miércoles, 29 de octubre de 2014

La biblioteca de Drácula


Fotograma de Drácula, de Bram Stoker (1992), de Francis Ford Coppola

Para estas fechas en que celebramos nuestra VI Semana de la literatura de misterio y terror, nada más adecuado que recordar a uno de los grandes clásicos de la literatura gótica: Drácula (1897), del irlandés Bram Stoker.  En esta ocasión hemos elegido una parte que transcurre en la biblioteca del castillo de Drácula, donde el conde se reúne con el joven abogado londinense Jonathan Harker. Este ha acudido a la morada del conde, en Transilvania, para cerrar con él la compra de unas propiedades en Inglaterra, país al que Drácula piensa trasladarse en un futuro inmediato en busca de sangre joven. Así refleja  el joven Harker en su diario su entrevista con el vampiro,  en la que ya  se  traslucen algunos detalles inquietantes:
En la biblioteca encontré, para mi gran regocijo, un vasto número de libros en inglés, estantes enteros llenos de ellos, y volúmenes de periódicos y revistas encuadernados. Una mesa en el centro estaba llena de revistas y periódicos ingleses, aunque ninguno de ellos era de fecha muy reciente. Los libros eran de las más variadas clases: historia, geografía, política, economía política, botánica, biología, derecho, y todos refiriéndose a Inglaterra y a la vida y costumbres inglesas. Había incluso libros de referencia tales como el directorio de Londres, los libros "Rojo" y "Azul", el almanaque de Whitaker, los catálogos del Ejército y la Marina, y, lo que me produjo una gran alegría ver, el catálogo de Leyes.
     Mientras estaba viendo los libros, la puerta se abrió y entró el conde. Me saludó de manera muy efusiva y deseó que hubiese tenido buen descanso durante la noche.
     Luego, continuó:
     —Me agrada que haya encontrado su camino hasta aquí, pues estoy seguro de que aquí habrá muchas cosas que le interesarán. Estos compañeros —dijo, y puso su mano sobre unos libros— han sido muy buenos amigos míos, y desde hace algunos años, desde que tuve la idea de ir a Londres, me han dado muchas, muchas horas de placer. A través de ellos he aprendido a conocer a su gran Inglaterra; y conocerla es amarla. Deseo vehemente caminar por las repletas calles de su poderoso Londres; estar en medio del torbellino y la prisa de la humanidad, compartir su vida, sus cambios y su muerte, y todo lo que la hace ser lo que es. Pero, ¡ay!, hasta ahora sólo conozco su lengua a través de libros. A usted, mi amigo, ¿le parece que sé bien su idioma?
      —Pero, señor conde —le dije —, ¡usted sabe y habla muy bien el inglés!
      Hizo una grave reverencia.
      —Le doy las gracias, mi amigo, por su demasiado optimista estimación; sin embargo, temo que me encuentro apenas comenzando el camino por el que voy a viajar. Verdad es que conozco la gramática y el vocabulario, pero todavía no me expreso con fluidez.
      —Insisto —le dije— en que usted habla en forma excelente.
    —No tanto —respondió él—. Es decir, yo sé que si me desenvolviera y hablara en su Londres, nadie allí hay que no me tomara por un extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble, soy un boyar; la gente común me conoce y yo soy su señor. Pero un extranjero en una tierra extranjera, no es nadie; los hombres no lo conocen, y no conocer es no importar. Yo estoy contento si soy como el resto, de modo que ningún hombre me pare si me ve, o haga una pausa en sus palabras al escuchar mi voz, diciendo: "Ja, ja, ¡un extranjero!" He sido durante tanto tiempo un señor que seré todavía un señor, o por lo menos nadie prevalecerá sobre mí. Usted no viene a mí solo como agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exéter, a darme los detalles acerca de mi nueva propiedad en Londres. Yo espero que usted se quede conmigo algún tiempo, para que mediante muestras conversaciones yo pueda aprender el acento inglés; y me gustaría mucho que usted me dijese cuando cometo un error, aunque sea el más pequeño, al hablar. Siento mucho haber tenido que ausentarme durante tanto tiempo hoy, pero espero que usted perdonará  a alguien que tiene tantas cosas importantes en la mano.
     Por supuesto que yo dije todo lo que se puede decir acerca de tener buena voluntad, y le pregunté si podía entrar en aquel cuarto cuando quisiese. Él respondió que sí, y agregó:
     —Puede usted ir a donde quiera en el castillo, excepto donde las puertas están cerradas con llave, donde por supuesto usted no querrá ir. Hay razón para que todas las cosas sean como son, y si usted viera con mis ojos y supiera con mi conocimiento, posiblemente entendería mejor.
     Yo le aseguré que así sería, y él continuó:
    —Estamos en Transilvania; y Transilvania no es Inglaterra. Nuestra manera de ser no es como su manera de ser, y habrá para usted muchas cosas extrañas. Es más, por lo que usted ya me ha contado de sus experiencias, ya sabe algo de qué cosas extrañas pueden ser.
    Esto condujo a mucha conversación; y era evidente que él quería hablar aunque sólo fuese por hablar. Le hice muchas preguntas relativas a cosas que ya me habían pasado o de las cuales yo ya había tomado nota. Algunas veces esquivó el tema o cambió de conversación simulando no entenderme; pero generalmente me respondió a todo lo que le pregunté de la manera más franca. Entonces, a medida que pasaba el tiempo y yo iba entrando en más confianza, le pregunté acerca de algunos de los sucesos extraños de la noche anterior, como por ejemplo, porqué el cochero iba a los lugares a donde veía la llama azul. Entonces él me explicó que era creencia común que cierta noche del año (de hecho la noche pasada, cuando los malos espíritus, según se cree, tienen ilimitados poderes) aparece una llama azul en cualquier lugar donde haya sido escondido algún tesoro.
     —Que hayan sido escondidos tesoros en la región por la cual usted pasó anoche —continuó él—, es cosa que está fuera de toda duda. Esta ha sido tierra en la que han peleado durante siglos los valacos, los sajones y los turcos. A decir verdad, sería difícil encontrar un pie cuadrado de tierra en esta región que no hubiese sido enriquecido por la sangre de hombres, patriotas o invasores. En la antigüedad hubo tiempos agitados, cuando los austriacos y húngaros llegaban en hordas y los patriotas salían a enfrentárseles, hombres y mujeres, ancianos y niños, esperaban su llegada entre las rocas arriba de los desfiladeros para lanzarles destrucción y muerte a ellos con sus aludes artificiales. Cuando los invasores triunfaban encontraban muy poco botín, ya que todo lo que había era escondido en la amable tierra.
    —¿Pero cómo es posible —pregunté yo— que haya pasado tanto tiempo sin ser descubierto, habiendo una señal tan certera para descubrirlo, bastando con que el hombre se tome el trabajo solo de mirar?
    El conde sonrió, y al correrse sus labios hacia atrás sobre sus encías, los caninos, largos y agudos, se mostraron insólitamente. Respondió:
    —¡Porque el campesino es en el fondo de su corazón cobarde e imbécil! Esas llamas sólo aparecen en una noche; y en esa noche ningún hombre de esta tierra, si puede evitarlo, se atreve siquiera a espiar por su puerta. Y, mi querido señor, aunque lo hiciera, no sabría qué hacer. Le aseguro que ni siquiera el campesino que usted me dijo que marcó los lugares de la llama sabrá donde buscar durante el día, por el trabajo que hizo esa noche. Hasta usted, me atrevo a afirmar, no sería capaz de encontrar esos lugares otra vez. ¿No es cierto?
      —Sí, es verdad —dije yo—. No tengo ni la más remota idea de dónde podría buscarlos.
     Luego pasamos a otros temas.
    —Vamos —me dijo al final—, cuénteme de Londres y de la casa que ha comprado a mi nombre.
    Excusándome por mi olvido, fui a mi cuarto a sacar los papeles de mi  portafolios. Mientras los estaba colocando en orden, escuché un tintineo de porcelana y plata en el otro cuarto, y al atravesarlo, noté que la mesa había sido arreglada y la lámpara encendida, pues para entonces ya era bastante tarde. También en el estudio o biblioteca estaban encendidas las lámparas, y encontré al conde yaciendo en el sofá, leyendo, de todas las cosas en el mundo, una Guía Inglesa de Bradshaw. Cuando yo entré, él quitó los libros y papeles de la mesa; y entonces comencé a explicarle los planos y los hechos, y los números. Estaba interesado por todo, y me hizo infinidad de preguntas relacionadas con el lugar y sus alrededores. Estaba claro que él había estudiado de antemano todo lo que podía esperar en cuanto al tema de su vecindario, pues evidentemente al final él sabía mucho más que yo. Cuando yo le señalé eso, respondió:
     —Pero, mi amigo, ¿no es necesario que sea así? Cuando yo vaya allá estaré completamente solo, y mi amigo Harker Jonathan, no, perdóneme, caigo siempre en la costumbre de mi país de poner primero su nombre patronímico; así pues, mi amigo Jonathan Harker no va a estar a mi lado para corregirme y ayudarme. Estaré en Exéter, a kilómetros de distancia, trabajando probablemente en papeles de la ley con mi otro amigo, Peter Hawkins. ¿No es así?
    Entramos de lleno al negocio de la compra de la propiedad en Purfleet. Cuando le hube explicado los hechos y ya tenía su firma para los papeles necesarios, y había escrito una carta con ellos para enviársela al señor Hawkins, comenzó a preguntarme cómo había encontrado un lugar tan apropiado. Entonces yo le leí las notas que había hecho en aquel tiempo, y las cuales transcribo aquí:
    "En Purfleet, al lado de la carretera, me encontré con un lugar que parece ser justamente el requerido, y donde había expuesto un rótulo que anunciaba que la propiedad estaba en venta. Está rodeado de un alto muro, de estructura antigua, construido de pesadas piedras, y que no ha sido reparado durante un largo número de años. Los portones cerrados son de pesado roble viejo y hierro, todo carcomido por el moho.
    "La propiedad es llamada Carfax, que sin duda es una corrupción del antiguo Quatre Face, ya que la casa tiene cuatro lados, coincidiendo con los puntos cardinales. Contiene en total unos veinte acres, completamente rodeados por el sólido muro de piedra arriba mencionado. El lugar tiene muchos árboles, lo que le da un aspecto lúgubre, y también hay una poza o pequeño lago, profundo, de apariencia oscura, evidentemente alimentado por algunas fuentes, ya que el agua es clara y se desliza en una corriente bastante apreciable. La casa es muy grande y de todas las épocas pasadas, diría yo, hasta los tiempos medievales, pues una de sus partes es de piedra sumamente gruesa, con solo unas pocas ventanas muy arriba y pesadamente abarrotadas con hierro.
    “Parece una parte de un castillo, y está muy cerca a una vieja capilla o iglesia. No pude entrar en ella, pues no tenía la llave de la puerta que conducía a su interior desde la casa, pero he tomado con mi kodak vistas desde varios puntos. La casa ha sido agregada, pero de una manera muy rara, y solo puedo adivinar aproximadamente la extensión de tierra que cubre, que debe ser mucha. Sólo hay muy pocas casas cercanas, una de ellas es muy larga, recientemente ampliada, y acondicionada para servir de asilo privado de lunáticos. Sin embargo, no es visible desde el terreno.
    Cuando hube terminado, el conde dijo:
    —Me alegra que sea grande y vieja. Yo mismo provengo de una antigua familia, y vivir en una casa nueva me mataría. Una casa no puede hacerse habitable en un día, y, después de todo, qué pocos son los días necesarios para hacer un siglo. También me regocija que haya una capilla de tiempos ancestrales. Nosotros, los nobles transilvanos, no pensamos con agrado que nuestros huesos puedan algún día descansar entre los muertos comunes. Yo no busco ni la alegría ni el júbilo, ni la brillante voluptuosidad de muchos rayos de sol y aguas centelleantes que agradan tanto a los jóvenes alegres. Yo ya no soy joven; y mi corazón, a través de los pesados años de velar sobre los muertos, ya no está dispuesto para el regocijo. Es más: las murallas de mi castillo están quebradas; muchas son las sombras, y el viento respira frío a través de las rotas murallas y casamatas. Amo la sombra y la oscuridad, y prefiero, cuando puedo, estar a solas con mis pensamientos.
    De alguna forma sus palabras y su mirada no parecían estar de acuerdo, o quizá era que la expresión de su rostro hacía que su sonrisa pareciera maligna y saturnina.
   Al momento, excusándose, me dejó, pidiéndome que recogiera todos mis papeles. Había estado ya un corto tiempo ausente, y yo comencé a hojear algunos de los libros que tenía más cerca. Uno era un atlas, el cual, naturalmente, estaba abierto en Inglaterra, como si el mapa hubiese sido muy usado. Al mirarlo encontré ciertos lugares marcados con pequeños anillos, y al examinar éstos noté que uno estaba cerca de Londres, en el lado este, manifiestamente donde su nueva propiedad estaba situada. Los otros dos eran Exéter y Whitby, en la costa de Yorkshire.


1 comentario:

  1. Desde luego, lo mejor de la novela sucede en el castillo, en Transilvania...A mí me gusta especialmente, ese fragmento en que Harker, explorando la fortaleza, penetra en esa habitación de una dama donde todo quedó suspendido en el tiempo: el tocador con sus frascos de perfume, los brocados hechos jirones y los muebles polvorientos, mientras Jonathan evoca a la antigua propietaria imaginándola llena de vida. Y mientras tanto, a la luz de los rayos de la luna el polvo arremolinado va configurando la silueta de una mujer... Aunque puede que mi recuerdo esté contaminado por el de la película, pero eso de los objetos abandonados como su dueña los dejó por última vez hace siglos, me parece precioso.
    carlos san miguel

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