martes, 7 de noviembre de 2017

"El color de las grosellas", un cuento de Teresa Garbí

Ilustración de Inmaculada Martín Catalán


EL COLOR DE LAS GROSELLAS

A Rocío y a Paula López Ruiz.


I

—Ha muerto alguien en la Kampenband —dice la anciana oteando con angustia la borrasca que se cierne sobre las altas praderas.
El niño que la acompaña, su nieto, no dice nada. Mira a su abuela con preocupación. Un trueno explota en el aire y, de pronto, cae una cortina de lluvia.
—No se puede salir a la calle —murmura el pequeño después, sentado en el porche de la casa, mientras ve cómo crecen los arroyos y se precipitan hacia el río que ruge en el fondo del barranco. Su cajón de arena amenaza con desbordarse.
Aparece el abuelo entre la lluvia. Viene de una reunión nacional socialista, en la Fest Halle. Le acaricia la cabeza y entra en la casa. Luego el niño oye voces:
—¿Para qué vas allí?
—Hago lo que me place, mujer. Alguien debe dirigir este país.
—¿De verdad crees que esa gentuza puede dirigir a alguien? El niño oye la voz irritada de la abuela y a continuación la orden de callar del abuelo, que se funde con el resplandor de los rayos allá arriba, en la Kampenband. Retiembla el valle, desaperecen los altos paredones de las montañas que lo flanquean. La lluvia y la niebla cubren el paisaje.
En medio de la tormenta ve a las vacas que ramonean el pasto perezosamente, sin inmutarse. El sonido de alguna esquila brilla en el estruendo. Una ráfaga de niebla y viento borra las vacas y las praderas. El pequeño, sentado en las escaleras del porche, imagina los juegos que compartirá con su amigo en cuanto amaine la tormenta y el sol se lleve el último rastro de la lluvia. Irán a pescar y se bañarán en el río, sin que se den cuenta los mayores.
Pero la lluvia no cesa. Durante un tiempo cae con la misma violencia. La conversación entre los abuelo continúa en un tono de voz airada. Acabará igual que siempre: el abuelo dará un grito y un puñetazo en la mesa y la abuela no tendrá otra salida que callarse, si no quiere que la cosa pase a mayores.
Por encima de la Hoffhalm se ve un trozo de cielo que se ensancha sobre las nubes y luego brilla en el húmedo azul del arco iris, el arco triunfante que se cierne chorreando color sobre el valle. La hierba, las vacas y los abetos destacan, lavados por la luz. El río enfurecido es el único resto de la tormenta: barro y espuma han cambiado el tono esmeralda de las aguas.
Como una aparición ve la imagen del amigo que lo llama de lejos para que acuda a la orilla. Rápidamente, el niño coge un cesto y la caña de pescar, y sin despedirse de los abuelos —en ese momento el abuelo da el puñetazo de rigor—, se marcha corriendo. Aún tiene tiempo de apreciar el aire húmedo y luminoso en su carrera precipitada.
A lo lejos, de la Festhalle, llegan gritos y estruendo que al pequeño le parecen turbios y amenazadores.
Al anochecer suenan músicas militares y los hombres, borrachos, desfilan por las calles del pueblo con fervor guerrero. Los pequeños, que han logrado pescar cuatro truchas, se apresuran a esconder el botín, por si los denuncian. Nadie puede pescar salvo el Barón, dueño de las tierras y de las aguas, habitante del castillo que domina el pequeño pueblo bávaro de Aschau in Chiemgau.
Descalzos y casi desnudos se acercan a ver el desfile. Los hombres los saludan con el brazo en alto y ellos, fascinados por su ímpetu, les devuelven el saludo. Se quedan aún un momento contemplándolos y rápidamente se apresuran a desaparecer, por si acaso.
De camino a casa pasan por la plaza de la Fest Halle. Hay una multitud.
—¿Por qué no entramos? —dice el amigo, apresurándose a esconder las truchas bajo un seto del jardín.
—Sí, vamos —le contesta el muchacho.
Al entrar, la sala los deslumbra por las luces, la música, las mujeres rubicundas con amplios escotes, que los animan a sentarse. Lo hacen casi furtivamente, en un rincón, temiendo que el recibimiento sea un error y los echen a patadas de un momento a otro. Una vez pasado el miedo, observan todo detenidamente. Arriba, en el escenario, cuerpos vigorosos saltan y giran con música estruendosa. El niño se fija en un hombre próximo, vestido de bávaro, como todos, pero con el sombrero repleto de chapas y medallas, coronado con plumas de ganso. Bebe sin parar, una cerveza tras otra. No mira a nadie, no habla con nadie. Devora una ensalada de salchicha y unos panecillos que se lleva a la boca directamente, sin cortarlos. Se le ve rotundamente satisfecho de ser bávaro.
Al volver a casa, ahí sigue el abuelo, frente a una jarra de cerveza, mientras la abuela prepara la cena.
—Mira, lo he oído hablar en München y me parece el hombre que necesitamos ahora. Él nos sacará de esta vergüenza, de esta penuria.
La mujer mueve la cabeza con visible preocupación. En esos momentos el niño, sin decir nada, abre la cesta y muestra dos hermosas truchas sobre un fondo de helechos.
—¿Ves cómo a nosotros no nos hace falta nada? Este niño es una mina —dice la mujer sonriendo, qué hermosa le parece al nieto cuando sonríe, mientras lo abraza. El abuelo se precipita a cerrar la puerta por si alguien se entera de la pesca furtiva que esa noche les ha procurado una buena cena.
Vuelve a su sitio y repite:
—Alguien debe dirigir este país. Sí, lo he visto y parece el hombre que necesitamos ahora. Él nos sacará de esta vergüenza.

II

—Durante la noche, en el piso de arriba, no dejan de llorar —dice la anciana—. Todos los días lo mismo, desde que bajaron el cadáver de la Kampenband, después de la tormenta, al amanecer. Es horrible. No me dejan dormir los sollozos. ¿Y los gritos que llegan de la cervecería? ¡Qué me dices de eso? Tú estás con esa gentuza que no traerá nada bueno.
—Cállate, mujer, no alborotes. Sólo faltaría que alguien te oyera y te denunciara.
—¿Denunciarme a mí? ¡Qué tontería! Estamos en un país libre, ¿no?
—Libres, pero en orden. Cállate, te digo. —El anciano se marcha dando un portazo.
Al momento llaman a la puerta repetidamente. La mujer sale a abrir alarmada: es su nieto que ha venido corriendo y casi no puede hablar.
—Se han llevado a los padres de mi amigo —le dice a la abuela con el terror asomándole a los ojos.
—¿Adónde se los han llevado?
—No se sabe. Dice mi amigo que corren peligro porque son judíos. —Se echa a llorar, abrazándose a su abuela.
—Anda, no llores, no pasa nada —dice la mujer con preocupación pero intentando calmar al pequeño.
—No sabía que fueran judíos —dice la mujer, pensativa—. Antes estas cosas no importaban a nadie. ¿Para qué las iban a decir? Un nuestra familia hay húngaros, gentes del Tirol, de España… ¡Vete a saber cuántos judíos habrá!
El estruendo de canciones de borrachos apaga la voz de la mujer. El niño se abraza a ella con más fuerza y mira hacia la puerta abierta.
—¡Eh, vosotros, salid ahora mismo! —dice una voz masculina. La mujer y el niño se asoman al umbral que da al pórtico. Frente a ellos hay un grupo de hombres fornidos.
—¿Dónde está tu abuelo? —le pregunta uno de ellos.
—No sé —contesta el niño encogiéndose de hombros.
—Le esperaremos —dice el hombre, apartándolos de un empujón. Entra en la casa tambaleándose y los demás, también borrachos, lo siguen. Todos visten traje bávaro.
—Danos de beber, abuela —ordena el que parece el jefe—. Y tráenos algo de comer también.
—No tengo nada y además no creo que os haga mucha falta.
—¿Habéis oído a la vieja asquerosa? Se levanta con ira y le aprieta un brazo.
—Obedece si no quieres que a ti y al niño os pase algo.
La mujer coge las llaves de la alacena y abre la bodega, al fondo.
—Ven conmigo —le dice al niño, inquieta. Se apresuran a llenar varias jarras con cerveza. Sacan también un pan, salchicha y mantequilla.
—Eso está mejor, abuela —dice el hombre.
De la calle llega el ruido de la lluvia, algún grito, unos ladridos.
—¿Y tu marido cuándo llegará?
—No lo sé. Tal vez haya ido a München, a una reunión.
—Ya vuela alto el pajarito. —Los demás ríen estrepitosamente y brindan entrechocando las jarras. Un ruido como de arrastrar muebles y, luego, unos sollozos destacan sobre el jolgorio. El que parece el jefe hace callar a los demás. Escuchan. Los ruidos no cesan, al contrario. El llanto, tampoco.
—¿Quién vive ahí arriba? —Se vuelve a preguntar a la anciana.
—No vive nadie. Se despeñó un muchacho en la Kampenband. Sus padres se fueron lejos de aquí, no soportaban recordar la tragedia cada vez que miraban a la montaña.
—Tú adivinaste que alguien iba a morir, abuela, me acuerdo muy bien —dice el niño.
—Desde entonces se repiten los ruidos de aquel día, los sollozos de la madre cuando recibió el cadáver del hijo. No hacen mal a nadie —concluye la anciana para cerrar la conversación—. Estas cosas suceden así y un buen día, sin saber cómo, desaparecen. Quizá con otra tormenta, con otra muerte, no lo sé.
—Subiremos arriba —dice el hombre poniéndose de pie—. Venga ¿no tienes la llave?
—No hace falta. Desde aquella noche está abierta la puerta.
Los hombres suben las escaleras con desgana y en silencio. Si no fuera por el jefe, para rato se iban a poner a investigar nada. Pero él va delante y les molestaría que los tomase por cobardes.
En el piso de arriba hay dos habitaciones vacías y una cocina que aún conserva el olor acre de la leña humeante y el aroma dulzón de la Sauerkraut y de las salchichas hervidas. No hay nadie. Se han terminado los ruidos y los sollozos. Algo como una tensión eléctrica emite un sonido en sordina. La luz parece encenderse y apagarse en relámpagos, en chispas.
—No hay nadie —repite el jefe en voz alta. Resuena su voz en el silencio. Una ventana golpea con fuerza; un palo de escoba rueda por el suelo. Algo semejante a un llanto retenido choca contra la pared desnuda. Trozos de cal se desprenden y ensucian el suelo.
—Nada, no es nada —repite el jefe, volviéndose a los otros se apresuran a bajar la escalera con más prisa de la debida. Cierra la puerta y un grito agudo, tan intenso como el chasquido de un rayo, amenaza con partir la casa.
—Tú, vieja, ¿no serás una bruja? —le pregunta luego a la anciana, con prevención. Los demás beben para ocultar su miedo.
—Simplemente he aprendido a mirar la Kampenband con los años. Lo que ocurra en el piso de arriba, que no nos pertenece, no es cosa mía —contesta la mujer.
En ese momento se recorta en la puerta la figura del amigo de su nieto.
—Tú, ¿quién eres? —le dice uno de los hombres.
—¿No lo conoces? Es el hijo de los judíos que cazamos ayer —le responde el jefe—. Es amigo tuyo, ¿no? —se vuelve a preguntar al nieto. Éste no contesta. Ha enmudecido de pronto. Tiembla por dentro y teme que se le note. Mira a su amigo, ve ansiedad en su rostro. Lo ve solo, desamparado, en el quicio de la puerta, pues su abuela ha olvidado decirle que pase.
—No, no es mi amigo —dice con decisión—. No sé por qué habrá venido hoy. A veces suele merodear por aquí.
—Sí —dice el amigo desde la puerta—. No tengo qué comer y me toca merodear por el pueblo. He venido a pedir un trozo de pan.
La anciana se apresura a cortar una rebanada de pan y la acerca al amigo que ahora también tiembla.
—Toma, muchacho, y vete de esta casa y no vuelvas más. —Le hace un gesto que quiere decir: “Vete rápido, y vuelve pronto, a la noche, que te daré de comer”.
—No volverá —piensa su nieto, que aún no ha dejado de temblar.
Al poco, todos los hombres se marchan. Llega el abuelo, casi al amanecer. Su mujer y su nieto lo esperan en la oscuridad.
—Un desastre —dice—. No sé qué ocurre. Andan todos enloquecidos por el odio. Cazan a la gente y los mandan a campos de concentración.
—¿Qué es eso? —pregunta el niño.
—Un lugar en donde matan a los prisioneros —dice la abuela con expresión derrotada.
—No lo sabía, mujer. Nunca creí que esa pesadilla pudiera llegar a existir. Yo sólo quería prosperidad y riqueza para nuestra tierra. Me engañaron —dice después de un silencio tenso. El hombre se desmorona y se echa a llorar sobre la mesa.
—Han abierto la veda a los bajos instintos. Cazan a los judíos y luego nos cazarán a todos —sentencia la abuela.
A lo lejos se oye el viento, los cantos de la cervecería, el fragor del río que se precipita hacia el valle, hacia la oscuridad tenebrosa.
En el piso de arriba crujen las maderas y vuelve el llanto. La anciana se acerca a la ventana, sostiene la cortina entre sus manos —cuánta sensación de fuerza le da el roce acostumbrado de la áspera tela—, mira la Kampenband, envuelta en densos nubarrones.
—Tal vez la tormenta se lleve esta desgracia, se lleve nuestras vidas y nos ahorre el sufrimiento.
—Preferiría estar muerto a traicionar a mi amigo —dice el niño arrojándose a los brazos del abuelo para acompañarle en su llanto—. Ya no vendrá nunca más —insiste, pero sus palabras caen en el vacío. Los abuelos están demasiado preocupados como para atender su tristeza.
La oscuridad no acaba de marcharse nunca. El pequeño nunca imaginó que viviría una noche tan larga, que tardaría tanto en salir el sol. Ha llovido sin parar y la lluvia ha amortiguado los sollozos del piso vacío. Se levanta rápidamente y va a la cocina en donde ya está la abuela ante el fuego recién encendido que le ilumina el rostro desencajado.
—¡Ah, estás aquí, hijo mío! —le dice con una sonrisa triste—. Tampoco tú dormías. Anda, vístete. Tal vez tengamos que emprender un viaje a un  sitio más seguro.
—¿Por qué?
—Por nada. ¡Yo qué sé! Tu abuelo nunca debería haberse afiliado al partido de los nazis. Cuando me lo dijo me eché a temblar. Sobre todo, porque para que lo admitieran, tuvo que demostrar que es ario hasta la quinta generación. A nadie se le debe exigir una prueba como esa. Cada uno tenemos derecho a ser lo que somos y a que nos acepten. Lo demás es humillante.
La mujer atiza el fuego. Pone encima una cazuela de leche. El niño advierte que, en realidad, habla consigo misma, sin prestarle atención.
—Dame algo para mi amigo —le dice. La abuela, maquinalmente, corta un buen trozo de pan, lo envuelve en una servilleta.
—Anda, coge unos huevos y un bote de mermelada y llévaselo corriendo, antes de que te puedan ver. Vuelve enseguida. Si tu abuelo se entera de esto, se enfadará con los dos y seré yo quien pague las culpas.
El niño mete en una cesta los víveres, añade un trozo de pastel y una pequeña lechera y sale zumbando hacia la casa del amigo. Para más seguridad da un rodeo por el bosque. A los pocos pasos ya tiene los zapatos húmedos. De los árboles caen ramalazos de lluvia brillante. Aún está oscuro, sobre todo, dentro del bosque. Al pasar por unos setos de grosella aprovecha para coger un buen puñado para su amigo.
—¿Adónde vas? —oye una voz que le hace detenerse. De la zona más boscosa y umbría salen dos hombres con uniforme.
—Cojo grosellas para mi abuela —dice el niño.
—Por aquí no puedes pasar. Venga, lárgate. Estamos de servicio.
Del fondo de unos matorrales sale un gemido que el pequeño reconoce. Mira a los hombres con gesto desencajado.
—¿Qué le habéis hecho a mi amigo? —grita.
Uno de los hombres lo zarandea y a punto está de caérsele la cesta. Pero la noche, la tormenta, el sufrimiento, la conciencia de su horrible traición, le dan una fuerza temeraria. Se zafa de las manos del hombre y se precipita a los matorrales. Ahí está su amigo, con las manos atadas.
No es posible que los segundos crezcan hasta distanciar los pasos de sus perseguidores. El niño saca las grosellas a puñados y se las da a comer a su amigo. Le hace beber leche. Se miran. No sabe si el líquido rojo que le desfigura los labios es el zumo de grosella o tal vez sangre. Luego, le desata las manos, comprueba con horror que tiene una pierna rota.
—No temas, no te abandonaré —le dice, ayudándole a incorporarse—. Apóyate en mí —le ofrece sus débiles hombros ahora iluminados por el sol. Ha cantado el ruiseñor en el silencio puro de la mañana.
—No puede ser que nos ocurra algo terrible en este momento —piensa el pequeño. No, no puede ser.
Oye gritos muy cerca. Tal vez los segundos no puedan dar más de sí y sus perseguidores le den alcance. Tan sólo los separan cuatro pasos, suficientes para comprender que la vida es aún hermosa. Ha cantado el ruiseñor y brilla el sol con la inocencia de todas las mañanas.
—Perdóname —dice el niño en el último momento. Ve una gran mancha roja sobre la tierra y recuerda el carmín profundo de las grosellas cuando su abuela prepara mermelada y él mira su esplendor en lo hondo de la cazuela y ahora en lo hondo de la tierra, donde él mismo y su amigo han ido a parar, en donde brilla, también rojo, el llanto de la casa.

Teresa Garbí, Sakkara, Espuela de Plata, Sevilla, 2015, pp. 132-142

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2 comentarios:

  1. Una bellísima publicación en la que se juntan tres sensibilidades excepcionales: el gusto de Josefina López para la selección del relato, el texto de Teresa Garbi y la ilustración de Inmaculada Martín. ¡Enhorabuena a las tres!

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    1. Querida Carmen, el mérito es exclusivamente de Teresa, que ha reunido tan hermosas historias en 'Sakkara', y de Inmaculada por plasmar en una imagen, con tanto acierto y belleza, la esencia del relato. Pero tú, Carmen, también eres indirectamente responsable de esta publicación por animarnos a leer los cuentos de 'Sakkara' y brindarnos la oportunidad de conocer a su autora. Gracias a las tres.

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