. Tocas a un hombre de ese modo para recordarle que estás agradecida, que te das cuenta de que está haciendo por ti algo que le aburre o que hace peligrar ligeramente su dignidad. Ver a mi hija tocar a un hombre —a un chico—, de ese modo me hacía sentirme más mayor de lo que me harían sentir los nietos. Sentí su triste nerviosismo, podía predecir sus sumisas atenciones. Mi franca y robusta hija, mi cándida y rubia hija. ¿Por qué iba yo a pensar que ella no sería susceptible, que siempre sería directa, de paso firme, independiente? Del mismo modo que voy por ahí diciendo que Nichola es tímida y solitaria, fría, seductora. Muchas personas deben de conocer cosas que contradirían lo que yo digo.

Por la mañana Don y Judith partieron hacia México. Decidí que quería ver a alguien que no tuviese parentesco conmigo y que no esperase nada en especial de mí. Telefoneé a un antiguo amante mío pero respondió un contestador: "Al habla Tom Shepherd. Voy a estar fuera de la ciudad durante el mes de septiembre. Por favor, deje su mensaje, nombre y número de teléfono".

La voz de Tom sonaba tan agradable y familiar que abrí la boca para preguntarle el significado de ese disparate. Después colgué. Sentí como si me hubiera fallado deliberadamente, como si hubiéramos quedado en encontrarnos en un lugar público y luego no se hubiera presentado. Recordé que una vez lo había hecho.

Me puse un vaso de vermut, aunque aún no eran las doce, y telefoneé a mi padre.

—¡Vaya! —dijo—. Quince minutos más tarde y no me habrías encontrado.

—¿Ibas a ir al centro?

—Al centro de Toronto. 

Me explicó que se iba al hospital. Su médico de Dalgleish quería que los médicos de Toronto le echasen un vistazo, y le había entregado una carta para que la enseñara en la sala de urgencias.

—¿En la sala de urgencias? —dije.

—No es una urgencia. Parece ser que él cree que esta es la mejor forma de hacerlo. Conoce el nombre de alguien de allí. Si tuviese que darme hora, podría ser cuestión de semanas.

—¿Sabe tu médico que piensas conducir hasta Toronto? —le pregunté.

—Bueno, no me dijo que no pudiera.

El resultado de esto fue que alquilé un coche, fui hasta Dalgleish, volví con mi padre a Toronto y estaba con él en la sala de urgencias a las siete de la tarde.

Antes de que Judith se fuera le dije:

—¿Estás segura de que Nichola sabe que me quedo aquí?

—Bueno, yo se lo he dicho —me contestó.

A veces sonaba el teléfono, pero siempre era un amigo de Judith.

—Bueno, parece que me la voy a hacer —dijo mi padre. Aquello fue el cuarto día. Había cambiado completamente de postura en una sola noche—. Parece que no hay razón para no hacerlo.

No sabía qué quería que le dijera. Pensé que quizá esperaba de mí una protesta, un intento de disuadirle.

—¿Cuándo lo harán? —pregunté.

—Pasado mañana.

Le dije que iba al lavabo. Fui hasta donde estaban las enfermeras y encontré allí a una mujer que pensé que era la enfermera jefe. En todo caso, tenía el pelo cano, era amable y parecía seria.

—¿Va a ser operado mi padre pasado mañana? —le pregunté.

—Sí.

—Solo quería hablar de ello con alguien. Creí que se había acordado la decisión de que era mejor no hacerlo. Por su edad.

—Bueno, es su decisión y la del médico —me sonrió con condescendencia—. Es duro tomar estas decisiones. 

—¿Cómo están sus pruebas?

—Bueno, no las he visto todas.

Yo estaba segura de que sí. Al cabo de un momento dijo:

—Tenemos que ser realistas, pero los médicos son muy buenos aquí.

Cuando volví a la habitación mi padre dijo, con voz sorprendida:

—Mares sin playa.

—¿Cómo? —dije.

Me pregunté si se había enterado de cuánto, de qué poco tiempo podía esperar vivir. Me pregunté si las pastillas le habían dado una euforia precaria. O si había querido jugar. Una vez que me hablaba sobre su vida, me dijo: "El problema era que yo siempre tenía miedo a arriesgarme".

Yo acostumbraba a decirle a la gente que él nunca hablaba con pesar de su vida, pero eso no era cierto. Era solo que yo no lo escuchaba. Decía que debería haberse alistado en el ejército, que habría estado en mejor posición. Decía que debería haberse instalado por su cuenta, como carpintero, después de la guerra. Debería haberse ido de Dalgleish. Una vez dijo: "Una vida malgastada. ¿eh?". Pero se estaba burlando de sí mismo al decir aquello, porque era algo muy dramático. También cuando recitaba poesía tenía siempre una nota burlona en la voz, para disculpar la exhibición y el placer.

—Mares sin playa —dijo de nuevo—. Detrás de él las grises Azores, / detrás las puertas de Hércules; / delante de él sin traza de playas, / delante de él solo mares sin playa. Eso era lo que tenía en la cabeza anoche. Pero ¿crees que podía recordar qué clase de playas? No podía. ¿Playas solitarias? ¿Playas vacías? Estaba en el buen camino, pero no podía acordarme. Pero ahora, cuando has entrado en la habitación y no estaba pensando en ello, me vino la palabra a la cabeza. Siempre ocurre lo mismo, ¿verdad? No es tan sorprendente. Le hago una pregunta a mi mente. La respuesta está allí, pero yo no puedo ver todas las relaciones que está estableciendo mi mente para llegar a ella. Como un ordenador. Nada fuera de sitio. ¿Sabes?, en mi situación sucede que, si hay algo que no puedes explicar de inmediato, hay una gran tentación de, bueno, de hacer de ello un misterio. Hay una gran tentación de creer en..., ya sabes. 

—¿El alma? —dije con delicadeza, sintiendo un asombroso torrente de amor y entrega.

—Oh, supongo que se le puede llamar así. ¿Sabes?, cuando llegué a esta habitación había un montón de periódicos al lado de  la cama. Alguien los había dejado allí, eran esa clase de publicaciones sensacionalistas que nunca he leído. Empecé a leerlos. Habría leído cualquier cosa fácil. Había una serie de experiencias personales de gente que había muerto, médicamente hablando, la mayoría de paro cardíaco, y que había vuelto a la vida. Era lo que ellos recordaban del tiempo en que estuvieron muertos. Sus experiencias.

—¿Agradables o no? —le dije.

—Agradables. Sí, sí. Flotaban hasta el techo y miraban hacia abajo y se veían y veían a los médicos trabajando en ellos, en sus cuerpos. Luego flotaban un poco más y reconocían a algunas personas que conocían y que habían muerto antes que ellos. No es que los vieran exactamente, sino que era algo así como si los percibiesen. A veces había un canturreo y a veces una especie de..., ¿cómo se llama esa luz o ese color que hay alrededor de una persona?

—¿Aura?

—Sí. Pero sin la persona. Eso es casi todo a lo que les daba tiempo; luego se encontraban de nuevo en el cuerpo sintiendo todo el dolor mortal y todo eso, devueltos a la vida.

—¿Parecía... convincente?

—Oh, no sé. Todo se basa en si quieres creer en esa clase de cosas o no. Y si vas a creértelas, a tomártelas en serio, me imagino que tienes que tomarte en serio todo lo demás que publican esos periódicos.

—¿Qué más publican?

—Basura: curas de cáncer, de calvicie, cólicos en la generación joven y en los holgazanes ricos. Disparates de las estrellas de cine.

—Ah, sí, ya.

—En mi situación hay que vigilar —dijo—, o empezarías a gastarte jugarretas a ti mismo. —Luego dijo—: Hay unos cuantos pormenores prácticos que deberíamos poner en orden —y me habló de su testamento, de la casa, del solar del cementerio. Todo era sencillo.


—¿Quieres que telefonee a Peggy? —le pregunté. Peggy es mi hermana. Está casada con un astrónomo y vive en Victoria.

Se lo pensó.

—Supongo que deberíamos decírselo —dijo finalmente—. Pero no los alarmes.

—De acuerdo.

—No, espera un momento. Sam va a ir a una conferencia a finales de esta semana, y Peggy estaba pensando en acompañarle. No quiero que se planteen cambiar sus planes.

—¿Dónde es la conferencia?

—En Amsterdam —dijo con orgullo.

Se enorgullecía realmente de Sam, y estaba al corriente de sus libros y artículos. Cogía uno y decía: "Míratelo, ¿quieres? ¡Y yo que no entiendo ni una palabra!", con una voz maravillada que conseguía no obstante mostrar una sombra de ridículo.

—El profesor Sam —decía—. Y los tres pequeños Sams.

Así es como llamaba a sus nietos, que se parecían a su padre en inteligencia y en un casi atractivo empuje, un inocente y enérgico alardeo. Iban a una escuela privada que apoyaba la disciplina anticuada y comenzaba el cálculo en el quinto grado.

—Y los perros —podía seguir enumerando—, que han ido a una escuela de adiestramiento. Y Peggy...

Pero si yo decía:

—¿Crees que ella también ha ido a una escuela de adiestramiento? —él no seguía con el juego.

Yo imagino que cuando estuviera con Sam y Peggy hablaría de mí del mismo modo: aludiría a mi arbitrariedad del mismo modo que aludía a su gravedad, haría bromas suaves a mi costa, no ocultaría del todo su sorpresa (o haría ver que no la ocultaba) por que la gente pagase dinero por cosas que yo había escrito. Tenía que hacer esto para que no pareciese nunca que alardeaba, pero paraba cuando las bromas se hacían demasiado pesadas. Y, desde luego, después encontré en la casa cosas mías que había guardado: unas cuantas revistas, recortes de periódicos, cosas por las que yo nunca me había preocupado.

En aquel momento sus pensamientos iban de la familia de Peggy a la mía.

—¿Has sabido algo de Judith? —preguntó.

—Aún no.

—Bueno, aún es pronto. ¿Iban a dormir en la furgoneta?

—Sí.

—Supongo que será lo suficientemente segura, si paran en los lugares adecuados.

Sabía que tenía que decir algo más y sabía que surgiría como una broma.

—Supongo que pondrán una tabla en medio, como los pioneros.

Yo sonreí, pero no respondí.

—Entiendo que no tienes nada que objetar.

—No —le dije.

—Bien, yo siempre lo vi así. No te metas en los asuntos de tus hijos. Yo intenté no decir nada. Nunca dije nada cuando dejaste a Richard.

—¿Qué quieres decir con "no decir nada"? ¿Criticar?

—No era asunto mío.

—No.

—Pero eso no quiere decir que me gustase.

Me sorprendió, no solo por lo que decía, sino porque considerase que no tenía ningún derecho, ni siquiera ahora, a decirlo. Tuve que mirar por la ventana, al tráfico de abajo, para controlarme.

Hace mucho tiempo, me dijo de ese modo afable suyo:

—Es curioso. La primera vez que vi a Richard me recordó lo que mi padre acostumbraba a decirme. Decía: "Si aquel tipo fuese la mitad de inteligente de lo que cree que es, sería el doble de inteligente de lo que es en realidad".

Me volví para recordarle aquello, pero me encontré mirando la línea que iba describiendo su corazón. No era que pareciese que algo funcionaba mal, que hubiera alguna diferencia en los zumbidos y en los puntos. Pero allí estaba.

Él vio dónde miraba.

—Ventaja desleal —dijo.

—Lo es —le respondí—. A mí también van a tener que conectarme.

Reímos, nos dimos un beso formal y me fui. Al menos no me había preguntado por Nichola, pensé.

La tarde siguiente no fui al hospital, porque a mi padre tenían que hacerle más pruebas, para prepararlo  para la operación. Tenía que ir por la noche. Me encontré paseando por las tiendas de ropa de Bloor Street, probándome vestidos. Me había entrado una preocupación por la moda y por mi propio aspecto parecida a un rabioso dolor de cabeza. Miré a las mujeres por la calle, la ropa en las tiendas, intentando descubrir cómo podría llevar a cabo una transformación, qué tendría que comprar. Reconocía que era una obsesión, pero tenía problemas para desprenderme de ella. Había gente que me había dicho que esperando noticias de vida o muerte se había quedado delante de una nevera abierta comiendo cualquier cosa que viera: patatas hervidas frías, salsa de chile, cuencos de nata. O había sido incapaz de dejar de hacer crucigramas. La atención se limita a algo —alguna distracción—, se agarra a ella, se vuelve frenéticamente seria. Revolví prendas de los percheros, me las probé en pequeños probadores en los que hacía calor, delante de crueles espejos. Sudaba; una o dos veces creí que iba a desmayarme. De nuevo en la calle, pensé que debía alejarme de Bloor Street, y decidí ir al museo.

Puente Lions Gate, Vancouver. (vivancouver.wordpress.com)

Recordaba otra vez, en Vancouver. Fue cuando Nichola iba al jardín de infancia y Judith era un bebé. Nichola había ido al médico por un resfriado, o quizá por un examen de rutina, y el análisis de sangre mostraba algo en sus glóbulos blancos, o que había demasiados o que se habían hecho grandes. El médico pidió más análisis y yo llevé a Nichola al hospital para que se los hicieran. Nadie mencionó la leucemia, pero yo sabía, desde luego, lo que estaban buscando. Y cuando llevé a Nichola a casa le pedí a la canguro que había estado con Judith que se quedase por la tarde, y me fui de compras. Me compré el vestido más atrevido que haya tenido nunca, una especie de funda de seda negra con algún adorno de encaje en el delantero. Recuerdo aquella radiante tarde de primavera, los zapatos altos en los grandes almacenes, la ropa interior de leopardo.

También recordaba la vuelta a casa desde el hospital de St. Paul por el puente de Lions Gate con el autobús atestado, llevando a Nichola sobre mis rodillas. De repente ella recordó el nombre que le daba de pequeñita al puente y me dijo en voz baja: "Pente, po el pente". No evité tocar a mi hija —Nichola era esbelta y grácil incluso entonces, con un culito precioso y un cabello oscuro y fino—, pero me di cuenta de que la estaba tocando de una forma distinta, aunque yo no creía que ello pudiera ser nunca detectado. Había un cuidado —no exactamente un retraimiento sino un cuidado— para no sentir demasiado. Vi que las formas del amor se pueden mantener con una persona condenada, pero con el amor en realidad medido y disciplinado, porque hay que sobrevivir. Se podía hacer de forma tan discreta que el objeto de dicho cuidado no sospecharía, del mismo modo que tampoco sospecharía la misma sentencia de muerte. Nichola no sabía, no lo sabría. Le llegarían juguetes, besos y bromas; nunca lo sabría, aunque a mí me preocupaba que sintiera el viento por entre las grietas de las vacaciones inventadas, de los días normales inventados. Pero todo estaba bien. Nichola no tenía leucemia. Creció, aún seguía viva, y probablemente feliz. Incomunicada.

No podía pensar en qué quería ver realmente del museo; de modo que fui hasta el planetario. Nunca había estado en uno. La sesión iba a empezar dentro de diez minutos. Entré, compré una entrada y me puse a la cola. Había una clase entera de colegiales, quizá dos, con profesores y madres voluntarias llevando al grupo. Miré alrededor para ver si había otros adultos sueltos. Solo uno, un hombre con la cara roja y los ojos hinchados, que parecía estar allí para evitar ir a un bar.

Una vez dentro, nos sentamos en asientos maravillosamente cómodos que estaban reclinados hacia atrás de modo que estabas en una especie de hamaca, con la atención dirigida a la parte cóncava del techo, que pronto se convirtió en azul oscuro, con un ligero reborde de luz alrededor. Había  una música espléndida e impresionante. Los adultos iban haciendo callar a los niños, intentando que dejasen de crujir sus bolsas de patatas fritas. Entonces la voz de un hombre que salía de las paredes, una voz profesional y elocuente, comenzó a hablar, despacio. La voz me recordaba un poco a la forma en que los locutores de radio anunciaban una pieza de música clásica o describían el avance de la familia real hasta la abadía de Westminster en uno de sus eventos reales. Había un ligero efecto de cámara de resonancia.

El oscuro techo se estaba llenando de estrellas. No salían todas a la vez, sino una detrás de otra, de la forma en que las estrellas salen realmente por la noche, aunque más rápidamente. Apareció la Vía Láctea, se acercó, las estrellas flotaban en el brillo y seguían, desapareciendo más allá de los límites de la pantalla estelar, o detrás de mi cabeza. Mientras el torrente de luz continuaba, la voz presentaba los sorprendentes hechos. "Hace unos cuantos años luz —anunciaba—, el sol aparece como una estrella brillante, y los planetas no son visibles. Hace unas cuantas docenas de años luz, es solo aproximadamente la milésima parte de la distancia desde el sol hasta el centro de nuestra galaxia, una galaxia que contiene unos doscientos mil millones de soles. Y es, a su vez, una entre millones, quizá miles de millones, de galaxias". Repeticiones innumerables, variaciones innumerables. Todo esto pasaba también por mi cabeza, como fogonazos.

Sistema solar. (meteorologíaenred.com)

Luego se abandonaba el realismo, en aras del artificio familiar. Un modelo del sistema solar iba dando vueltas con su elegante estilo. Un aparato brillante despegaba de la tierra, dirigiéndose hacia Júpiter. Puse mi esquiva y evasiva mente a tomar firmemente nota de los hechos. La masa de Júpiter, dos veces y media la de los demás planetas juntos. La gran mancha roja. Las trece lunas. Más allá de Júpiter, una mirada a la excéntrica órbita de Plutón, los helados anillos de Saturno. De nuevo en la Tierra y pasando al brillante y caliente Venus. La presión atmosférica, noventa veces la nuestra. Mercurio, sin luna, que da tres vueltas de rotación mientras gira dos veces alrededor del sol; un arreglo extraño, no tan satisfactorio como el que nos contaban: que daba una vuelta de rotación mientras giraba alrededor del sol. Sin oscuridad perpetua, después de todo. ¿Por qué nos dieron una información tan segura para anunciarnos después que estaba equivocada? Finalmente, la imagen ya familiar de las revistas: el suelo rojo de Marte, el fluorescente suelo rojo.

Cuando terminó la sesión me quedé en la silla mientras los niños trepaban por encima de mí sin comentar nada de lo que acababan de ver o de oír. Estaban importunando a sus cuidadores para que les dieran chucherías y más diversión. Éstos habían hecho un esfuerzo por captar su atención, para apartarla de las palomitas y de las patatas fritas y fijarla en distintas cosas conocidas y desconocidas y en inmensidades horribles, y parecían haber fracasado. Algo bueno, también, pensé. Los niños tienen una inmunidad natural, la mayoría de ellos, y no deberá ser alterada. En cuanto a los adultos que lo lamentaran, quienes habían promovido aquel espectáculo, ¿no eran ellos mismos inmunes hasta el punto de que podían añadir los efectos de la cámara de resonancia, la música, la solemnidad eclesiástica, simulando el temor que los niños debían sentir? Temor... ¿qué se suponía que era? ¿Escalofríos al mirar por la ventana? Una vez que se sabía lo que era, no se podía provocar.

Llegaron dos hombres con escobas para barrer los desperdicios que la audiencia había dejado a su paso. Me dijeron que la siguiente sesión empezaría al cabo de cuarenta minutos. Mientras tanto, tenía que salir.

—Fui a la sesión del planetario —le dije a mi padre—. Fue muy interesante... Sobre el sistema solar. —Pensé en la palabra tan tonta que había utilizado: "interesante"—. Es como un templo ligeramente falsificado —añadí.

Él ya estaba hablando:

—Recuerdo cuando descubrieron Plutón. Exactamente donde esperaban encontrarlo. Mercurio, Venus, Tierra, Marte —recitaba—. Júpiter, Saturno, Nept... no, Urano, Neptuno yPlutón. ¿Es así?

—Sí —dije. Me alegraba de que no hubiese oído lo que había dicho del templo falsificado. Lo había dicho para ser sincera, pero sonaba a tramposo y a superior—. Dime las lunas de Júpiter.

—Bueno, no conozco las nuevas. Hay un montón de nuevas, ¿verdad?

—Dos, pero no son nuevas.

—Nuevas para nosotros —dijo mi padre—. Te has vuelto muy descarada ahora que me van a rajar.

—"Rajar". Qué expresión.

Aquella noche no estaba en la cama, su última noche. Le habían desconectado de sus aparatos y estaba

sentado en una silla junto a una ventana. Tenía las piernas desnudas y llevaba una bata del hospital, pero no se le veía cohibido ni fuera de lugar. Se le veía pensativo pero de buen humor, un anfitrión afable. 

—Ni siquiera has dicho las antiguas —le dije.

—Dame tiempo. Galileo les puso el nombre. Io.

—Ya has empezado.

—Las lunas de Júpiter fueron los primeros cuerpos celestes descubiertos con el telescopio —dijo con gravedad, como si pudiera ver la frase en un libro antiguo—. No fue Galileo quien les dio los nombres, tampoco. Fue un alemán. Io, Europa, Ganímedes, Calisto. Ahí las tienes.

—Sí.

—Io y Europa eran novias de Júpiter, ¿verdad? Ganímedes era un chico. ¿Un pastor? No sé quién era Calisto.

—Creo que también era una novia —le dije—. La mujer de Júpiter —la mujer de Jove— la convirtió en un oso y la colocó en el cielo. La Osa Mayor y la Osa Menor. La Osa Menor era su niña.

El altavoz dijo que era la hora de que las visitas se marcharan.

—Te veré cuando salgas de la anestesia —le dije.

—Sí.

Cuando llegué a la puerta me llamó.

—Ganímedes no era ningún pastor. Era el copero de Júpiter.

Cuando me marché del planetario aquella tarde, atravesé el museo hacia el jardín chino. Vi de nuevo los camellos de piedra, los guerreros, la tumba. Me senté en un banco que daba Bloor Street. A través de los matorrales siempre verdes y la alta verja de hierro observé a la gente pasar a la luz de la caída de la tarde. El espectáculo del planetario había logrado lo que yo quería, después de todo; me había tranquilizado, me había secado. Vi a una chica que me recordó a Nichola. Llevaba un impermeable y una bolsa de comestibles. Era más baja que Nichola, realmente no se parecía mucho a ella, pero pensé que podría ver a Nichola. Estaría por alguna calle quizá no lejos de allí, agobiada, preocupada, sola. Ella era ahora una de las personas adultas del mundo, uno de los compradores volviendo a casa.

Si realmente la veía, podría quedarme sentada y mirar, pensé. Me sentía como una de aquellas personas que habían flotado en el cielo, disfrutando de una breve muerte. Un alivio, mientras dura. Mi padre había escogido y Nichola había escogido. Algún día, probablemente pronto, sabría de ella, pero equivalía a lo mismo.

Pensé en levantarme y acercarme hasta la tumba, para ver las tallas en relieve, los cuadros en piedra, que están a su alrededor. Siempre pensaba en verlos y nunca lo hacía. Tampoco lo haría esta vez. Hacía frío fuera, de modo que entré, a tomar un café y a comer algo antes de volver al hospital.

(Alice Munro, Las lunas de Júpiter, Debolsillo, 2010. Traducción de Esperanza Pérez Moreno)

La escritora Alice Munro. (canarias7.es)


"Alice Munro escribe sobre gente normal sin cargar las tintas y consiguiendo unos niveles de emoción y profundidad con poco parangón en la literatura actual", ha escrito Javier Marías sobre esta autora canadiense, Premio Nobel de Literatura en 2013.

Las lunas de Júpiter es un libro formado por once relatos conmovedores y sorprendentes que, como explica su editor, "indagan en la vida de mujeres atrapadas en la rutina, invisibles, abnegadas y aparentemente conformadas con ser un mero satélite del marido o el padre enfermo al que cuidan, pero esperando, siempre, encontrar un instante de pasión, por breve que sea, que devuelva un poco de brillo a su existencia. Munro nos ofrece un catálogo de mujeres al borde del abismo: frías, infieles, insensatas o desesperadas, pero todas tocadas por un pálido rayo de esperanza".

Actualización :

Alice Munro falleció el 14 de mayo de 2024 a los 92 años. 


domingo, 13 de junio de 2021

"El trabajo sucio" y otro poema de Roger Wolfe


Foto: Leonard Freed



      EL TRABAJO SUCIO

                                                  Yo haré
                                                  el trabajo
                                                  sucio.

Karmelo C. Iribarren


He vuelto a la poesía.
A la que siempre
me ha gustado:
la poesía elegíaca, narrativa,
de reflexión profunda
y medidas dosis de ensimismamiento.
Leo a Parcerisas, a Joan Margarit.
Releo a Juan Luis Panero,
a Cesare Pavese y a Cernuda.
Descubro los poemas amorosos
de Abelardo Linares. Me deslumbro.
Son una maravilla.
Buena parte de mi propia 
poesía no es así, lo sé.
Pero uno no siempre escribe
lo que le gusta leer.
Uno no escribe necesariamente
lo que quiere, sino lo que debe escribir.
Uno mira alrededor y se da cuenta
de que hay montañas de ropa sin lavar.
El trabajo sucio.
Alguien -como dice
mi amigo Iribarren- lo tiene que hacer.

De Afuera canta un mirlo, Huacanamo, 
Barcelona, 2009


LA CITA

Lo único seguro
de esta vida
—y su único problema
verdadero—
es, como ya sabemos
o deberíamos saber,
el asunto de la muerte.

(Camus decía
que el suicidio;
una variante
existencialista.)

Es como un susto que sabemos
que nos van a dar,
pero no sabemos cuándo,
ni dónde,
ni cómo,
ni con qué.

 O —por usar un ejemplo
más concreto
y quizá menos cruel
es como tener cita
en la consulta del dentista
y estar sentado
en la sala de espera
leyendo unas revistas.

Y esa espera, 
esas revistas,
son la vida.

La única solución,
entonces,
es hacernos a la idea
de que quizá vayamos
a pasarlo
bastante mal,
pero que luego
el dolor se habrá acabado;
posiblemente
para siempre.

¡Ah! Y no olvidarnos
de dejar ordenadas
las revistas
para el próximo
que venga.

De Cinco años de cama, Las Tres Sorores,
Prames, Zaragoza, 1998



Roger Wolfe
 (Westerham, 1962) es  un poeta, narrador y ensayista  de origen inglés. En
Roger Wolfe [Ine.es]
1967 se trasladó con su familia a Alicante, donde inició sus estudios. En 1980 regresó a Inglaterra para estudiar lengua y literatura inglesa y francesa en el West Kent College. De vuelta a España, donde reside, en 1986 publicó  Diecisiete poemas, un libro cernudiano y simbolista cuyo título es un  homenaje a Dylan Thomas. Pero será su segundo poemario, Días perdidos en los transportes públicos (1992), el que despierte el interés de la crítica y de los lectores por su incorporación del lenguaje y los temas propios de la poesía en lengua inglesa, especialmente de la norteamericana. Con esta obra se convierte en el impulsor del nuevo realismo poético español, que ciertos críticos denominan 'realismo sucio'. Heredero de Baudelaire, T. S. Eliot, Blaise Cendrars, Bukowski o Céline, así como de grandes maestros de la literatura hispanoamericana, de sus poemas  ha escrito con acierto José Luis García Martín ("Roger Wolfe, mirlo y vómito", en www.crisisdepapel.blogspot.com) que son:

Poemas breves, secos, directos al corazón, que hablan del sinsentido de vivir o de esos instantes en que parece atisbarse la eternidad.
Noches de blanco papel (2008) reúne su poesía compuesta entre 1986 y 2001. Después ha publicado Afuera canta un mirlo (2009) y  Gran esperanza un tiempo (2013), además de las antologías Días sin pan (2007),  Algo más épico sin duda (2017) y La poesía es un revólver apuntando al corazón (2019).

Otro poema del autor en este blog: 

domingo, 6 de junio de 2021

Tres poemas de Enrique Badosa


Foto: Eugenio Cortecero


ES HORA YA DE HABLAR. EN ESTA PUERTA...

Es hora ya de hablar. En esta puerta
el día terminó. Ven y reposa
junto a la luz de nuestras noches blancas,
la luz de estar a solas.
Ya todo es del amor, y velaremos
en las palabras tenues,
pues de nuevo sucede que la noche
deja de ser oscura en nuestras horas.
Agua fresca en tu voz, yo que la bebo,
tú cercana, tan cierta,
dormir y despertarnos poco a poco
en palabras de amor madrugadoras.
La luz de cuanto hablamos, fue dejando
un horizonte azul en la pared...
¡El día una vez más, y ven conmigo
a dar un nombre nuevo a cada cosa!

De Historias de Venecia, 1971

SALAMINA

Por esto ha sido escrito el Partenón
con la más bella tinta de la tierra.
Por esto se ha labrado el pensamiento
en la piedra más sabia y perdurable.
Por esto estás hablando en lengua libre.

De Mapa de Grecia, 1971

POSTAL DE CRETA A CARLOS CLEMENTSON

En el suntuoso mes de la ginesta
y del ardiente azul del mar, del viento,
que pájaros afinan los colores de los jacarandás en gentileza,
de las adelfas, gozo del laurel,
de esta solemnidad de buganvillas,
también de la sonrisa del jazmín,
de la vida que se ama y que nos ama.
Pero siempre el ciprés admonitorio.

De Segunda silva (2002-2010)

Enrique Badosa. (EcuRed)
Enrique Badosa fue un escritor, periodista y editor español.  Reacio a los encasillamientos, fue un poeta a contracorriente que pertenecía por edad a la Generación de los 50, a la que sin embargo nunca se adscribió, como tampoco formó parte del grupo de poetas de la Escuela de Barcelona, del que lo separaba, según Sergio Vila-Sanjuán,  "su catolicismo y su sentido de la vida más conservador".

Nacido en Barcelona en 1927, estudió Filosofía y Letras en la Universidad Central de Barcelona. Trabajó como periodista cultural en la redacción de El Noticiero Universal desde 1952 hasta la desaparición  del diario en 1985, y colaboró en otras publicaciones como Laye, Destino, El Ciervo, Papeles de Son Armadans, Cuadernos Hispano-Americanos o ABC. Compaginó el periodismo con su labor en la editorial Plaza y Janés, donde desde 1964 hasta 1992 dirigió el  Área de Literatura Española e impulsó, entre otras,  dos importantes colecciones de poesía: Selecciones de Poesía Española y Selecciones de Poesía Universal. Tradujo al castellano una antología de la lírica medieval catalana y a contemporáneos como J. V. Foix y Salvador Espriu, labor reconocida en 2006 por la Creu de Sant Jordi de la Generalitat. Vertió, asimismo, al castellano los Epodos y Odas de Horacio. A los 94 años, falleció en Barcelona el 31 de mayo de 2021, apenas tres meses después de la muerte de su gran amigo Joan Margarit.

Es autor de una obra poética al margen de corrientes estéticas, como confesó en su ensayo De una posible poética: "Nunca he seguido ni modas estéticas ni políticas, escuelas o consignas, a menudo excluyentes e incluso censorias". Su poesía, concebida  como un medio de conocimiento de la realidad, incluso de la verdad, comprende tres registros: el lírico (en Baladas para la paz, Historias en Venecia y Marco Aurelio, 14), el cívico de cariz satírico-epigramático (Dad este escrito a las llamas; Epigramas confidenciales, Premio Francisco de Quevedo, Ciudad de Barcelona y Fastenrath; y Epigramas de la Gaya Ciencia) y el de la poesía de viajes, representado por Mapa de Grecia, Cuadernos de Barlovento y Relación verdadera de un viaje americano. De ahí que su obra poética completa hasta 2010 lleve el título de Trivium, título que reúne los dieciséis poemarios compuestos entre 1956 y 2010, más un conjunto de treinta composiciones agrupadas bajo el epígrafe Segunda silva, obra en marcha no reunida en volumen independiente. 

Composiciones suyas han sido traducidas a idiomas como el italiano, el inglés, el francés, el rumano y el macedonio. Su libro Mapa de Grecia ha sido publicado en edición bilingüe español-griego, y el poema "Salamina", traducido al griego, figura inscrito en una placa colocada en un peán bélico en honor a Apolo, encima de un texto de Esquilo, en la isla griega donde tuvo lugar la batalla de Salamina. Aquella batalla contra el Imperio Persa fue tan decisiva, en opinión de Badosa, que de no haber vencido los griegos "no estaríamos aquí y no podríamos considerarnos, como Borges, griegos en el exilio". Entre sus ensayos, destaca Primero hablemos de Júpiter (La poesía como medio de conocimiento), 1958. Sine tradere (2016) constituye un auténtico manual sobre cómo hacer traducciones poéticas sin traicionar al autor y una selección de todos los poemas que han marcado su vida de escritor.