domingo, 27 de agosto de 2023

"La vida es un vestido que no quieres ponerte", de Manuel López Azorín




La vida es un vestido que no quieres ponerte

Customiza la vida
(ese vestido que, dices, no te pones
porque ya no te gusta),
no la dejes perdida en el armario,
disfrútala de nuevo.

El desgarrón que te hizo arrinconarla,
aquel que tanta herida te produjo,
podrías arreglarlo con puntillas de olvido
(no merece la pena recordar
cuando el dolor ataca los sentidos).
Súbele el dobladillo si es muy largo
para mostrarte tú, como tú quieras.
Si el cuello no te agrada
porque entonces tapaba tu alegría
oprimiéndote sueños y tu voz...,
sugiero que lo dejes
con escote apropiado a tus deseos
para que ya no sientas presiones, ataduras...

Customiza la vida
y ponte la esperanza de sombrero,
que no hay mejor manera de lucir
la hermosura que llevas escondida,
que personalizarla.

(De Baluartes y violines, Lastura, 2023)

                El poeta Manuel López Azorín. /Ayto. de Sanse


Manuel López Azorín (Moratalla, Murcia, 1946) en 1954 se traslada a Madrid. En 1978 se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, pero como ha explicado el autor "más tarde me torcí para la Poesía y abandoné". Desde 1982 reside en la localidad madrileña de San Sebastián de los Reyes. Allí  fundó el Colectivo Helicón de Poesía y Relato, donde creó los cuadernos 'La música de la palabra'; dirigió y presentó Tertulias de Autor a través de Canal Norte TV (1992-2000); puso en marcha y dirigió el Centro de Estudios de la Poesía (CEP) de la Universidad Popular "José Hierro" de esta localidad (1996-2000); creó y dirigió la revista 'Poesía en la diana'; ha escrito los guiones  de cortometrajes sobre Claudio Rodríguez, José Hierro, Rafael Morales y Rafael Montesinos. Colabora en revistas de ámbito nacional e internacional. Está incluido en varias antologías y ha sido traducido al inglés y al árabe. 

Su obra poética publicada incluye los siguientes títulos: Marasmo (1986), Vértigo (Premio Zenobia 1993), Amar es mi ejercicio (accésit del Premio Joaquín Benito de Lucas 1997), Versos para después de una película (1998), Un sueño hecho realidad, romance de la fundación de San Sebastián de los Reyes (1999), Libro del desconcierto (Premio Rafael Morales 2000), Azul de los afectos (2001), Crónica de Babel (Premio Almedina 2002), De la vida y otros ríos (2003), La ceniza y la espuma (2008), Sólo la luz alumbra (Poesía 1986-2010) (2011), Romancero flamenco (2012), La voz que me protege (2019), Baluartes y violines (2023).

jueves, 24 de agosto de 2023

"Las cosas que perdimos en el fuego", un cuento de Mariana Enriquez



LAS COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO


     La primera fue la chica del subte. Había quien lo discutía o, al menos, discutía su alcance, su poder, su capacidad para desatar las hogueras por sí sola. Eso era cierto: la chica del subte sólo predicaba en las seis líneas de tren subterráneo de la ciudad y nadie la acompañaba. Pero resultaba inolvidable. Tenía la cara y los brazos totalmente desfigurados por una quemadura extensa, completa y profunda; ella explicaba cuánto tiempo le había costado recuperarse, los meses de infecciones, hospital y dolor, con su boca sin labios y una nariz pésimamente reconstruida; le quedaba un solo ojo, el otro era un hueco de piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una máscara marrón recorrida por telarañas. En la nuca conservaba un mechón de pelo largo, lo que acrecentaba el efecto máscara: era la única parte de la cabeza que el fuego no había alcanzado. Tampoco había alcanzado las manos, que eran morenas y siempre estaban un poco sucias de manipular el dinero que mendigaba.
     Su método era audaz: subía al vagón y saludaba a los pasajeros con un beso si no eran muchos, si la mayoría viajaba sentada. Algunos apartaban la cara con disgusto, hasta con un grito ahogado; algunos aceptaban el beso sintiéndose bien consigo mismos; algunos apenas dejaban que el asco les erizara la piel de los brazos, y si ella lo notaba, en verano, cuando podía verles la piel al aire, acariciaba con los dedos mugrientos los pelitos asustados y sonreía con su boca que era un tajo. Incluso había quienes se bajaban del vagón cuando la veían subir: los que ya conocían el método y no querían el beso de esa cara horrible. 
     La chica del subte, además, se vestía con jeans ajustados, blusas transparentes, incluso sandalias con tacos cuando hacía calor. Llevaba pulseras y cadenitas colgando del cuello. Que su cuerpo fuera sensual resultaba inexplicablemente ofensivo.
     Cuando pedía dinero lo dejaba muy en claro: no estaba juntando para cirugías plásticas, no tenía sentido, nunca volvería a su cara normal, lo sabía. Pedía para sus gastos, para el alquiler, la comida —nadie le daba trabajo con la cara así, ni siquiera un puesto donde no hiciera falta verla—. Y siempre, cuando terminaba de contar sus días de hospital, nombraba al hombre que la había quemado: Juan Martín Pozzi, su marido. Llevaba tres años casada con él. No tenían hijos. Él creía que ella lo engañaba y tenía razón: estaba por abandonarlo. Para evitar eso, él la arruinó, que no fuera de nadie más, entonces. Mientras dormía, le echó alcohol en la cara y le acercó el encendedor. Cuando ella no podía hablar, cuando estaba en el hospital y todos esperaban que muriera, Pozzi dijo que se había quemado sola, se había derramado el alcohol en medio de una pelea y había querido fumar un cigarrillo todavía mojada. 
     —Y le creyeron —sonreía la chica del subte con su boca sin labios, su boca de reptil—. Hasta mi papá le creyó.
      Ni bien pudo hablar, en el hospital, contó la verdad. Ahora él estaba preso.
      Cuando se iba del vagón, la gente no hablaba de la chica quemada, pero el silencio en que quedaba el tren, roto por las sacudidas sobre los rieles, decía qué asco, qué miedo, no voy a olvidarme más de ella, cómo se puede vivir así.
     A lo mejor no había sido la chica del subte la desencadenante de todo, pero ella había introducido la idea en su familia, creía Silvina. Fue una tarde de domingo, volvían con su madre del cine —una excursión rara, casi nunca salían juntas—. La chica del subte dio sus besos y contó su historia en el vagón; cuando terminó, agradeció y se bajó en la estación siguiente. No le siguió a su partida el habitual silencio incómodo y avergonzado. Un chico, no podía tener más de veinte años, empezó a decir qué manipuladora, qué asquerosa, qué necesidad; también hacía chistes. Silvina recordaba que su madre, alta y con el pelo corto y gris, todo su aspecto de autoridad y potencia, había cruzado el pasillo del vagón hasta donde estaba el chico, casi sin tambalearse —aunque el vagón se sacudía como siempre—, y le había dado un puñetazo en la nariz, un golpe decidido y profesional, que le hizo sangrar y gritar y vieja hija de puta qué te pasa, pero su madre no respondió ni al chico que lloraba de dolor ni a los pasajeros que dudaban entre insultarla o ayudar. Silvina recordaba la mirada rápida, la orden silenciosa de sus ojos y cómo las dos habían salido corriendo no bien las puertas se abrieron y habían seguido corriendo por las escaleras a pesar de que Silvina estaba poco entrenada y se cansaba enseguida —correr le daba tos—, y su madre ya tenía más de sesenta años. Nadie las había seguido, pero eso no lo supieron hasta estar en la calle, en la esquina transitadísima de Corrientes y Pueyrredón; se metieron entre la gente para evitar y despistar a algún guarda, o incluso a la policía. Después de doscientos metros se dieron cuenta de que estaban a salvo. Silvina no podía olvidar la carcajada alegre, aliviada, de su madre; hacía años que no la veía tan feliz.

     Hicieron falta Lucila y la epidemia que desató, sin embargo, para que llegaran las hogueras. Lucila era una modelo y era muy hermosa, pero, sobre todo, era encantadora. En las entrevistas de la televisión parecía distraída e ingenua, pero tenía respuestas inteligentes y audaces y por eso también se hizo famosa. Medio famosa. Famosa del todo se hizo cuando anunció su noviazgo con Mario Ponte, el 7 de Unidos de Córdoba, un club de segunda división que había llegado heroicamente a primera y se había mantenido entre los mejores durante dos torneos gracias a un gran equipo, pero, sobre todo, gracias a Mario, que era un jugador extraordinario que había rechazado ofertas de clubes europeos de puro leal —aunque algunos especialistas decían que, a los treinta y dos y con el nivel de competencia de los campeonatos europeos, era mejor para Mario convertirse en una leyenda local que en un fracaso transatlántico—. Lucila parecía enamorada y, aunque la pareja tenía mucha cobertura en los medios, no se le prestaba demasiada atención; era perfecta y feliz, y sencillamente faltaba drama. Ella consiguió mejores contratos para publicidades y cerraba todos los desfiles; él se compró un auto carísimo.
     El drama llegó una madrugada cuando sacaron a Lucila en camilla del departamento que compartía con Mario Ponte: tenía el 70 % del cuerpo quemado y dijeron que no iba a sobrevivir. Sobrevivió una semana.
     Silvina recordaba apenas los informes en los noticieros, las charlas en la oficina; él la había quemado durante una pelea. Igual que a la chica del subte, le había vaciado una botella de alcohol sobre el cuerpo —ella estaba en la cama— y, después, había echado un fósforo encendido sobre el cuerpo desnudo. La dejó arder unos minutos y la cubrió con la colcha. Después llamó a la ambulancia. Dijo, como el marido de la chica del subte, que había sido ella.
     Por eso, cuando de verdad las mujeres empezaron a quemarse, nadie les creyó, pensaba Silvina mientras esperaba el colectivo —no usaba su propio auto cuando visitaba a su madre: la podían seguir—. Creían que estaban protegiendo a sus hombres, que todavía les tenían miedo, que estaban shockeadas y no podían decir la verdad; costó mucho concebir las hogueras.
     Ahora que había una hoguera por semana, todavía nadie sabía ni qué decir ni cómo detenerlas, salvo con lo de siempre: controles, policía, vigilancia. Eso no servía. Una vez le había dicho una amiga anoréxica a Silvina: no pueden obligarte a comer. Sí pueden, le había contestado Silvina, te pueden poner suero, una sonda. Sí, pero no pueden controlarte todo el tiempo. Cortás la sonda. Cortás el suero. Nadie puede vigilarte veinticuatro horas al día, la gente duerme. Era cierto. Esa compañera de colegio se había muerto, finalmente. Silvina se sentó con la mochila sobre las piernas. Se alegró de no tener que viajar parada. Siempre temía que alguien abriera la mochila y se diera cuenta de lo que cargaba.

     Hicieron falta muchas mujeres quemadas para que empezaran las hogueras. Es contagio, explicaban los expertos en violencia de género en diarios y revistas y radios y televisión y donde pudieran hablar; era tan complejo informar, decían, porque por un lado había que alertar sobre los feminicidios y por otro se provocaban esos efectos, parecidos a lo que ocurre con los suicidios entre adolescentes. Hombres quemaban a sus novias, esposas, amantes, por todo el país. Con alcohol la mayoría de las veces, como Ponte (por lo demás el héroe de muchos), pero también con ácido, y en un caso particularmente horrible la mujer había sido arrojada sobre neumáticos que ardían en medio de una ruta por alguna protesta de trabajadores. Pero Silvina y su madre recién se movilizaron —sin consultarlo entre ellas— cuando pasó lo de Lorena Pérez y su hija, las últimas asesinadas antes de la primera hoguera. El padre, antes de suicidarse, les había pegado fuego a madre e hija con el ya clásico método de la botella de alcohol. No las conocían, pero Silvina y su madre fueron al hospital para tratar de visitarlas o, por lo menos, protestar en la puerta; ahí se encontraron. Y ahí estaba también la chica del subte.
     Pero ya no estaba sola. La acompañaba un grupo de mujeres de distintas edades, ninguna de ellas quemada. Cuando llegaron las cámaras, la chica del subte y sus compañeras se acercaron a la luz. Ella contó su historia, las otras asentían y aplaudían. La chica del subte dijo algo impresionante, brutal:
     —Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría bueno, ¿no? Una belleza nueva.
     La mamá de Silvina se acercó a la chica del subte y a sus compañeras cuando se retiraron las cámaras. Había varias mujeres de más de sesenta años; a Silvina le sorprendió verlas dispuestas a pasar la noche en la calle, acampar en la vereda y pintar sus carteles que pedían BASTA BASTA DE QUEMARNOS. Ella también se quedó y, por la mañana, fue a la oficina sin dormir. Sus compañeros ni estaban enterados de la quema de la madre y la niña. Se están acostumbrando, pensó Silvina. Lo de la niñita les da un poco más de impresión, pero sólo eso, un poco. Estuvo toda la tarde mandándole mensajes a su madre, que no le contestó ninguno. Era bastante mala para los mensajes de texto, así que Silvina no se alarmó. Por la noche, la llamó a la casa y tampoco la encontró. ¿Seguiría a las puertas del hospital? Fue a buscarla, pero las mujeres habían abandonado el campamento. Quedaban apenas unos fibrones tirados y paquetes vacíos de galletitas, que el viento arremolinaba. Venía una tormenta y Silvina volvió lo más rápido que pudo hasta su casa porque había dejado las ventanas abiertas.
     La niña y su madre habían muerto durante la noche.


     Silvina participó de su primera hoguera en un campo sobre la ruta 3. Las medidas de seguridad todavía eran muy elementales; las de las autoridades y las de las Mujeres Ardientes. Todavía la incredulidad era alta; sí, lo de aquella mujer que se había incendiado dentro de su propio auto, en el desierto patagónico, había sido bien extraño: las primeras investigaciones indicaron que había rociado con nafta el vehículo, se había sentado dentro, frente al volante, y que ella misma había dado el chasquido al encendedor. Nadie más: no había rastros de otro auto —eso era imposible de ocultar en el desierto—, y nadie hubiera podido irse a pie. Un suicidio, decían, un suicidio muy extraño, la pobre mujer estaba sugestionada por todas esas quemas de mujeres, no entendemos por qué ocurren en Argentina, estas cosas son de países árabes, de la India.
     —Serán hijos de puta; Silvinita, sentate —le dijo María Helena, la amiga de su madre, que dirigía el hospital clandestino de quemadas ahí, lejos de la ciudad, en el casco de la vieja estancia de su familia, rodeada de vacas y soja—. Yo no sé por qué esta muchacha, en vez de contactar con nosotras, hizo lo que hizo, pero bueno: a lo mejor se quería morir. Era su derecho. Pero que estos hijos de puta digan que las quemas son de los árabes, de los indios...
     María Helena se secó las manos —estaba pelando duraznos para una torta— y miró a Silvina a los ojos.
   —Las quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a morir, vamos a mostrar nuestras cicatrices.
     La torta era para festejar a una de las Mujeres Ardientes, que había sobrevivido a su primer año de quemada. Algunas de las que iban a la hoguera preferían recuperarse en hospitales, pero muchas elegían centros clandestinos como el de María Helena. Había otros, Silvina no estaba segura de cuántos.
     —El problema es que no nos creen. Les decimos que nos quemamos porque queremos y no nos creen. Por supuesto, no podemos hacer que hablen las chicas que están internadas acá, podríamos ir presas.
     —Podemos filmar una ceremonia —dijo Silvina.
    —Ya lo pensamos, pero sería invadir la privacidad de las chicas.
     —De acuerdo, ¿pero si alguna quiere que la vean? Y podemos pedirle que vaya hacia la hoguera con, no sé, una máscara, un antifaz, si quiere taparse la cara.
     —¿Y si distinguen dónde queda el lugar?
     —Ay, María, la pampa es toda igual. Si la ceremonia se hace en el campo, ¿cómo van a saber dónde queda?
     Así, casi sin pensarlo, Silvina decidió hacerse cargo de la filmación cuando alguna chica quisiera que su Quema fuera difundida. María Helena contactó con ella menos de un mes después del ofrecimiento. Sería la única autorizada, en la ceremonia, a estar con un equipo electrónico. Silvina llegó en auto: entonces todavía era bastante seguro usarlo. La ruta 3 estaba casi vacía, apenas la cruzaban algunos camiones; podía escuchar música y tratar de no pensar. En su madre, jefa de otro hospital clandestino, ubicado en una casa enorme del sur de la ciudad de Buenos Aires; su madre, siempre arriesgada y atrevida, tanto más ella, que seguía trabajando en la oficina y no se animaba a unirse a las mujeres. En su padre, muerto cuando ella era chica, un hombre bueno y algo torpe ("Ni se te ocurra pensar que hago esto por culpa de tu padre", le había dicho su madre una vez, en el patio de la casa-hospital, durante un descanso, mientras inspeccionaba los antibióticos que Silvina le había traído, "tu padre era un hombre delicioso, jamás me hizo sufrir"). En su ex novio, a quien había abandonado al mismo tiempo que supo definitiva la radicalización de su madre, porque él las pondría en peligro, lo sabía, era inevitable. En si debía traicionarlas ella misma, desbaratar la locura desde adentro. ¿Desde cuándo era un derecho quemarse viva? ¿Por qué tenía que respetarlas?
     La ceremonia fue al atardecer. Silvina usó la función video de una cámara de fotos: los teléfonos estaban prohibidos y ella no tenía una cámara mejor, y tampoco quería comprar una por si la rastreaban. Filmó todo: las mujeres preparando la pira, con enormes ramas secas de los árboles del campo, el fuego alimentado con diarios y nafta hasta que alcanzó más de un metro de altura. Estaban campo adentro —una arboleda  y la casa ocultaban la ceremonia de la ruta—. El otro camino, a la derecha, quedaba demasiado lejos. No había vecinos ni peones. Ya no, a esa hora. Cuando cayó el sol, la mujer elegida caminó hacia el fuego. Lentamente. Silvina pensó que la chica iba a arrepentirse, porque lloraba. Había elegido una canción para su ceremonia, que las demás —unas diez, pocas— cantaban: "Ahí va tu cuerpo al fuego, ahí va. / Lo consume pronto, lo acaba sin tocarlo." Pero no se arrepintió. La mujer entró en el fuego como en una pileta de natación, se zambulló, dispuesta a sumergirse: no había duda de que lo hacía por su propia voluntad; una voluntad supersticiosa o incitada, pero propia. Ardió apenas veinte segundos. Cumplido ese plazo, dos mujeres protegidas por amianto la sacaron de entre las llamas y la llevaron corriendo al hospital clandestino. Silvina detuvo la filmación antes de que pudiera verse el edificio.
     Esa noche subió el video a internet. Al día siguiente, millones de personas lo habían visto.

     Silvina tomó el colectivo. Su madre ya no era la jefa del hospital clandestino del sur; había tenido que mudarse cuando los padres enfurecidos de una mujer —que gritaban "¡tiene hijos, tiene hijos!"— descubrieron qué se escondía detrás de esa casa de piedra, centenaria, que alguna vez había sido una residencia para ancianos. Su madre había logrado escapar del allanamiento —la vecina de la casa era una colaboradora de las Mujeres Ardientes, activa y, al mismo tiempo, distante, como Silvina— y la habían reubicado como enfermera en un hospital clandestino de Belgrano: después de un año entero de allanamientos, creían que la ciudad era más segura que los parajes alejados. También había caído el hospital de María Helena, aunque nunca descubrieron que la estancia había sido escenario de hogueras, porque, en el campo, no hay nada más común que quemar pastizales y hojas,  siempre iban a encontrar pasto y suelo quemado. Los jueces expedían órdenes de allanamiento con mucha facilidad, y, a pesar de las protestas, las mujeres sin familia o que sencillamente andaban solas por la calle caían bajo sospecha: la policía les hacía abrir el bolso, la mochila, el baúl del auto cuando ellos lo deseaban, en cualquier momento, en cualquier lugar. El acoso había sido peor: de una hoguera cada cinco meses —registrada: con mujeres que acudían a los hospitales normales— se pasó al estado actual, de una por semana.
     Y, tal como esa compañera de colegio le había dicho a Silvina, las mujeres se las arreglaban para escapar de la vigilancia más que bien. Los campos seguían siendo enormes y no se podían revisar con satélite constantemente; además todo el mundo tiene un precio; si podían ingresar al país toneladas de drogas, ¿cómo no iban a dejar pasar autos con más bidones de nafta de lo razonable? Eso era todo lo necesario, porque las ramas para las hogueras estaban ahí, en cada lugar. Y el deseo las mujeres lo llevaban consigo.
     No se va a detener, había dicho la chica del subte en un programa de entrevistas por televisión. Vean el lado bueno, decía, y se reía con su boca de reptil. Por lo menos ya no hay trata de mujeres, porque nadie quiere a un monstruo quemado y tampoco quieren a estas locas argentinas que un día van y se prenden fuego —y capaz que le pegan fuego al cliente también.

     Una noche, mientras esperaba la llamada de su madre, que le había encargado antibióticos —Silvina los conseguía haciendo ronda por los hospitales de la ciudad donde trabajaban colaboradoras de las Mujeres Ardientes—, tuvo ganas de hablar con su ex novio. Tenía la boca llena de whisky y la nariz de humo de cigarrillo y del olor a la gasa furacinada, la que se usa para las quemaduras, que no se iba nunca, como no se iba el de la carne humana quemada, muy difícil de describir, sobre todo porque, más que nada, olía a nafta, aunque detrás había algo más, inolvidable y extrañamente cálido. Pero Silvina se contuvo. Lo había visto en la calle, con otra chica. Eso, ahora, no significaba nada. Muchas mujeres trataban de no estar solas en público para no ser molestadas por la policía. Todo era distinto desde las hogueras. Hacía apenas semanas, las primeras mujeres sobrevivientes habían empezado a mostrase. A tomar colectivos. A comprar en el supermercado. A tomar taxis y subterráneos, a abrir cuentas de banco y disfrutar de un café en las veredas de los bares, con las horribles caras iluminadas por el sol de la tarde, con los dedos, a veces sin algunas falanges, sosteniendo la taza. ¿Les darían trabajo? ¿Cuándo llegaría el mundo ideal de hombres y monstruas?
     Silvina visitó a María Helena en la cárcel. Al principio, ella y su madre habían temido que las otras reclusas la atacaran, pero no, la trataban inusitadamente bien. "Es que yo hablo con las chicas. Les cuento que a nosotras  las mujeres siempre nos quemaron, ¡que nos quemaron durante cuatro siglos! No lo pueden creer, no sabían nada de los juicios a las brujas, ¿se dan cuenta? La educación en este país se fue a la mierda. Pero tienen interés, pobrecitas, quieren saber."
     —¿Qué quieren saber? —preguntó Silvina.
     —Y, quieren saber cuándo van a parar las hogueras.
     —¿Y cuándo van a parar?
     —Ay, qué sé yo, hija, ¡por mí que no paren nunca!
     La sala de visitas de la cárcel era un galpón con varias mesas y tres sillas alrededor de cada una: una para la presa, dos para las visitas. María Helena hablaba en voz baja: no confiaba en las guardias.
   —Algunas chicas dicen que van a parar cuando lleguen al número de la caza de brujas de la Inquisición.
     —Eso es mucho —dijo Silvina.
   —Depende —intervino su madre—. Hay historiadores que hablan de cientos de miles, otros de cuarenta mil.
     —Cuarenta mil es un montón —murmuró Silvina.
     —En cuatro siglos no es tanto —siguió su madre.
     —Había poca gente en Europa hace seis siglos, mamá.
     Silvina sentía que la furia le llenaba los ojos de lágrimas. María Helena abrió la boca y dijo algo más, pero Silvina no la escuchó y su madre siguió y las dos mujeres conversaron con la luz enferma de la sala de visitas de la cárcel, y Silvina solamente escuchó que ellas estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema, la infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego.

(Mariana Enriquez, Las cosas que perdimos en el fuego, Anagrama, 3ª edición, 2018)


La escritora y periodista Mariana Enriquez, en la redacción de elDiario.es,
en noviembre de 2022. Clara Rodríguez


Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) es una escritora, periodista y docente argentina. Pertenece el grupo de escritores conocido como "Nueva narrativa argentina". Especializada en el género de terror, sus cuentos  han aparecido en numerosas revistas internacionales como Electric Literature, Granta o The New Yorker.

Creció en la localidad de Valentín Alsina, situada en la Zona Sur del Gran Buenos Aires. Desde niña escuchó las historias y supersticiones que le contaba su abuela, que influyeron, sin duda en su característico estilo literario. Posteriormente, se mudó con su familia a la ciudad de La Plata, donde se acercó de forma más profunda a la literatura y al punk. Motivada por sus dos grandes pasiones, decidió estudiar periodismo y especializarse en música rock. Es licenciada en Periodismo y Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata.

Comenzó a escribir influenciada por la lectura de grandes clásicos del terror como Stephen King o H. P. Lovecraft. A los diecinueve años escribió su primera novela, Bajar es lo peor (1995), que, aunque no fue bien recibida por la crítica, se convirtió en un gran éxito de ventas y en libro de culto. En 2002, cuando la autora ya se había convertido en un referente de la literatura argentina,  se estrenó la película homónima basada en dicha obra. Tras el éxito de su primera novela, se centró en su carrera periodística. Trabajó en principio como freelance, para posteriormente fichar por el diario argentino Página/12, convirtiéndose, además,  en  subdirectora del suplemento cultural Radar.  

En 2004 publicó su segunda novela, Cómo desaparecer completamente, la historia de un adolescente, con una vida muy dura, que debe enfrentarse a los fantasmas del pasado encerrados en su memoria. Un año después aparecería su primer cuento, "El aljibe",  en la antología colectiva La joven guardia. En 2006 la antología Una terraza propia: Nuevas narradoras argentinas incluyó su relato "Ni cumpleaños ni bautismos". Ambos relatos se incluyeron más tarde en su primer libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama (2009), obra nominada al premio Los Ángeles Times Book Prizes en 2022. En 2016 publicó Las cosas que perdimos en el fuego, su segundo libro de cuentos, que fue traducido a más de diez idiomas y recibió en 2018 el Premio Ciutat de Barcelona para la categoría lengua castellana. En 2018 apareció Éste es el mar, una novela sobre monstruos, musas y leyendas del rock, y en 2019,  la novela Nuestra parte de la noche, Premio Herralde de novela de la Editorial Anagrama, y el cuento Ese verano a oscuras. Es autora también de varios libros de no ficción como Mitología celta (2003), Mitología egipcia (2007), La hermana menor: Un retrato de Silvina Ocampo (2014), El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones (2020), que reúne toda su obra periodística; el libro de viajes Alguien camina sobre tu tumba (2021), centrado en las visitas de la autora a varios cementerios del mundo, y El año de la rata (con ilustraciones de Dr. Alderete), 2022.

[Imagen inicial: elDiario.es]

domingo, 20 de agosto de 2023

"Plegaria sin juntar las manos" y otro poema de Ramón Andrés



Plegaria sin juntar las manos

Nadie adivina la amplitud del límite. 
Que a un caballo lo forman las llanuras
se olvida, que a una mano su lenguaje.

Habrán de sombrear las migraciones
la muerte de los padres, el camino
que en ti obligaron hasta ver su tiempo
mudable en tu mirada, como el ave
que al estallido emprende el horizonte
huyendo de la tierra que anduviste.

Haya recuerdo, pero no el hogar
de los antepasados. Haya norte
y sur para el que crea en la distancia.
Prosiga a pie lo que empezó en el sueño.

Siempre Génesis

No haber engendrado
también es dar.
Nadie pasa sin haber legado, nadie
carece de sonido. 
No hay yermo estéril si alguien lo mira.
Si se oye cantar al mirlo cuando el alba
es porque el primer mirlo cantó,
y fue recordado.
Si el castaño está entre nosotros
es porque hubo un primer polen
y fue recordado.
Si el tejado existe como conciencia
es porque un día hubo desnudez,
y fue recordado.
Si el bajar del río es su enseñanza
es porque alguien aprendió del cauce
y fue recordado.
Las cosas significan su memoria,
y lo que unos llaman brisa y otros alma,
otros aliento, arima, ãtman, psyché,
es el soplo, el aire que empuja al mirlo
a posarse en una teja y escuchar
como si tú llevaras la canción que le falta.

(En Poesía reunida y aforismos, Lumen, 2016)


Ramón Andrés (Pamplona, 1955) es  ensayista y poeta. Su familia se trasladó a Barcelona, donde Andrés vivió hasta 2017. Actualmente reside en una localidad del  valle de Baztán. En su juventud fue músico profesional, y entre 1974 y 1983 interpretó repertorio medieval y renacentista por Europa, formación que le ha permitido adentrarse en la Historia del pensamiento desde la perspectiva del lenguaje musical. Ha sido asesor, colaborador y director de numerosos proyectos editoriales, a menudo relacionados con la divulgación musical y literaria. Ha publicado en prestigiosas revistas y periódicos. En 2015 fue galardonado con el Premio Internacional Príncipe de Viana de la Cultura por su trayectoria intelectual y literaria. Es académico de la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de San Jordi desde 2018. 

Ha publicado, entre otros libros de ensayo, Tiempo y caída. Temas de la poesía barroca (1995); Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros (2005, Premio Ciudad de Barcelona 2006); El mundo del oído. El nacimiento de la música en la cultura (2008); No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (Siglos XVI y XVII) (2010); Diccionario de música, mitología, magia y religión (2012); El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza (2013); Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente (2015, Premio Estado Crítico); Pensar y no caer (2016); Claudio Monteverdi. Lamento della Ninfa (2017); Filosofía y consuelo de la música (2020, Premio Nacional de Ensayo 2021), y La bóveda y las voces. Por el camino de Josquin (2022). 

Como poeta ha publicado Imagen de mudanza (1987), La línea de las cosas (Premio de Poesía Hiperión-Ciudad de Córdoba 1994), La amplitud del límite (2000), Poesía reunida y aforismos [con su nuevo poemario Siempre Génesis]  (2016) y Los árboles que nos quedan (Premio de la Crítica 2020 de poesía). Es autor del libro de aforismos Los extremos (2011), muy bien acogido por la crítica y los lectores. 

[Imagen inicial: Wallpaper]

El escritor Ramón Andrés, junto a su perra Betina, en el ricón del barrio de 
Txokoto en Elizondo. / JUAN MARI ONDIKOL. (noticiasdenavarra.com)

domingo, 13 de agosto de 2023

"Retorno" y "Odisea doméstica", de María Rosal

 
Francisco Díez Tripiana, El cerrojo, acuarela sobre papel


RETORNO

He sacado la llave de mi casa.
El pulso no muy firme. El latido
se me hace más intenso a cada instante.
Es la llave de antaño con que abría
una puerta de largos corredores,
estancias amplias, con olor a espliego
y a retama,
al olor de los míos,
el puchero bullendo en la cocina.
Los gatos del ayer nos han dejado,
igual que tantas cosas.
Y da un escalofrío recorrer los sillones
con los dedos, tan descuidadamente
que parece que no estamos aquí.
Rezuman las paredes lejanía.
Huele a espera.
A esa mano que llegue autoritaria
y abra los visillos, y limpie los cristales.
¡Que entre otra vez la luz y pueble los salones
de gritos y chiquillos!
No en vano ésta es mi casa.

(De Vuelo rasante, 1996)

ODISEA DOMÉSTICA

              I

Era un lobo de mar,
un titán laureado en páramos
                                               ignotos,
protagonista altivo a la luz cenicienta
de las noches de invierno.

Era Ulises Rodríguez, 
tatarabuelo nuestro,
tallado en el temblor
de la voz procelosa de la abuela.

Atravesó mil mares,
remontó el curso de ríos encrespados.
Fue justo, fue valiente,
                                    casi inmortal,
honesto. Se enfrentó
a todos los peligros sobre la superficie
de la tierra y dejó en el océano
una estela de sangre.

En el pueblo lo aguardaban su esposa
y su único hijo.

Tardó más de veinte años en volver
pero antes se enfrentó a monstruos
y a tiranos.
Ordenó que lo ataran a un mástil
para no oír la voz malvada
de unas bellas mujeres
que querían alejarlo
de mi tatarabuela,
mordiendo su memoria
con la miel de su canto.

              II

Nadie puede saber cuánto sufrí por ellos,
cuántas noches recé contra las sábanas
extensas letanías por el feliz encuentro
y porque en otro mundo jamás se separaran.

Un día en el colegio,
los puñales más crueles
                                      hirieron mi memoria.
Huérfana y desolada, enmudecí
frente a la crónica
que el libro de lectura ofrecía
                                       ante mis ojos.

Llegué a casa llorando,
con las trenzas deshechas
y odiando a la maestra.
Me había arrebatado
             —en apenas dos páginas
la historia de mi vida
                                  un tal Homero.

(De Carmín rojo sangre, U. P. José Hierro, 2015)

María Rosal
María Rosal Nadales (Fernán-Núñez, Córdoba, 1961) es licenciada  en Filología Hispánica y doctora en Teoría de la Literatura y el Arte y en Literatura Comparada por la Universidad de Granada. Trabaja como profesora de Didáctica de la Literatura y Literatura Infantil en la Universidad de Córdoba, donde es Directora de Igualdad y Directora de la Cátedra Leonor de Guzmán desde 2015. Posee numerosos reconocimientos académicos y ha impartido conferencias en diversas universidades de Italia (Salerno,Venecia, Cerdeña, Foggia, Nápoles, Roma), Polonia (Kielche, Varsovia), Cuba, Alemania (Koblenz, Landau, Berlín), Holanda (Tilburg), Brasil Instituto Cervantes de Tetuán, Utrech, Tánger, Madrid, y en Grecia (Patras y Atenas).

Entre sus publicaciones de poesía se encuentran las siguientes obras: Abuso de confianza (1995, Premio de Poesía Gabriel Celaya), Don del unicornio (1996, Premio Cálamo de poesía erótica), Sonetos (1996, Premio de poesía Gerardo Diego), Tregua (2000, Premio Internacional de poesía Ricardo Molina), Ruegos y preguntas (2001, Premio de poesía Ana de Valle), Otra vez Bartleby (2003, Premio Cáceres Patrimonio de la Humanidad y Premio Andalucía de la Crítica 2004), Últimas noticias de Louise Benton (2007, Premio de poesía San Fernando), Síntomas de la devastación (2007, Premio Alegría José Hierro), Discurso del método (2007, Premio Tardor de poesía), Espeleología humana (2008, Premio Aljibe), Carmín rojo sangre (2015, Premio de Poesía José Hierro) y Estrella de la noria (2019). Su obra poética ha sido traducida al inglés, holandés, italiano, griego y árabe.

Como crítica literaria, se ha dedicado principalmente a los estudios de género, de entre los cuales hay que señalar Con voz propia: estudio y antología comentada de la poesía escrita por mujeres (2006) y el ensayo Poética de la sumisión. Malos tratos y respuesta femenina en la copla (2011, Premio Carmen de Burgos 2010). Es autora también de algunas obras de literatura infantil: poesía (Conjuros y otras brujerías, 2007, Premio de poesía El príncipe preguntón),  teatro (Malapata III y la máquina del tiempo (2019) y narrativa (El secreto de las patatas fritas, 2020).

jueves, 10 de agosto de 2023

"El nadador", un cuento de John Cheever


Foto: iStock


 El nadador


Era uno de esos domingos de mediados de verano en que todo el mundo repite: "Anoche bebí demasiado". Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también  en la reserva natural donde el jefe del grupo   Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.

—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.

—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.

—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí demasiado clarete.

El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía  una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaba un gran  cúmulo de nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podrían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill,  sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua y sostenía con la otra una copa de ginebra. Era un hombre esbelto —parecía conservar aún  la peculiar esbeltez de la juventud—,  y aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera,  y en su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda  a la Afrodita del vestíbulo.  Se lo podría haber comparado con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una  raqueta de tenis o bolsa náutica, la impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol y la intensidad de su propio placer. Era como si  todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas  habrían terminado de almorzar  y quizá jugasen al tenis en aquel momento. Fue entonces cuando  se le ocurrió que si atajaba por el sudoeste podía llegar nadando hasta allí.

No había nada de opresivo en la vida de Ned, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión. Le pareció ver, con mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado. Se trataba de un descubrimiento, de una contribución  a la geografía moderna, y pondría a esa corriente el nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Ned no era ni estúpido ni partidario de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia a la  originalidad, y se consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle apenas importancia  una figura legendaria. El día era realmente maravilloso, y  le pareció que un baño prolongado serviría para  acrecentar y celebrar su belleza.

Se desprendió del suéter que le colgaba de los hombros y se tiró de cabeza a la piscina. Ned sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Nadó a crol pero de forma poco organizada, respirando unas veces con cada brazada y otras solo en la  cuarta,  y sin dejar de contar,  de manera casi subconsciente,  el un-dos, un-dos,  del movimiento de los pies. No era un estilo muy apropiado para largas distancias, pero la utilización  doméstica de la natación ha gravado ese deporte con ciertas costumbres, y en la parte del mundo donde habitaba Ned, el crol era lo habitual. Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer,  suponía la vuelta a un estado normal de cosas, y a Ned le  hubiese  gustado nadar sin bañador, pero  eso no resultaba posible, debido a la naturaleza de su proyecto. Salió a pulso de la piscina  por el otro extremo —nunca usaba la escalerilla—, y comenzó a cruzar el césped. Cuando Lucinda le  preguntó que adónde iba, respondió que iba a ir  nadando hasta casa.

Solo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Cruzaría  Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y después de andarr un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para utilizar así también  la piscina pública de Lancaster. Luego venían los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era estupendo, y vivir en un mundo con  tan generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Ned se sentía en plena forma,  y atravesó el césped corriendo. Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino,  y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que  sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.

Atravesó el seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la de los Graham, anduvo bajo algunos manzanos en flor, pasó junto al cobertizo que albergaba la bomba y el filtro y salió al lado de la piscina de los Graham.

—¡Hola, Neddy! —dijo la señora Graham—, ¡qué agradable sorpresa! Me he pasado toda la mañana tratando de hablar contigo por teléfono. Déjame que te prepare algo de beber.

Comprendió entonces que, como cualquier explorador, necesitaría hacer uso de toda su diplomacia para conseguir que la hospitalidad y  las costumbres  de los nativos no le impidieran llegar a su destino. No deseaba desconcertar a los Graham ni mostrarse antipático, pero  tampoco disponía de tiempo para quedarse allí. Hizo un largo en la piscina y  se reunió con ellos al sol; unos minutos más tarde, la llegada de dos automóviles cargados de amigos que venían de Connecticut le facilitó las cosas. Mientras todos se saludaban efusiva y ruidosamente,  Ned pudo escabullirse. Salió por la puerta principal  de la finca de los Graham, pasó por encima de un seto espinoso y cruzó un solar vacío para llegar a casa de los Hammer. La dueña de la casa,  al levantar la vista de las rosas, vio a alguien que pasaba  nadando, pero no llegó a saber de quién se trataba. Los Lear lo oyeron cruzar la piscina a nado  a través de las ventanas abiertas de la  sala de estar. Los Howland y Crosscup habían salido. Al dejar la casa de los Howland, Ned cruzó Ditmar Street y se dirigió hacia la finca de los Bunker, desde donde,  ya a aquella distancia, le llegaba el alboroto de una fiesta.

El agua devolvía el sonido de las voces y de las risas, y daba la impresión de dejarlas suspendidas en el aire. La piscina de los Bunker estaba en alto, y Ned tuvo que subir  unos cuantos  escalones hasta llegar a la terraza, donde unas veinticinco o treinta personas charlaban y bebían. Rusty Towers era el único que se hallaba dentro del agua, flotando sobre una balsa de goma. ¡Qué hermosas eran las orillas del río Lucinda y qué maravillosa vegetación crecía en ellas! Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría. Sobre sus cabezas, una avioneta roja de las que se utilizaban para dar clases de vuelo daba vueltas y más vueltas, y sus evoluciones hacían pensar en el regocijo de un niño subido en un columpio. Ned sintió un momentáneo afecto  por aquella escena, una ternura que era casi como una sensación física, motivada por algo tangible. Oyó un trueno a lo lejos. Enid Bunker se puso a gritar nada más verlo.

—¡Mirad quién está aquí! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda dijo que no podías venir, creí que iba a morirme.

Ned se abrió camino  entre la multitud en su dirección, y cuando terminaron de besarse, Enid lo llevó hacia bar; avanzaron lentamente, porque Ned tuvo que pararse para besar a otras ocho o diez mujeres y estrechar las manos de otros tantos hombres. Un barman sonriente al que  había visto ya antes en un centenar de fiestas le dio una ginebra con tónica, y Ned se quedó allí un instante, temeroso de tener que participar en alguna conversación que pudiera retrasar su viaje. Cuando parecía que iba a verse rodeado, se tiró a la piscina y nadó pegado al borde para evitar la balsa de Rusty. Al salir por el otro lado se cruzó con los Tomlinson; los obsequió con una cordial sonrisa y echó a andar rápidamente por el sendero del jardín. La grava le hacía daño en los pies,  pero esa era la única sensación desagradable. La fiesta se celebraba únicamente en los alrededores de la piscina y,  al llegar junto a la casa, Ned notó que se había debilitado el sonido de las voces. En la cocina de los Bunker alguien oía por la radio un partido de béisbol. Domingo por la tarde. Tuvo que avanzar en zigzag  entre los coche aparcados y llegó hasta Alewives Lane siguiendo el césped que bordeaba el camino de grava de los Bunker. Ned no  quería que lo vieran  en la carretera en  traje de baño, pero no había tráfico y cruzó enseguida  los pocos metros que lo separaban del sendero de grava de los Levy, con un cartel de  PROPIEDAD PRIVADA y un contenedor cilíndrico de color verde para el New York Times. Todas las puertas y las ventanas de la amplia casa estaban abiertas, pero no había signos de vida; ni siquiera un  perro que ladrara. Ned rodeó el edificio y  al llegar a  la piscina vio que los Levy acababan de marcharse. Sobre una mesa al otro extremo de la piscina, cerca de un cenador adornado con linternas japonesas, habían vasos, botellas y platos con cacahuetes, almendras y avellanas. Después de atravesar la piscina a nado, Ned se sirvió ginebra en un vaso. Era la cuarta o la quinta copa, y había nadado aproximadamente la mitad del curso del río Lucinda. Se sentía cansado, limpio y,  en ese momento, satisfecho de encontrarse solo; satisfecho con el mundo en general.

Se avecinaba una  tormenta. La masa de nubes —aquella ciudad— se había elevado y oscurecido, y mientras descansaba allí un momento, oyó otra vez el retumbar de un trueno. La avioneta roja seguía dando vueltas, y a Ned casi le parecía oír la risa placentera del piloto flotando en el aire de la tarde; pero al oír el fragor de otro  trueno se puso de nuevo en movimiento. El pitido de un tren lo hizo preguntarse qué hora sería. ¿Las cuatro, las cinco? Se imaginó la estación local, donde, en  ese momento, un camarero, con el esmoquin oculto bajo un impermeable, un enano con un ramo de  flores envuelto en papel de periódico y una mujer que había estado llorando esperarían el tren de cercanías. Estaba oscureciendo de pronto; era el instante  en que los atolondrados pájaros parecían organizar su canto en un anuncio, preciso y bien informado, de la proximidad de la tormenta. Se oyó entonces un agradable ruido de agua cayendo desde la copa de un roble, como si alguien hubiera abierto una espita. Después, el ruido como de fuentes se extendió a las copas de todos los árboles altos. ¿Por qué le gustaban las tormentas? ¿Por qué se animaba tanto cuando  las puertas se abrían con violencia y el viento que arrastraba gotas de lluvia trepaba a empellones por las escaleras? ¿Por qué la simple tarea de cerrar las ventanas de una  casa antigua le  parecía tan necesaria y urgente? ¿Por qué los primeros compases húmedos de un viento de tormenta constituían siempre el anuncio de alguna buena nueva, de algún suceso reconfortante y alegre? Enseguida se oyó una explosión, acompañada de un  olor como de pólvora, y la lluvia azotó las linternas japonesas que la señora Levy había comprado en Kioto dos años antes, ¿o fue el año anterior?

Ned se quedó  en el cenador  de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había enfriado el aire, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. La fuerza del viento había arrancado las hojas secas y amarillas de un arce y las había esparcido sobre la hierba y el agua. Como estaban aún a  mediados de verano, Ned supuso que el árbol se hallaba enfermo, pero sintió una extraña tristeza ante ese signo del otoño. Hizo unos movimientos gimnásticos, apuró la ginebra y se dirigió hacia la piscina de los Welcher. Eso significaba cruzar el picadero de los Lindley, y le sorprendió encontrar la hierba demasiado crecida y los obstáculos desmantelados. Se preguntó si los Lindley habrían vendido sus caballos o si se habrían ausentado durante el verano, dejando sus animales al cuidado de otras personas. Le pareció recordar que había oído algo acerca de los Lindley y de sus caballos, pero no sabía exactamente qué. Siguió adelante, notando la hierba húmeda contra los pies descalzos, en dirección a  la casa de los Welcher, donde se encontró con que la piscina estaba vacía.

Esa ruptura en la continuidad de su río imaginario le produjo una absurda decepción, y se sintió como un explorador que busca las fuentes de un  torrente y encuentra un cauce seco. Ned notó que lo dominaban el desconcierto y la decepción. Era bastante normal que los vecinos de aquella zona se marcharan durante el verano, pero nadie vaciaba la piscina. Los Welcher se habían ido definitivamente. Las sillas, las mesas y las hamacas de la piscina estaban dobladas, amontonadas y cubiertas con lonas. Los vestuarios,  cerrados, y lo mismo sucedía con todas las ventanas de la casa, y cuando  la rodeó hasta llegar al  camino de grava que llevaba hasta la puerta principal se encontró con un cartel que decía SE VENDE, clavado en un árbol. ¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo —habría que decir, más exactamente Lucinda y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiese transcurrido más de  una semana. ¿Le fallaba la memoria o la tenía tan  disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad? A lo lejos oyó que alguien jugaba un partido de tenis. Aquello lo animó, disipando todas sus aprensiones  y permitiéndole enfrentarse con indiferencia al cielo oscurecido y al aire frío. Aquel era el día en que Neddy Merrill iba a atravesar  a nado el condado. ¡Aquel era el día! Emprendió entonces la  etapa más difícil de su viaje. 

© David Hockney


Alguien que  hubiese salido a pasear en coche aquella tarde de domingo podría  haberlo visto, casi desnudo, en la cuneta de la ruta 424, esperando una oportunidad para cruzar al otro lado. Se le podría haber tomado por la víctima de alguna apuesta insensata, o por una persona a quien se le ha estropeado el coche, o, simplemente,  por un chiflado. Junto al asfalto, con los pies descalzos — entre latas de cerveza vacías, trapos sucios y parches para neumáticos desechados—, expuesto al ridículo, resultaba penoso. Ned sabía desde el principio que aquello era parte de su recorrido, que figuraba  en sus mapas, pero al enfrentarse con las largas filas de coches que culebreaban bajo la luz del verano, descubrió que no estaba preparado psicológicamente.  Los ocupantes de los automóviles se reían de él, lo tomaban a broma, y llegaron incluso a tirarle  una lata de cerveza, y él no tenía ni dignidad ni humor que aportar a aquella situación. Podría haberse vuelto atrás, regresar a casa de los Westerhazy, donde Lucinda estaría aún  sentada al sol. No había firmado nada, no había prometido nada, no se había apostado nada,  ni siquiera consigo mismo. ¿Por qué, creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible de ceder ante el sentido común, se  sabía incapaz de volver atrás? ¿Por qué estaba decidido a terminar el recorrido,  aun a costa de poner en peligro su vida? ¿En qué momento aquella travesura, aquella broma, aquella payasada se había convertido en algo muy serio? No estaba en condiciones de volver atrás, ni siquiera recordaba con claridad las verdes aguas de la piscina de los Westerhazy, ni el placer de aspirar los componentes de aquel día, ni las serenas y amistosas voces que afirmaban que se lamentaban de haber bebido demasiado. En  una hora aproximadamente, Ned  había cubierto una distancia que hacía imposible el regreso. 

Un anciano que conducía a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar hasta la  mediana de la autopista, donde había una franja de césped. Allí se vio expuesto a las bromas del tráfico que avanzaba en dirección contraria, pero al cabo de unos diez minutos o un cuarto de hora consiguió cruzar. Desde allí solo tenía que andar un poco para  llegar al centro recreativo situado a las afueras de Lancaster, que disponía de varios frontones y de una piscina pública.

La peculiar resonancia de   las voces cerca del agua, la sensación  de brillantez y de tiempo detenido eran las mismas que antes en casa de los Bunker, pero aquí los sonidos resultaban más fuertes, más agrios y más penetrantes, y tan pronto como entró en aquel espacio abarrotado de gente, Ned  tuvo que someterse a las molestias de la reglamentación: TODOS LOS BAÑISTAS TIENEN QUE  DUCHARSE ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN UTILIZAR EL PEDILUVIO. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN LLEVAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN. Ned se duchó, se lavó los pies en una oscura y desagradable  solución y llegó hasta al borde de la piscina. Apestaba a cloro y le recordó a un fregadero. Sendos monitores desde sus respectivas torres hacían sonar sus silbatos a intervalos aparentemente regulares, increpando además a los bañistas mediante un sistema de megafonía. Ned recordó con nostalgia las aguas color zafiro de los Bunker y pensó que podía contaminarse —echar a perder su prosperidad y disminuir su atractivo personal— nadando en aquella ciénaga, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que aquello no pasaba de ser  un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda. Se tiró al cloro con ceñuda expresión de disgusto y no le quedó más remedio  que nadar con la cabeza fuera para evitar colisiones, pero incluso así lo empujaron, lo salpicaron y le dieron codazos. Cuando llegó al lado menos profundo de la piscina, los dos monitores le estaban gritando:

—¡A ver, ese, el que no lleva placa de identificación, que salga del agua!

Ned así lo hizo, pero los otros no estaban en condiciones de perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor de las cremas bronceadoras y del cloro, saltó una valla de poca altura y atravesó los frontones. Le bastó  cruzar la carretera para entrar en la parte arbolada de la propiedad de los Halloran. Nadie se había preocupado de arrancar la maleza que crecía entre los árboles, y tuvo que avanzar con grandes precauciones hasta llegar al césped y al seto de hayas recortadas que rodeaba la piscina.

Los Halloran eran amigos suyos; se trataba de unas personas de edad avanzada y enormemente ricos, que parecía regocijarse cuando alguien  los consideraba sospechosos de filocomunismo. Eran reformadores llenos de celo, pero no comunistas; sin embargo,  cuando alguien los acusaba de subversivos, como sucedía  a veces, parecían  agradecerlo y sentirse rejuvenecidos. Las hojas del seto de haya también se habían vuelto amarillas, y Ned supuso  que probablemente padecían la misma enfermedad que el arce de los Levy. Gritó  "¡Hola!" dos veces para que los Halloran advirtieran su presencia y de esa forma  la  invasión de su intimidad no resultara demasiado brusca. Los Halloran, por razones que  nunca le habían sido explicadas, no utilizaban trajes de baño. En realidad, no hacía falta ninguna explicación. Su desnudez era un detalle de su celo reformista libre de prejuicios, y Ned se quitó  cortésmente el bañador antes de entrar en el espacio limitado por el seto de hayas. 

La señora Halloran, una mujer corpulenta de cabello blanco y expresión serena, leía el Times. Su marido sacaba hojas de haya de la piscina con una red. No parecieron ni sorprendidos ni disgustados al verlo. Su piscina era quizá la más antigua de la región, un rectángulo construido con piedras cogidas del campo, alimentado por un arroyo. Carecía de filtro o de bomba, y sus aguas tenían la dorada opacidad de la corriente. 

—Estoy atravesando a nado el condado —dijo Ned. 

—Vaya, no sabía que se pudiera hacer eso —exclamó la señora Halloran. 

—Bueno, he empezado en casa de los Westerhazy —dijo Ned—. Debo de haber recorrido unos seis kilómetros.

Dejó el bañador junto al extremo más hondo de la piscina, fue andando hasta el otro lado y nadó aquella distancia. Mientras salía  a pulso del agua, oyó decir a la señora Halloran:

—Sentimos mucho que te hayan ido tan mal las cosas, Neddy.

—¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.

—¿No? Hemos oído  que has vendido la casa y que tus pobres hijas...

—No recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—. En cuanto a las chicas, no les ha pasado nada, que yo sepa.

—Sí —suspiró la señora Halloran—. Claro...

Su voz llenaba el aire con una melancolía intemporal,  y Ned la interrumpió precipitadamente:

—Gracias por el baño. 

—Que tengas una travesía agradable —dijo la señora Halloran.

Al otro lado del seto, Ned se puso el  bañador y tuvo que apretárselo. Le estaba un poco grande, y se preguntó si era posible que hubiera perdido peso en una tarde. Tenía frío, estaba cansado, y la desnudez de los Halloran  y el agua oscura de su piscina lo habían deprimido. Aquella travesía era demasiado para sus fuerzas, pero ¿cómo podía haberlo previsto mientras se deslizaba aquella mañana por el pasamanos de la escalera o estaba sentado al sol en casa de los Westerhazy? Los brazos no le respondían. Las piernas parecían de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor de todo era el frío en los huesos y la sensación de que nunca volvería a entrar en calor. Caían  hojas de los árboles y el viento le trajo olor a humo. ¿Quién podía estar quemando hojarasca en aquella época del año?

Necesitaba un trago. El whisky lo calentaría, le levantaría el ánimo, lo sostendría hasta el final de su viaje, renovaría su convicción de que atravesar a nado aquella zona era un proyecto original que exigía valor. Los nadadores que recorren grandes distancias toman coñac. Necesitaba un estimulante. Cruzó la zona de césped delante de la casa de los Halloran, y siguió andando hasta el pabellón que habían construido para Helen, su única hija, y para su marido, Eric Sachs. Ned encontró a los Sachs en su piscina, que era bastante pequeña.

—¡Neddy!—exclamó Helen—. ¿Has almorzado en casa de mi madre?

—No exactamente —dijo Ned—. He entrado un momento a saludar a tus padres. —No parecía que hiciese  falta dar más explicaciones—. Siento mucho presentarme así de sorpresa, pero me ha dado un escalofrío de pronto y me preguntaba si  podríais ofrecerme una copa. 

—Me encantaría hacerlo—dijo Helen—, pero no tenemos nada para beber desde la operación de Eric. Y de eso hace ya tres años.

¿Estaba perdiendo la memoria, o era acaso que su capacidad para ignorar acontecimientos penosos le había permitido olvidarse de la venta de su casa, de las dificultades de sus hijas y de la enfermedad de su amigo Eric? La mirada de Ned se  desplazó del rostro de Eric a su vientre, donde vio tres cicatrices antiguas, más blancas que el resto de la piel,  dos de ellas de treinta centímetros de largo por lo menos. El ombligo había desaparecido, y Ned pensó en el desconcierto de una mano inquisitiva que, al buscar en la cama a las tres de la mañana  los atributos masculinos, se encontrara con un vientre sin ombligo, sin vínculo con el pasado, sin continuidad en la sucesión natural de los seres.

—Estoy segura de que encontrarás algo de beber en casa de los Biswanger —dijo Helen—. Dan una fiesta por todo lo alto. Se oye desde aquí. ¡Escucha!

Helen alzó la cabeza, y desde el otro lado de la carretera, desde el otro lado de los jardines, de los bosques, de los campos, Ned oyó de nuevo el ruido, lleno de resonancias,  de las voces cerca del agua.

—Bueno, voy a darme un remojón —dijo Ned, notando que carecía aún  de libertad de elección sobre  su manera de viajar. Se tiró de cabeza al agua fría y faltándole el aliento, casi a punto de ahogarse, cruzó la piscina de un extremo a otro—. Lucinda y yo tenemos muchas ganas de veros —dijo vuelto de espaldas, con el cuerpo orientado ya  hacia la casa de los Biswanger—. Sentimos mucho que haya pasado tanto tiempo sin vernos, y os llamaremos cualquier día de estos.

Ned tuvo que cruzar algunos campos hasta la casa de los Biswanger y los sonidos festivos que salían de ella. Sería un honor para los dueños ofrecerle una copa, se sentirían felices de  darle de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Lucinda y a él cuatro veces al año con seis semanas de anticipación. Ellos nunca aceptaban, pero los Biswanger continuaban enviando invitaciones como si fueran incapaces de comprender las rígidas y antidemocráticas  normas de la sociedad en la que vivían. Pertenecían a ese tipo de personas que hablan de precios durante los cócteles, que se hacen confidencias sobre inversiones bursátiles durante la cena y que después cuentan chistes verdes cuando están presentes las señoras. No pertenecían al grupo de amistades de Neddy; ni siquiera figuraban  en la lista de personas a las que Lucinda enviaba felicitaciones de Navidad. Se dirigió hacia la piscina con sentimientos a mitad de camino entre la conciencia  de su superioridad y el deseo de mostrarse amable, y también  con algún desasosiego porque parecía que estaba oscureciendo pese a que aquellos eran los días más largos del año. La fiesta era ruidosa y había mucha gente. Grace Biswanger pertenecía al tipo de anfitriona que invitaba al óptico, al veterinario, al corredor de fincas y al dentista. No había nadie nadando en la piscina, y el crepúsculo, al reflejarse en el agua, despedía un brillo invernal. Ned se dirigió hacia el bar. Cuando Grace Biswanger lo vio,  avanzó hacia él, pero no con gesto afectuoso, como él había esperado, sino de la forma más hostil imaginable.

—Vaya, en esta fiesta hay de todo  —comenzó alzando mucho la voz—, incluso personas que se cuelan.

Grace no estaba en condiciones de hacerle un feo social, no tenía ni la más remota posibilidad, de manera que Ned  no se echó atrás.

—En mi calidad de gorrón —preguntó cortésmente—, ¿tengo derecho a tomar una copa?

—Haga lo que guste —dijo ella—. No parece que las invitaciones signifiquen mucho para usted.

Le dio la espalda y se reunió con otros invitados. Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman se lo sirvió, pero de forma descortés. El mundo de Ned era un mundo en el que los camareros estaban al tanto de los matices sociales, y verse desairado por un barman a media jornada significaba haber perdido puntos en la escala social. O quizá aquel hombre era novato y le faltaba información. Enseguida oyó cómo Grace decía a su espalda:

—Se arruinaron de la noche a la mañana, no les quedó más que su sueldo, y él  apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares...

Siempre hablando de dinero. Aquello era peor que llevarse el cuchillo a la boca. Ned se zambulló en la piscina, hizo un largo y se marchó. 

La siguiente piscina de la lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amente, Shirley Adams. Si había sufrido alguna herida en casa de los Biswanger, aquel era el lugar ideal para curarla. El amor —los violentos juegos sexuales, para ser más exactos— era el supremo elixir, el remedio contra todos los males, la píldora mágica capaz de rejuvenecerlo y de devolverle la alegría de vivir. Habían tenido una aventura la semana pasada, o el mes último, o el año anterior. No se acordaba. Pero había sido él quien había decidido acabar, y eso lo colocaba en una situación privilegiada, de manera que cruzó la puerta de la valla que rodeaba la piscina de Shirley repleto de confianza en sí mismo. En cierta forma, era como si la piscina fuese suya, porque la persona amada, especialmente si se trata de un  amor ilícito, goza de la posesión de la amante con una plenitud desconocida en el sagrado vínculo del matrimonio. Shirley estaba allí, con sus cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua de color azul intenso, iluminada por la luz eléctrica,  no despertó en él ninguna emoción profunda. No había sido más que una aventurilla, pensó, aunque Shirley había llorado cuando él decidió romper. Pareció turbada al verlo, y Ned se preguntó si se sentiría aún herida. ¿Acaso iba, Dios no lo quisiera, a echarse a llorar de nuevo?

—¿Qué quieres? —le preguntó ella.

—Estoy nadando a través del condado.

—¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Si has venido buscando dinero —dijo ella—, no voy a darte ni un centavo.

—Puedes darme algo de beber.

—Puedo, pero no quiero. No estoy sola.

—Bueno,  me marcho enseguida.

Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina,  descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro, vio a un hombre joven  en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped —ya se había hecho completamente de noche— le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan  intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.

Era probablemente  la primera vez que lloraba en toda su vida de adulto, y desde luego la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y tan desconcertado. No entendía los malos modos del barman ni el mal humor de una amante que se había arrastrado hasta él de rodillas y le había mojado el pantalón con sus lágrimas. Había nadado demasiado, había pasado demasiado tiempo bajo el agua, y tenía irritadas la nariz y la garganta. Necesitaba  una copa, necesitaba compañía y ponerse ropa limpia y seca, y aunque  podría haberse  encaminado directamente hacia su casa por la carretera, se fue a la piscina de los Gilmartin. Allí, por primera vez en su vida, no se tiró, sino que descendió los escalones hasta el agua helada y nadó dando unas renqueantes brazadas de costado que quizá había aprendido en su adolescencia.  Camino de casa de los Clyde, se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en la piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido. Encorvado, agarrándose a los pilares de la entrada en busca de apoyo, Ned torció por el sendero de grava de su propia casa.

Todo estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que ya se habían ido a la cama? ¿Se habría quedado su mujer a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las chicas a reunirse con ella o se habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se habían puesto previamente de acuerdo, como solían hacer los domingos, para rechazar las invitaciones y quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del garaje para ver qué coches había dentro, pero la puerta estaba cerrada con llave y se le mancharon las manos de orín. Al acercarse más a la casa vio que la violencia de la tormenta había separado de la pared una de las tuberías de desagüe para la lluvia. Ahora colgaba por encima de la entrada principal como una varilla de  paraguas, pero no costaría arreglarla por la mañana. La puerta de la casa también  estaba cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una ocurrencia de la estúpida de la cocinera o de la estúpida de la doncella, pero enseguida recordó que desde hacía ya algún tiempo no habían vuelto a tener  ni cocinera ni doncella. Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía.

(John Cheever, Cuentos, Random House, 2018. Trad. de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika Goicoechea)

John Cheever (La Tercera)

John Cheever (Quincy, Massachusett, 1912-Ossining, Nueva York, 1982) fue un cuentista y novelista estadounidense cuya obra describe las vida, las costumbres y la moral de la clase media suburbana de Estados Unidos. Ha sido llamado "el Chejov de los suburbios" por su habilidad para capturar el drama de la vida de sus personajes al revelar el trasfondo de sucesos aparentemente insignificantes. 

Con apenas veinte años comenzó a publicar relatos en The New Yorker, con un éxito inmediato, y fueron recogidos después en varios volúmenes: Cómo viven algunas personas (1943), La monstruosa radio (1954), El ladrón de Shady Hill (1958), El brigadier (1964) y El mundo de las manzanas (1973). La edición completa, titulada Relatos de John Cheever (1978) le hizo merecedor del Premio Pulitzer de Literatura en 1979. Es autor, además, de una sólida obra novelística que se inicia con La crónica de los Wapshot (National Book Award, 1958), a la que siguieron El escándalo de los Wapshot (1964), Bullet Park (1969), Falconer (1977)  y ¡Oh, esto parece el paraíso! (1982). Sus Diarios y Cartas forman parte también de una obra que le valió la Medalla Nacional de Literatura en 1982.

Sus cuentos son el testimonio literario de la clase media norteamericana de los años cincuenta y sesenta, como leemos en la contraportada de la edición de sus Cuentos, a cargo de Random House, donde se añade: 

"[Cheever] fue el gran cronista de ese territorio casi mitológico de las zonas residenciales a las afueras de las grandes ciudades, con sus fiestas de cóctel y piscina, sus despertares de periódico en la puerta, sombrero, maletín y beso a los niños, tardes con cuartetos de Benny Goodman en la radio y noches enteras anhelando una vida distinta. Cheever convirtió con maestría ese espejismo de éxito y felicidad en el escenario de glorias y penas de familias que, entre la frustración, el deseo y el tedio, conforman un retrato incomparable del alma humana que transciende cualquier época o país".

 "El nadador" (The Swimmer) fue publicado en The New Yorker el 18 de julio de 1964 y recogido en The Brigadier and the Golt Widow (1964). Cuatro años después fue llevado a la pantalla por Frank Perry, con Burt Lancaster en el papel de Ned Merrill. Se trata de uno de los cuentos más conocidos y celebrados del autor, que narra la aceptación gradual de un hombre de mediana edad de una verdad que ha tratado de evitar, que su vida está en ruinas.