jueves, 16 de septiembre de 2021

"El juez", un cuento de Josefina Aldecoa




EL JUEZ

La tarde de domingo rezumaba su luz tristísima a través de los cristales. El silencio del domingo era un silencio hostil. Como si a la ciudad le hubieran arrebatado su ritmo habitual. Pocos coches, ningún camión; una ciudad abandonada, una ciudad de desertores.

Metros de moqueta blanca servían de pista al niño para sus juegos. Ensimismado, lanzaba uno en pos de otro los coches de carreras. Al tiempo que los impulsaba emitía sonidos agudos e hirientes.

El padre, derrumbado en una butaca, trataba de leer el periódico.

—No hagas ruido, por favor —dijo al niño.

—¿No te puedes estar quieto? —dijo la madre.

El padre levantó la cabeza de su lectura para advertir a la madre: los dos a la vez, no.

Ella se miraba las uñas, perfectamente arregladas; daba vueltas al brillante en el dedo larguísimo. Tenía las piernas dobladas en el sofá. Una mesa de cristal marcaba la frontera con la butaca de él.

—Creo que es un buen momento para puntualizar detalles, ¿no te parece?

Él no contestó, y señaló hacia el niño con un gesto.

—No importa —dijo ella—. Estoy hablando de detalles prácticos. Por ejemplo, ¿qué va a pasar con el verano?

Él dobló su periódico con un gesto de fastidio.

—No me hagas pensar en el verano. Estamos en febrero.

—Dentro de una semana es mi cumpleaños —dijo el niño.

Seguía moviendo los cochecitos pero ya no hacía ruidos.

—Estamos en febrero pero tú sabes muy bien que los planes cada vez hay que organizarlos con más tiempo. Acuérdate el año pasado. Nos quedamos sin la villa que nos gustaba por tu culpa, por haber dicho lo mismo: es pronto todavía…

—Tienes la especialidad de machacar con los detalles prácticos como tú dices y olvidar el fondo de la cuestión.

Ahora fue ella la que señaló en dirección al niño arrodillado en el suelo.

—Creo que el fondo de la cuestión quedó ya claro la semana pasada cuando fuimos a ver a Luis a su despacho.

—Quedó claro, desde luego, quedó clarísimo…

—Por eso yo insisto que hoy es domingo, no está el servicio, estamos juntos con una tarde por delante y es buen momento para decidir por ejemplo qué va a pasar con el verano.

Él hizo un gesto de hastío. Aparentemente se dio por vencido.

—Decide tú. Elige tú —murmuró.

—Yo estoy dispuesta a ir a Mallorca, ya lo sabes, pero necesito saber qué fechas, qué hago con el servicio. Si te quedas aquí necesitarás a alguien y en cualquier caso podemos repartírnoslo. Tú me dejas a Juani y te llevas a Elisa… El mecánico puede tomarse vacaciones. Yo no lo necesito para nada.

—Quiero que venga Eloy con nosotros —intervino el niño. Pero nadie le contestó.

—Comprenderás que si tú vas a Mallorca me estás obligando a mí a quedarme. No vamos a ir los dos, a montar números —dijo él.

—Pero tú podrías quedarte en el barco todo el tiempo. ¿Por qué no? Y tienes el club como un pied a terre. O quédate en el hotel para mayor comodidad, para cambiarte cuando estés en tierra y tengas una fiesta o algo…

—Perdona; me molesta hablar de todo esto. No estoy para fiestas.

—Pero tendrás que estar —dijo ella.

—O no.

—No me lo creo conociéndote.

—Perdona —insistió él—te repito que no podemos estar los dos en el mismo sitio después de la situación creada… —y volvió a hacer un gesto que implicaba preocupación por la presencia del niño.

—¿Sabes la casa que yo quería alquilar? Aquella de los pinos hasta el mar que está tan cerca de Deia, pero no en el mismo Deia. La que tuvieron los Briviesca el verano pasado.

Él no contestó. Volvió a coger el periódico. Volvió a sumirse, aparentemente, en la lectura. El niño levantó la cabeza y los miró a los dos, primero a uno, después a la otra, por separado. Y siguió empujando cochecitos hasta la meta: el radiador empotrado, al otro extremo del salón.

—Tu táctica de siempre: si no hablo de las cosas no existen. Si no hablo de las situaciones, no existen —dijo ella.

El teléfono sonó entre los dos y ella esperó unos instantes antes de alargar la mano hacia la mesa.

—¿Sí? —preguntó.

Y en seguida le alargó el auricular.

—¿Sí? —dijo él. Y luego—: Mamá, ¿qué pasa? A mí nada. ¿Qué me va a pasar? Estamos en casa con el niño. No teníamos ganas de hacer planes. Hace frío… Ahora se pone…

El niño había suspendido su juego por un momento y miraba a su padre.

—Ponte —le dijo él.

Y el niño fue corriendo.

—Abuela… No, no puedo… No me quieren llevar, seguro que no quieren… Juego con los coches… Sí, abuela. Adiós, abuela —y colgó.

—¿Qué te decía la abuela? —preguntó ella.

—Que por qué no me llevabais a su casa.

—Estás muy bien aquí ¿no?, con tus cochecitos y papá y mamá —dijo él.

—Tu madre muy oportuna —comentó ella.

Y él no contestó.

—La abuela me va a regalar unos esquís nuevos para mi cumpleaños —advirtió el niño—, unos Kestle.

—Ese es otro asunto a tratar. ¿Qué pasa con la nieve? —dijo ella—. El niño, ¿va con el colegio o va contigo? Tengo que contestar lo más tarde el miércoles. Se van dentro de quince días…

—Este año no iré a la nieve —dijo él sin dejar de mirar las páginas extendidas—. Así que decide lo que te parezca.

—Si tú no vas iré yo. Y el niño podría ir conmigo y con el colegio, ¿no te parece?

Él no contestó.

—¿Me quieres decir para qué tenemos el apartamento de Baqueira si no vamos ninguno de los dos?

Él siguió en silencio. Ella se levantó y se dirigió al carrito de las botellas y los vasos. El cubo estaba lleno de hielo. Cogió con la mano unos cuantos trozos y se sirvió un buen chorro de Bombay.

—Amor mío —dijo dirigiéndose al niño—, ¿te importaría traerme una tónica de la cocina?

El niño abandonó el juego dócilmente y salió del salón. Entonces ella se volvió airada hacia él y casi le gritó.

—Me tienes harta de tus silencios y tus hermetismos. Contéstame cada vez que te digo algo. Dime qué piensas hacer para que yo pueda empezar a organizar mi vida a mi manera. Quedamos que estaríamos así hasta el curso que viene cuando el niño vaya a Suiza. Pero si sigues en ese plan, precipitaré las soluciones…

El niño entraba ya con su botella y la madre la tomó de sus manos con un: “gracias mi vida”, cortés y lejano.

El padre dobló el periódico en cuatro partes, como queriendo señalar que iba a dejar su lectura definitivamente. Se cruzó de brazos y la miró desafiante, esperando sus nuevas intervenciones.

—Estoy dispuesto —dijo—. Empieza…

—Por última vez, ¿qué vas a hacer este verano? —preguntó ella.

—Me iré a esquiar a Bariloche.

—Muy bien, de acuerdo. Yo alquilaré la casa que quiero para dos meses. En julio me llevaré a Juani y Elisa y… —señaló con una leve indicación al niño que jugaba de espaldas a ellos.

—Pero, ¿qué pasará en agosto? —continuó—. Porque supongo que en agosto querrás tú hacer algo especial —y volvió a señalar, avanzando el mentón, a su hijo.

—No te preocupes de agosto. Ya pensaré algo…

El niño se levantó de pronto y dijo:

—Voy a merendar. He visto que Elisa me dejó la merienda preparada en el frigorífico.

Su anuncio no causó ningún efecto. Cuando volvió con el sándwich en una mano y el vaso de leche en la otra, los padres seguían en silencio y en la misma postura que los había dejado. Al verle entrar, los dos le miraron.

—Por favor, una bandeja, un plato —dijo ella.

—Tiene siete años —dijo él.

—No me desautorices, por favor…

El teléfono volvió a sonar. Ahora, ella no alargó la mano y esperó a que él lo cogiera.

—Dígame —ordenó él. Y esperó unos segundos.

—Un momento —dijo. Y le alargó el teléfono.

Mientras ella hablaba, él se levantó y se dirigió al gran ventanal. Apartó un poco la cortina de encaje y miró abajo, a la calle tranquila. Un breve jardín los separaba de la acera. Del garaje salió un coche. El Porsche de Juanjo Roca. En el teléfono, la conversación fluía en monosílabos lentos, arrastrados.

—Mañana.

—…

—No.

—…

—… Figúrate.

—…

—Sí.

—…

—Adiós.

—Ese ruido era del Porsche de Juanjo, un 959. Lo tengo —dijo el niño.

Y buscó entre su flota un Porsche diminuto, plateado y brillante.

—Es éste —dijo.

El padre regresó a la butaca. Se sentó con parsimonia y preguntó:

—¿Continuamos?

Ella se había quedado pensativa y bebió de su copa antes de contestar.

—Queda la nieve, ¿qué hacemos con él?

—Que vaya con el colegio y que no vaya contigo. No creo que le convenga perder tantos días —dijo él.

—Bien.

—¿Algo más? ¿No tenías tantas cosas que concretar, tantos detalles prácticos?

Ella seguía abstraída, como pensando en otra cosa, en otro asunto, algo que la separaba del niño y de él y de las decisiones que la urgía tomar.

De pronto se dirigió al niño, le pidió que se acercara, le cogió de las manos y le hizo una pregunta.

—Dime, amor mío, si tú tuvieras que elegir entre irte a vivir con papá o con mamá, ¿a quién preferirías?

El niño sonrió inocentemente, distraído, miró hacia los cochecitos abandonados, como deseando volver a su juego solitario. Luego los miró a los dos, primero a uno, luego a la otra. Y volvió a sonreír.

—Con ninguno de los dos —fue su respuesta.

(En Cuentos de este siglo. Ángeles Encinar (ed.), Barcelona, Lumen, 1995)

 

Josefina Aldecoa en una imagen de 2005. CRISTÓBAL MANUEL.
(El País)

Josefina  Aldecoa (o Josefina R. Aldecoa) es el nombre con el que se dio a conocer como escritora Josefina Rodríguez Álvarez (La Robla, León, 1926-Mazcuerras, Cantabria, 2011). Nació en una familia muy ligada a la enseñanza, puesto que su madre y su abuela fueron maestras que participaron de la ideología de la Institución Libre de Enseñanza (ILE). Vivió en León, donde formó parte del grupo (compuesto, entre otros, por Nora, Crémer y González de Lama)  que produjo la revista 'Espadaña' (1944-1951), vehículo para una poesía de tono desarraigado.

En 1944 se trasladó a Madrid, donde estudió Filosofía y Letras y se doctoró en Pedagogía con una tesis sobre la relación de la infancia con el arte, publicada después con el título El arte del niño (1960). En la facultad entró en contacto con un grupo de amigos que más tarde formarían parte de  la Generación de los 50: Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Jesús Fernández Santos e Ignacio Aldecoa,con quien se casó en 1952 y con quien tuvo una hija, Susana. 

En 1959 fundó el colegio Estilo, un centro educativo laico y mixto, en pleno franquismo, cuya línea educativa se basaba en el krausismo (base ideológica de la ILE), en las ideas recogidas en su tesis y en lo observado en colegios británicos y estadounidenses. Ubicado en un chalet de la madrileña colonia de El Viso, acogió durante años a los hijos de la intelectualidad madrileña, que recibieron una enseñanza basada en el razonamiento y en la tolerancia,  con la que se pretendía, sobre todo, potenciar el pensamiento crítico. 

En 1961 publicó la colección de cuentos A ninguna parte. En 1969 falleció Ignacio Aldecoa, y durante los diez años siguientes, Josefina se centró en la docencia y permaneció apartada de la literatura, hasta que en 1981 apareció su edición crítica de una selección de cuentos de Ignacio Aldecoa. A partir de ese momento, reanudó su actividad literaria, adoptando el apellido de su esposo. Ha publicado la memoria generacional Los niños de la guerra (1983), el libro infantil Cuento para Susana (1988); las novelas La enredadera (1984), Porque éramos jóvenes (1985), El vergel (1988), El enigma (2002), Hermanas (2008) y la trilogía de contenido autobiográfico formada por Historia de una maestra (1990), Mujeres de negro (1994) y La fuerza del destino (1997); el ensayo Confesiones de una abuela (1998); Fiebre (2000), antología de cuentos escritos entre 1950 y 1990. Madrid, otoño, sábado (2012) es una recopilación de todos sus cuentos que incluye los libros A ninguna  parte y Fiebre, además de los cuentos sueltos Cuento para Susana y El mejor (1998).

[Imagen inicial: guiadelnino.com]

1 comentario:

  1. Conforme leía pensaba:"pobre niño, lo que va a ser de él y cómo va a salir..." Pero al final ha demostrado ser muy inteligente.
    Qué lástima que ese cole aldecoano sólo fuera para los niños de las élites.
    Carlos San Miguel

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